jueves, 29 de julio de 2010

Reflexiones a propósito del Bicentenario (2ª. parte)


"…el descubrimiento de América no sólo es esencial para nosotros hoy en día porque es un encuentro extremo y ejemplar: al lado de ese valor paradigmático tiene otro más, de causalidad directa. Cierto es que la historia … está hecha de conquistas y de derrotas, de colonizaciones y de descubrimientos de los otros; pero,…, el descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente; aún si toda fecha que permite separar dos épocas es arbitraria, no hay ninguna que convenga más para marcar el comienzo de la era moderna que el año de 1492…. Todos somos descendientes directos de Colón, con él comienza nuestra genealogía - en la medida en que la palabra "comienzo" tiene sentido -."
 
Tzvetan Todorov, "La Conquista de América. La cuestión del otro",
 
La semana anterior señalábamos algunas peculiaridades de este apresurado ”Bicentenario” que un gran número de países de nuestro subcontinente parecía impaciente por festejar. Tanto la retórica que acompaña los actos de conmemoración, como las fechas oportunamente elegidas para ello, parecían más preocupadas por honrar algo así como ”la latinoamericanidad” que festejar, efectivamente, el surgimiento y la independencia de los nuevos países (a veces, no siempre, algunas nuevas naciones) y los nuevos estados ”modernos” que ven la luz luego del desmoronamiento del régimen colonial que España instalase en las Américas.
Poco se ha señalado (no hay signos de apresuramiento por los futuros Bicentenarios estrictamente nacionales) que aquellos nuevos estados modernos, construidos a partir del quiebre del régimen colonial, fueron eventos históricos, sino ”pioneros“ por lo menos muy tempranos, del fortalecimiento de la todavía timorata modernidad política de Occidente. En efecto, hacia 1820/30 hay sólo tres experiencias políticas modernas significativas (la ”Gloriosa” revolución de 1680 en Inglaterra, la Independencia de los EE.UU y la Revolución Francesa y sus ramificaciones europeas) previas a las independencias de estos países y a la creación de los estados modernos nacidos de la debacle colonial española en las Américas.
Por imperfectos que fuesen entonces esos nuevos estados modernos (también imperfectos eran, en ese momento, el parlamentarismo liberal aristocratizante inglés, el republicanismo esclavista de los EE.UU o el zafarrancho jacobino-bonapartista francés), cada uno a su manera, se transformó en baluarte de una modernidad política que luchaba por abrirse dificultosamente paso en la historia. En un mundo que, a lo largo y a lo ancho del globo, e incluyendo países como España, Italia, Alemania, Austria o Rusia, se contentaba con vegetar, con entusiasmo o resignación, bajo instituciones y regímenes donde la legitimidad política, ni siquiera de manera retórica, se basaba en los derechos de los individuos-ciudadanos, las nuevas repúblicas América se obstinaron en el camino de la modernidad.
La reivindicación de este temprano protagonismo americano en la expansión de los sistemas políticos modernos, que incluye a los EEUU (pero excluye, sin embargo, a Cuba y Brasil y casos marginales) podría sonar como “un retorno“ a una idea parecida a la que pusimos explícitamente en cuestión en el editorial pasado. En lugar de pensar en UNA América Latina ”victimizada” (conquistada, colonizada, subdesarrollada, etc.), de justificación histórica problemática y realidad supranacional probadamente inoperante (al menos hasta ahora), pasaríamos a la reivindicación de UNA América a secas, de ”excepcionalidad” más amplia y dotada de la ”peculiaridad“ de generar una historicidad particularmente moderna, que estaría fundada en un razonamiento en el fondo parecido (si no es que formalmente similar) al utilizado para fundar la supuesta identidad de ”América Latina”.
Es que quizás la cuestión pase por desembarazarse, de una buena vez y para siempre, de la idea de que Europa y América deben ser forzosamente y para siempre, productos históricos diversos. Dejando toda lectura geográfica de lado y las etapas históricas previas, es posible adelantar la hipótesis de que, precisamente desde ”la invención de América”, lo que se gestó en aquel supuesto ”descubrimiento“, fue esa particular civilización que hoy llamamos ”el Occidente moderno”.
En un texto que data de 1982, "La conquista de América. La cuestión del otro", un autor que no parece haber recibido, ni en nuestro país ni en América del Sur, la atención que merece, Tzvetan Todorov señala que el descubrimiento de América resultó ser "…el encuentro más asombroso de nuestra historia" y un acontecimiento fundacional para Occidente. Esto es así, para el autor, porque, según él, en el año de 1492 "…comienza nuestra genealogía…" y "…se funda nuestra identidad…" como integrantes de la Modernidad occidental.
La frase de Todorov no es, aún hoy, de fácil aceptación para muchos intelectuales, latinoamericanos o europeos. En lo que hace a la importancia del acontecimiento, la afirmación no sería problemática, con alborozo o a regañadientes, hace mucho tiempo que se ha reconocido el carácter decisivo del acontecimiento colombino. Pero no estamos seguros que, de ambas lados del Atlántico, se esté dispuesto a acomodarse a la afirmación de esta filiación a la vez occidental y moderna de América y, particularmente, de América Latina. En efecto, la propuesta de Todorov va mucho más allá que la mera reivindicación del “descubrimiento”. Lo novedoso de su afirmación es que, aunque concebido y escrito en Europa por un europeo, el texto de Todorov concibe el “descubrimiento“ de América y los acontecimientos posteriores desde una perspectiva que le otorga al conjunto de ese proceso un significado histórico, cultural y filosófico infinitamente más importante: amarra conjuntamente, a América y a Europa, en el eje mismo del nacimiento de la Modernidad occidental. Afirma que el nacimiento de la modernidad es el resultado del apareamiento de Europa con América. Esta perspectiva, obviamente, molesta a todo “eurocentrismo” y a todos los ”latinoamericanismos“ de los que nos ocupáramos anteriormente.
La aparición de América en el escenario histórico; ese momento decisivo en el que el "Yo" europeo "encuentra" al "Otro" americano, es el momento constitutivo y fundacional de lo que hoy llamamos la "cultura occidental moderna". En ese "encuentro" parecen haberse puesto en juego no solamente las identidades respectivas de un Yo y un Otro esencialmente distintos hasta ese momento. Mucho más radicalmente, para nosotros, como para Todorov, en ese acto se echaron las bases del nacimiento del espacio cultural de la civilización occidental moderna en el que se fundirán, tanto las Américas, como las, también presumiblemente plurales, ”Europas”.

