miércoles, 31 de agosto de 2016

RUSIA ¿UNA CULTURA ETERNAMENTE TOTALITARIA?

Rusia

Svetlana Alexievich, Nobel de Literatura: "No estoy demonizando a Putin como persona, estoy demonizando al Putin colectivo"

  • 30 agosto 2016

Las voces de la gente común y corriente en medio de eventos extraordinarios.
La periodista bielorrusa Svetlana Alexievich ha dedicado su vida a escuchar a la gente que ha visto su vida zarandeada por los temporales de la Historia, en especial en la antigua Unión Soviética.
Así, ha escrito sobre la participación de las mujeres rusas en la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer); la invasión soviética a Afganistán (Los muchachos de zinc) y el accidente nuclear de Chernóbil (Voces de Chernóbil: crónica del futuro). Su último libro, sobre la caída de la Unión Soviética y los años posteriores, fue publicado en español como El fin del Homo Sovieticus

En octubre de 2015, la Academia Sueca sorprendió al mundo de las letras al premiarla con el Nobel de Literatura, pues se trata de la primera vez que se premia a un autor cuya obra es completamente de no ficción.
Alexievich nació en Stanislav (Ucrania, ahora llamado Ivano-Frankivsk) en 1948, pero creció en Bielorrusia, de donde era originario su padre. Desde antes de graduarse en la Universidad de Minsk empezó a trabajar como periodista en periódicos locales.

Su trabajo, que ha sido descrito como "coral" o "sinfónico", se basa en testimonios de la gente común sobre eventos de gran trascendencia histórica para la antigua Unión Soviética.
En una conversación en el Hay Festival de Gales de este año con la periodista Bridget Kendall -quien fue corresponsal de la BBC en Moscú de 1989 a 1995-, Svetlana dijo que "la vida en los pueblos rusos es muy 'verbal', se la pasan todo el tiempo contando y discutiendo cosas".
Agregó que con ellos aprendió sobre la vida y la muerte. "Cuando se habla de grandes ideas, nadie habla con la gente común y corriente. Mi historia sería sobre socialismo doméstico. Cómo lo vivió la gente". Por eso, dice,"decidí ser una historiadora de sentimientos, no una historiadora oficial".
Los siguientes son apartes de la conversación de más de una hora que Svetlana Alexievich sostuvo con Bridget Kendall.

En un momento de la conversación Bridget Kendall recuerda cómo en sus viajes a Rusia tenía suntuosas cenas con dignatarios locales, políticos o hombres de negocios y al final, aprovechando que era mujer, llevaba los platos a la cocina y hablaba allí con las mujeres, quienes pintaban una realidad completamente diferente a la dada por los hombres.

"Algo parecido me ocurrió cuando estaba escribiendo mi libro sobre la mujeres en la (segunda) guerra. Cuando llegaba a algunas casas, el hombre se situaba en el centro de la mesa para hablar. No se le podía pasar por la cabeza que yo estaba escribiendo un libro sobre las mujeres y la guerra.
A menudo incluso le decía a su esposa: 'Ve y prepara un par de pasteles', y me presentaba la típica historia oficial de cómo se había ganado la guerra. Y cuando el hombre entendía por fin que lo que yo quería era hablar con las mujeres, se retiraba -muchas veces ofendido- a un cuarto cercano, pero seguía escuchando a hurtadillas.
Una vez le pregunté a una mujer "cuando te fuiste para la guerra, ¿qué fue lo último que hiciste?.
Y la mujer me decía que lo último que había hecho había sido gastarse todo su sueldo en chocolates y llenar una maleta con ellos: 'Y me fui para la guerra, a convertirme en una francotiradora, con una maleta llena de chocolates'...
"Entonces el hombre salía corriendo del cuarto contiguo, gritando: '¡Qué son esas tonterías que estás diciendo!'" (risas).

Las mujeres, cuando hablaban sobre la guerra, nunca la embellecían. Para ellas era, inequívocamente, una matanza. Nunca la veían como algo heroico, como los hombres. Entonces la versión de lo que había sido verdadero difería mucho entre hombres y mujeres.
Nuestra mente siempre opera en dos niveles. Un primer nivel es lo banal, luego está el nivel de los mitos. Y en los países totalitarios esos mitos siempre están conectados con lo militar.
Hay otra historia sobre una mujer que sirvió como enfermera. Ella estaba caminando por el campo de batalla, para detectar a los que aún estaban vivos y heridos. Porque sabía que quienes vendrían después simplemente los enterrarían a todos. Su punto de vista era totalmente diferente al de los hombres, quienes hablaban de su victoria, de cómo habían conquistado ese lugar en particular.
Ella decía que lo único que veía era hombres muertos, gente muerta. Y se sentía mal por ambos bandos. "Eran tan bellos. Y estaban muertos".

