Perdiéndonos la fiesta
Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Ahora, su gran esfuerzo es borrar al otro
Santiago Roncagliolo
23 JUL 2015
Hace un par de meses, me desplacé de Barcelona a Madrid para la
presentación del poeta peruano Carlos Germán Belli. Lo hice por
admiración pero también por solidaridad, porque pensé que un poeta
extranjero y difícil no iba a ser precisamente un éxito de público. Cada
asistente era importante. Por suerte, me equivoqué.
Al acto, celebrado en la Casa de América, asistieron cerca de 150
personas. Sobre Belli flota el rumor del premio Cervantes, de modo que
había representantes de las instituciones culturales como la Real
Academia o el propio Instituto Cervantes. Pero también asistieron otros
escritores peruanos y latinoamericanos, que encontraron un punto de
encuentro. Y público en general con interés por el Perú o la poesía.
Mario Vargas Llosa recitó un texto de Belli. José Manuel Caballero
Bonald trazó un mapa de las relaciones entre su poesía y la del
homenajeado. Apenas lo conocía personalmente, pero se sentía unido a él
por una lengua y una tradición literaria común.
Para mí, fue emocionante. Y a la vez, triste. Porque comprendí que, en Cataluña, una fiesta así sería imposible.
Sí. Este año se organizó en Barcelona un bello homenaje a Gabriel
García Márquez. Pero cualquier escritor que no tenga un Nobel, esté
muerto, y sobre todo, haya residido en Cataluña, tiene pocas
posibilidades. La lengua española no recibe apoyo del Estado, y el mundo
cultural tiene la cabeza en su propia historia. Hay una Casa de América
catalana que hace lo que puede, pero sus recursos son mínimos. Es muy
gráfico que esta Casa ni siquiera tenga un local individual: está en un
entresuelo. Y durante años, ni siquiera pudo tener un cartel visible
desde la calle (tampoco es muy visible el que tienen ahora, la verdad).
Pero en el acto del poeta Belli descubrí algo mucho más alarmante:
los latinoamericanos de mi medio —escritores, editores, periodistas—
están abandonando Barcelona. He pasado tiempo creyendo que se marchaban
de España por la crisis. Pero ahí me encontré con que muchos de ellos se
han trasladado a la capital. En cambio, ya ninguno hace la ruta
contraria, la que yo mismo hice, la que antes era normal.
Ninguno de estos amigos y conocidos se ha marchado por ser
anticatalán o antinacionalista. Ninguno diría que la política ha tenido
algo que ver con su decisión, Simplemente, han encontrado trabajo allá.
Pero precisamente eso es la consecuencia de lo que está pasando en la
política catalana: hoy, si escribes en español, tu vida está en otra
parte.
Cuando comento estas cosas en Cataluña, los más nacionalistas me
responden que eso ocurre porque Madrid es la capital: hay más dinero,
más movimiento, más todo. Pero ese argumento ignora su propia historia.
Para los escritores en lengua española, Barcelona siempre fue mucho más
importante que cualquier capital. Como recuerda Xavi Ayén en su
monumental Aquellos años del boom, el gran momento de la
literatura latinoamericana se forjó en Cataluña. Lejos de Franco y cerca
de Francia, esta ciudad se convirtió en la puerta del español hacia
Europa. Y cuando yo llegué aquí hace diez años, aún lo era. Los
intelectuales que hoy abandonan Barcelona prueban precisamente que antes
estaban aquí. Madrid nunca había podido llevárselos. Hoy Barcelona se
los regala, renunciando con convicción a su propio lugar de privilegio.
El crítico y editor Andreu Jaume advirtió en estas mismas páginas el
19 de junio que la capitalidad editorial de Barcelona “peligra ahora por
una desidia política que ya está empezando a propiciar una diáspora
cultural”. Yo añadiría a la desidia, ceguera. Porque esta ruptura
responde al conflicto de algunos políticos catalanes con España, pero el
español no es la lengua de España: es la lengua de quinientos millones
de personas y la segunda más hablada en el mundo. La española ni
siquiera es la mayor comunidad de hablantes de ella, tampoco la más
importante. Si los hispanos de Estados Unidos fuesen un país, formarían
parte del G20. En este gigantesco universo, lleno de energía creativa,
Barcelona siempre fue la Nueva York. Hoy está empeñada en convertirse en
la Letonia.
Me temo que no se trata de un error, o de un daño colateral, sino de
un acto voluntario y deliberado. Como todo nacionalismo, el catalán se
basa en el convencimiento de su propia superioridad respecto de quienes
lo rodean. El nacionalista catalán cree que los suyos son más
eficientes, modernos y cultos que un andaluz o un gallego, y resume
todas esas cualidades en el concepto “más europeo”. En general, muchos
europeos están convencidos de ser mejores que los demás y ya no reparan
en el tufillo xenófobo de considerar su origen como una cualidad. A eso
me he acostumbrado. Pero ante gente que se considera más europea que
otros europeos ¿Qué podemos esperar los americanos? Todo lo que un
nacionalista catalán desprecia de España es lo que nosotros
representamos.
Ahora bien, independientemente de cuestiones de sensibilidad: ¿De
verdad es viable desdeñar a toda esta gente? ¿A todos esos países? El
español es la segunda lengua de Estados Unidos. Es una puerta a Japón y
China a través del relaciones entre los países del Pacífico. El impacto
cultural de este fenómeno no se limita a los libros, sino a todos los
ámbitos de la comunicación. Un país hispano, México, alberga la segunda
feria editorial más grande del mundo en Guadalajara. El español es la
segunda lengua en Twitter. La ficción latinoamericana se emite en
pantallas de televisión de Croacia, Rusia o Australia ¿Es posible
menospreciar a todo el planeta?
La respuesta es no. Lo que sí es posible es que quedarse solo. En la
medida en que Cataluña defiende su identidad como diferente de la de
todos los demás, pierde referentes para hacerse oír en el mundo. Hay una
fiesta allá afuera. Y los que vivimos aquí nos la estamos perdiendo.
Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los
nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo
hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Durante décadas, su
bilingüismo perfecto ha sido la señal de una sociedad culta, orgullosa
de sí misma y dialogante a la vez. La protección del catalán en la
educación fue un ejemplo para las lenguas autóctonas americanas, antes
de convertirse en todo lo contrario: un esfuerzo por borrar al otro.
La paradoja es desoladora: basados en un elevado concepto de su
propio cosmopolitismo, los nacionalistas están construyendo una sociedad
más provinciana. Por enormes que sean sus banderas en plazas y
estadios. Por fuerte que griten en catalán e inglés. Por muchas
embajadas que quieran abrir. Su único proyecto cultural es precipitar a
Cataluña orgullosamente hacia la irrelevancia.
Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es escritor.
Link original: http://elpais.com/elpais/2015/07/08/opinion/1436372508_577976.html