miércoles, 21 de julio de 2010

Reflexiones a propósito del Bicentenario (1era. parte)



“El Pueblo de Caracas (…) deliberó constituir
una Soberanía provisional en esta Capital,
para ella y los demás Pueblos de esta
Provincia, que se le unan con su acostumbrada
fidelidad al Sr. Don Fernando VII”.
Proclama de la Junta de Caracas, 27 de abril de 1810.
Desde inicios del año pasado, los distintos países de América Latina han comenzado (o se aprestan) a festejar los 200 años de sus respectivas ”gestas independentistas”. A nadie escapa la importancia de estas celebraciones, a nadie escapa la cercanía temporal existente entre ellas (puesto que, con la excepción de Haití, Cuba, distintas ex-colonias de países con Inglaterra, Holanda, etc. y algún caso que especial que no tengamos presente ahora, casi todas se inician en los cinco años que van de 1808 a 1812) y a nadie escapa tampoco la presencia de unas cuantas ambigüedades conceptuales detrás de la idea de estas independencias “latinoamericanas” que se pretende, con razón pero a destiempo , celebrar.
En realidad los cinco años arriba mencionados fueron el momento crucial para la preparación o, a veces para la puesta en marcha, de la mayoría de los movimientos que culminarían en las independencias de los países de América Latina. Son los años del “juntismo”, durante los cuales la deteriorada autoridad española (recordemos la detención de Fernando VII y los acontecimientos políticos que se estaban desarrollando en España) comienza a ser puesta más o menos radicalmente en cuestión. O sea que lo que América Latina está festejando son los 200 años de los levantamientos contra España porque, en muy pocos casos, estas fechas, son coincidentes con las fechas de las efectivas independencias políticas de los nuevos países.
La pregunta que se impone, entonces, es: ¿por qué estamos festejando una suerte de Bicentenario “avant la lettre"? ¿Por qué festejar los prolegómenos y no el resultado final? ¿Porqué no festejar los 200 años de la independencia de cada uno de los nuevos países cuando se cumplan, efectivamente, en cada caso?
Una explicación de esta curiosa situación tiene que ver, precisamente, con la voluntad de hacer de la celebración un acontecimiento más latinoamericano que genuinamente nacional. Porque, efectivamente, el proceso de cuestionamiento de la autoridad española se dió de manera mucho más concentrada en el tiempo (grosso modo, los 5 años mencionados), a lo largo y a lo ancho del continente, que el bastante más lento y laborioso proceso de creación de los nuevos países independientes. Esta voluntad de “latinoamericanizar” nuestra historia no es ingenua. Es más, nadie ignora que durante décadas se ha insistido, y se insiste, de manera particularmente pertinaz, en dos ideas que creemos se deben poner a discusión.
- La primera idea tiene que ver con la versión que visualiza, precisamente las independencias nacionales como “un fracaso“. Es la idea que las actuales identidades nacionales y sus formatos políticos fueron una suerte de resultado histórico no deseado por nadie en nuestros países o, en todo caso, sólo deseado por un “enemigo“ empeñado en imponernos una malevolente balcanización orientada a la creación de muchos estados nacionales. El relato de Bolívar, el de San Martín, el de Sucre, y hasta el del propio Artigas, son traídos a colación y en socorro de esta idea.
No parece preocupar la evidencia de que, en la primera década de siglo XIX, en este continente, con la excepción de diminutas élites liberales ilustradas, se pensaba en términos de una América española subdividida en unas pocas grandes sub-unidades políticas: dos o tres virreinatos y un puñadito de Capitanías Generales. Pero “debajo“ de esa gran administración colonial tendencialmente unitaria, había una infinita pluralidad (conservamos el pleonasmo expresamente) de ciudades, “pueblos“, comunidades, poblaciones, localidad, puertos, etc. que, a imagen y semejanza de los ”reinos“, “pueblos“, comunidades, etc. que conformaban las bases sociales de la Monarquía española (en América seguramente todavía con mucha más diversidad porque aquí se habían agregado diferencias étnicas, culturales, religiosas y de todo tipo, que no había en la metrópoli) nunca constituyeron UNA sociedad latinoamericana. Como tan bien demostrase François-Xavier Guerra, hace más de dieciocho años, en su "Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas", en este continente no había un ”pueblo” latinoamericano y, menos aún, nada parecido a una ciudadanía de ese tipo. No es casual (como en la frase del acápite) que todas las Juntas y todos los próceres utilizasen el término ”pueblos“ siempre en plural, y aludiesen a una multiplicidad de “soberanías“ durante el proceso. Los “pueblos“ que, casi seguramente sin saberlo, iniciaron el proceso independentista de nuestros países, nada tienen que ver con el “We the people“ de los norteamericanos o “Le peuple de France“ de la Revolución de 1789. ¿Cómo hablar entonces de una independencia única para toda América Latina si no existía una sociedad, un pueblo o una potencial ciudadanía mínimamente coherente como para permitir semejante construcción política?