En su libro El fin del Homo Sovieticus, usted dice que la gente en ese tiempo estaba dividida entre víctimas y verdugos. ¿Quién era quién? ¿Qué línea los dividía? Porque habla gente que sufrió durante la época estalinista, pero ahora se muestran orgullosos de ese período y extrañan a la URSS. Y en el retrato que usted dibuja todos son víctimas.

Lo más extraordinario es que no hay una estricta línea de división. Víctimas y verdugos son las mismas personas (...).
Conocí a varios viejos "verdugos" y entre ellos no había muchos que causaran temor... quizás cuando la gente es vieja no asusta.
Mi padre me contaba que, cuando era estudiante en la facultad de periodismo, antes de la guerra, cada vez que volvían de las vacaciones de verano faltaban al menos 15 de los 20 tutores. Habían sido arrestados.
Y los estudiantes y profesores sabían quién entre ellos los habían denunciado. Y esas personas coexistían de manera pacífica, tomaban vodka juntos... Esa era una de las principales preguntas para mi: ¿cómo lo lograban?

En mi libro cuento la historia de un jovencito que estaba fascinado con una vieja mujer llamada Olia, que tenía un cabello y una voz muy hermosos. En la época de la Perestroika, la madre le contó al joven que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Olia había denunciado a su propio hermano, quien murió en los campos de prisioneros.
El muchacho confrontó a Olia y le preguntó por qué lo había hecho. Ella le respondió: "Así eran los tiempos en los que vivíamos. No había nadie honesto".
El joven entonces le preguntó que más recordaba de 1937 (año en que ocurrieron los hechos) y Olia le contestó: "Fue una época maravillosa. Estaba enamorada y era amada".
¿Sabes? Es muy difícil encontrar maldad pura en el ser humano. Naturalmente, cuando el fascismo y el comunismo se derrumbaron la gente quiso delegar esta maldad, atribuirla a un gran villano como Stalin o Hitler.
Son nuestros intentos por culpar a alguien más. Pero la maldad no está sólo Stalin o en Beria (Lavrenti Beria, fundador de la NKVD, predecesora de la KGB), también está en esa hermosa mujer que denunció a su hermano.
Es por eso que me gusta tanto estudiar este tipo de maldad, para mostrar que está desperdigada entre nosotros. Que es omnipresente.

Usted habla de un tiempo y lugar muy específico. ¿Es la gente que pasó por ese "experimento soviético"-como usted lo ha llamado- tan diferente de nosotros? ¿Es ingenuo pensar que si se deshacía del sistema comunista iban a abrazar los valores europeos y querrían vivir de la misma manera que en Europa occidental?


La verdad, no sé. Lo que sí sé es que si una persona ha vivido mucho tiempo en un campo de prisioneros, es muy ingenuo creer que cuando deje ese lugar se volverá diferente, o libre. No sé por qué fuimos tan ingenuos en los 90.
Había un escritor ruso muy famoso, Varlam Shalamov, que pasó 17 años en un campo de prisioneros, y una vez dijo que la prisión corrompe tanto a la víctima como al victimario. Es una relación simbiótica.
Pensé en eso durante la última elección de Putin, porque durante ella nombró un círculo de "representantes autorizados". Y me sorprendió mucho ver entre ellos a grandes artistas, escritores o violinistas.
A algunos les pregunté personalmente por qué lo hacían si no lo necesitaban, si no estaban bajo ningún tipo de amenaza.
Y decían lo mismo: "Hemos sido humillados durante tanto tiempo. ¿Por qué Estados Unidos tiene que tomar las decisiones en todos los temas importantes?". O también: "Putin es un líder fuerte, yo estoy viejo y mi hijo tiene un restaurante y está pasando dificultades...".
Pero creo que es difícil comparar nuestras sociedades (la actual con la del período soviético) creo que es mejor comparar nuestra sociedad con la alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
Vemos que la historia se repite en la sociedad rusa. No estoy demonizando a Putin como persona, estoy demonizando al Putin colectivo.



Usted habla de un tiempo y lugar muy específico. ¿Es la gente que pasó por ese "experimento soviético"-como usted lo ha llamado- tan diferente de nosotros? ¿Es ingenuo pensar que si se deshacía del sistema comunista iban a abrazar los valores europeos y querrían vivir de la misma manera que en Europa occidental?