- Por ello es que, la segunda idea que conviene revisitar, a propósito de esta tan ”latinoamericana“ celebración, es la de preguntarse si alguna vez existió, eso que nos obstinamos en apellidar “América Latina“.
Dejando de lado la poco convincente calificación de “latina” (que, en sentido estricto, refiere a Roma y no al mundo ibérico), lo que parece cuestionable es la aceptación de una unidad donde, a simple vista, predomina y predominó una extrema heterogeneidad. En el punto anterior vimos que la concepción unitaria de “América Latina” es más consistente con la visión hispanizante de la administración colonial que con la de sus innumerables y por demás diversas sociedades que la componían.
Por eso quizás las razones de la persistencia de esta obstinada referencia a una América Latina responda a la supervivencia de una visión de raíz hispánica y colonial. Paradójicamente, aunque el discurso “latinoamericanista” tiende a imaginarse a sí mismo como “progresista”, o “de izquierda”, su insistencia en la unidad latinoamericana parece no ser otra cosa que la prolongación de la lógica del discurso colonial hispánico.
América nunca había sido ni América ni una antes de Colón. Este concepto unitario es el correlato de "La invención de América", cuidadosamente analizada en texto ya clásico, por Edmundo O´Gorman, y sólo es concebible desde la perspectiva de la Conquista y la Colonización. Es decir desde la mirada de la metrópoli. Para los que fueron rebautizados como “aborígenes americanos” siempre había habido una pluralidad de historias. No hay un relato precolombino, hubo múltiples historias en el continente previas a 1492.
Pero después de Colón las cosas no cambian radicalmente. Cuando la Corona española pretendió colonizar "su América", con una misma lógica y en un mismo proyecto, se encontró con una gran diversidad de situaciones históricas, demográficas, geográficas, sociales, culturales. etc. Por ello, en realidad, con una misma voluntad, puso en marcha una gran diversidad de procesos sociales muy divergentes entre sí y, por ello, portadores de resultados históricos muy diferentes de los que eran buscados por la política metropolitana. Esa voluntad metropolitana de proceder a "una colonización", y todos los proyectos que ella impulsaba (incluido el de la evangelización), sufrieron un radical proceso de reelaboración cuando enfrentaron las múltiples realidades americanas. Como si, por refracción, la política colonial española, al "aplicarse" en las Américas, desviara, estallara y se diversificara siguiendo trayectos y derroteros imprevisibles. Por ello no hubo, tampoco, una historia colonial de América; siempre existieron múltiples historias coloniales americanas en hispanoamérica.
En consecuencia, hace 200 años, cuando se empieza a debilitar el control político de España, el resultado político no ha de ser, ni podía ser, una América Latina independiente. El resultado será, después de un laborioso trabajo histórico, el surgimiento de múltiples historias nacionales a partir de la forja de los nuevos países nacientes.
Si, con fines prácticos, se quiere designar a esos países y esas nacionalidades como “latinoamericanos”, como podemos decir que Argelia, Mozambique y Africa del Sur son países “africanos”, estamos ante una mera forma de designación. Al igual, entre México, Brasil y Chile, a parte de cierta (no completa) comunidad de cultura religiosa, no hay demasiados rasgos en común que los hagan parte de algún tipo de comunidad identitaria históricamente construida “por encima” de sus perfiles nacionales.
A reserva de extendernos sobre el tema en próximos editoriales, digamos que es exactamente en este punto donde descansa la cuestión de la siempre fracasada integración de nuestros países. Como indica el ejemplo europeo, la integración avanza mediante el lúcido reconocimiento de las distancias, diferencias y heterogeneidades que separan a los pueblos. Nunca avanza enancada en la invocación demagógica de supuestas unidades, hermandades e historias aparentemente compartidas que, en realidad, nos escribieron otros.

jueves, 15 de julio de 2010

Gatopardismo tropical

       
GATOPARDISMO TROPICAL




A fines de febrero de este año falleció, en Cuba, Orlando Zapata Tamayo, de 42 años de edad, luego de una huelga de hambre de 86 días. Inmediatamente, el 24 de febrero, para ser más precisos al día siguiente de la muerte de Zapata, el psicólogo y periodista “free lance“ Guillermo Fariñas se declaró a su vez en huelga de hambre. La decisión, además de subrayar su solidaridad con Zapata, apuntaba a obtener la liberación de una docena de prisioneros políticos que, según él y los grupos opositores a la dictadura cubana que lo acompañan, estarían detenidos a pesar de encontrarse en condiciones de salud muy deficientes.
La salud de Fariñas comenzó a deteriorarse rápidamente y, ya en abril, el presidente Raúl Castro declaró que “…él (se refería a Fariñas, faltaba más…) era enteramente responsable…“ de cualquier desenlace trágico de la huelga de hambre en curso. A inicios del corriente mes, el deterioro físico de Fariñas se hizo ostensible.
Mientras Fariñas llevaba adelante esta dura batalla, la dictadura castrista y la iglesia católica cubana (fundamentalmente a través del cardenal Ortega y del obispo García) se reunían regularmente en búsqueda de una fórmula que diese solución a la situación  de un número indefinido de prisioneros políticos que el régimen mantiene detenidos.  Y decimos “un número indefinido“ de prisioneros políticos porque no solamente ese número es desconocido: en realidad, desde que se aprobó el delito de “peligrosidad“ por parte del régimen es imposible distinguir quien es realmente prisionero “de consciencia“ y quien no lo es. Por ello nadie sabe a ciencia cierta cuantos prisioneros políticos hay en Cuba: si, para Amnesty Internacional, los prisioneros son algo más de un centenar, para Human Rights Watch, pueden ser miles.
Pero la cuestión que interesa aquí no es exactamente ésta. Lo cierto es que las conversaciones con la iglesia católica, y la activa participación del ministro de Relaciones Exteriores de España, Miguel Ángel Moratinos, determinaron que aparentemente el régimen cediese y acordase la liberación  de un número de prisioneros que no es claro al momento de escribir este editorial, pero que, seguramente, superará ampliamente las cifras establecidas en la negociación. Fariñas, razonablemente, detuvo su huelga de hambre de 135 días en cuanto adquirió la certeza que no se encontraba ante una nueva farsa del régimen.
Resulta pertinente analizar los intereses en juego en esta aparentemente  lograda operación  diplomática y las razones de cada uno de los actores. Este análisis explica, menos en parte, que, no solamente la democracia no saliese fortalecida sino que, por el contrario, el sacrificio de unos solitarios activistas que tienen el coraje de enfrentar al totalitarismo cubano poniendo en peligro sus vidas, haya sido utilizado exclusivamente para fines de política instrumental. Nadie pretende que, a propósito de este acontecimiento (que es relativamente menor en resumidas cuentas), se encienda ”la antorcha de la libertad“ en la desgraciada Cuba, pero sí hubiese sido deseable que al menos alguien dejase claro que, con estos presos políticos o sin ellos, el régimen cubano es una dictadura execrable que volverá a reiterar de manera contumaz la violación de los derechos de los ciudadanos como lo hace desde 1959.
La iglesia católica, que se ha ido convirtiendo paulatinamente en un interlocutor del régimen dictatorial desde 1998, cuando Juan Pablo II visitó la isla, tiene una preocupación relativamente genuina por los siempre renovados prisioneros cubanos. Prueba de ello es que, con su visita, el Papa obtuvo la liberación de más de 300. Pero, además, la iglesia católica percibe que puede ser el actor más apto para oficiar de mediador en el proceso de recambio de un régimen decrépito, totalmente desacreditado (salvo ante las escasas gerontocracias “comunistas“ que sobreviven hoy) cuya parálisis es ostensible. “Last but not least“, un verdadero éxito diplomático de la iglesia católica no sería mala cosa ya que, en los últimos tiempos, como todos sabemos, su imagen pública deja mucho que desear. Por ello se interesa no sólo por los prisioneros enfermos: se interesará por todo el inagotable stock de prisioneros presentes y futuros hasta poder consolidarse como el interlocutor confiable para la siempre postergada pero inexorable transición. Ya hay pasos en ese sentido. El recién llegado a Cuba Arzobispo Mamberti, se apresta a presidir una reunión inédita donde serán invitadas personalidades “oficialmente“ consideradas como “de oposición“.
El papel del gobierno español en este asunto es también opinable. En términos generales, la UE y particularmente este gobierno de España, no se han pronunciado de manera rotunda contra las permanentes violaciones de los derechos humanos en Cuba. La función de Moratinos en esta negociación era, esencialmente, pedir la libertad de un número limitado de prisioneros con la única intención de conseguir un gesto del régimen cubano antes de septiembre. Para entonces, la UE deberá de tomar una posición “común“ ante la situación en Cuba. Ya Rodríguez Zapatero había abogado por una “prórroga“ de esta reunión, el mes pasado, ante el temor que los países europeos más estrictos en materia de derechos humanos, no se despachasen con una crítica frontal al régimen. Obtenida la prórroga, y ahora la liberación de los presos, ya gobiernos como el francés y el italiano, han reaccionado inmediatamente de manera positiva.
Por su parte, el régimen cubano probablemente salga fortalecido de esta instancia. Aunque no conocemos los términos que han cerrado la negociación, resulta evidente que, a cambio de la liberación de un grupo de presos inofensivos que sólo purgaban penas ejemplarizantes para alimentar la mecánica política castrista, el régimen obtiene varias cosas.
Para muchos, el gesto de liberar a los prisioneros “aliviará las tensiones“ generadas por la muerte de Zapata que “preocupaban“ al régimen. Al régimen poco le importan la muerte de Zapata y sus repercusiones y las únicas tensiones que se aliviarán (que no es poca cosa) son las que vivieron durante 7 años los prisioneros liberados y sus familias pero, para el resto de la población, siempre sujeto a caer en el delito de “peligrosidad“, pocas cosas cambiarán.
Lo que sí le importa al régimen cubano es, en la negociación con la UE, poder cambiar la liberación de los presos contra la posibilidad de establecer sendos y amplios acuerdos bilaterales con diversos países europeos. Esos acuerdos son una de las pocas armas con las que cuenta el régimen para seguir sobreviviendo económicamente, para continuar ejerciendo su absoluto control político sobre la población y, conviene recordarlo, para prolongar la impunidad de sus continuas violaciones a los DD. HH.. Y la UE lo sabe.
Por ello es que la dictadura cubana será tan magnánima en el número final de liberados y por ello es que Fidel Castro, como por casualidad, pero en realidad para ratificar lo actuado por su hermano, reapareció en público luego de largos meses de ausencias y silencio.


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