La verdad, no sé. Lo que sí sé es que si una persona ha vivido mucho tiempo en un campo de prisioneros, es muy ingenuo creer que cuando deje ese lugar se volverá diferente, o libre. No sé por qué fuimos tan ingenuos en los 90.
Había un escritor ruso muy famoso, Varlam Shalamov, que pasó 17 años en un campo de prisioneros, y una vez dijo que la prisión corrompe tanto a la víctima como al victimario. Es una relación simbiótica.
Pensé en eso durante la última elección de Putin, porque durante ella nombró un círculo de "representantes autorizados". Y me sorprendió mucho ver entre ellos a grandes artistas, escritores o violinistas.
A algunos les pregunté personalmente por qué lo hacían si no lo necesitaban, si no estaban bajo ningún tipo de amenaza.
Y decían lo mismo: "Hemos sido humillados durante tanto tiempo. ¿Por qué Estados Unidos tiene que tomar las decisiones en todos los temas importantes?". O también: "Putin es un líder fuerte, yo estoy viejo y mi hijo tiene un restaurante y está pasando dificultades...".
Pero creo que es difícil comparar nuestras sociedades (la actual con la del período soviético) creo que es mejor comparar nuestra sociedad con la alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
Vemos que la historia se repite en la sociedad rusa. No estoy demonizando a Putin como persona, estoy demonizando al Putin colectivo

sábado, 27 de agosto de 2016

LOS ACTORES DEL “REVIVAL” RELIGIOSO CONTRA LA LAICIDAD - Fundamentalistas, derechistas xenófobos e izquierdistas “progresistas post-laicos”







Resultado de imagen de mujeres burka fotos



Documentos CTXT / Marieme Hélie-Lucas

"La izquierda postlaica tiene miedo de que la tachen de islamófoba"


De velos “islámicos” y extremas derechas. El significado profundo del laicismo republicano y el cobarde eurocentrismo de las neoizquierdas culturalmente relativistas

Maryam Namazie (Sinpermiso)


Malagón
24 de Agosto de 2016

Maryam Namazie entrevistó va para dos años a la feminista socialista y reconocida luchadora laicista argelina Marieme-Hélie Lucas, de quien publicamos [en www.sinpermiso.info] la semana pasada una enjundiosa denuncia del silencio negacionista de ciertas izquierdas postlaicas europeas ante los ataques machistas fundamentalistas registrados simultáneamente en la Nochevieja de 2015 en al menos 10 ciudades europeas --señaladamente en Colonia-- de 5 países distintos.
Aprovechando el amplio eco que tuvo ese texto, reproducimos ahora una larga entrevista en profundidad concedida por Marieme-Hélie (en otoño de 2013) a la periodista Maryam Namazie sobre el significado profundo del laicismo republicano, sobre la estupefaciente degeneración de ciertas izquierdas postlaicas europeas y sobre la incapacidad de las mismas para enfrentarse políticamente a la extrema derecha fundamentalista musulmana en auge, y así, también, trágicamente, a la extrema derecha xenófoba tradicional. 

Tal vez valga la pena recordar el contexto en que se realizó la entrevista con Marieme-Hélie: no mucho después de que el pos-trotskismo francés presentara electoralmente a una candidata vistosamente ataviada con "velo islámico", o cuando sus homólogos catalanes, rizando aún más si cabe el rizo, se declaraban ardientes seguidores postlaicos de una mediática monja posmoderna y antivacunas. 
Maryam Namazie: Las limitaciones al uso del velo en las escuelas y la prohibición general del burka y del nikab se ven a menudo como medidas autoritarias. ¿Qué piensa usted al respecto?
Marieme-Hélie Lucas: Resulta útil, por lo pronto, no mezclar las dos cosas: la de las niñas con velo en las escuelas y la de la prohibición de cubrirse el rostro. Las contestaré como dos cuestiones separadas.
Cuando hablamos de velos en las escuelas, estamos hablando automáticamente de velos impuestos a niñas, no de velos de mujeres. La cuestión, entonces, es: ¿quién decide sobre esos velos, las mismas niñas o los adultos a cargo de ellas? ¿Y qué adultos? Yo sólo conozco un libro que trate este tema. Es un panfleto titulado ¡Abajo los velos! (escrito por Chahdortt Djavann y publicado por Gallimard, París, 2003). La autora es una mujer iraní exilada en París en la época en que la Comisión Stasi francesa estaba reuniendo testimonios de mujeres (y de varones) afectadas antes de adoptar la nueva ley sobre símbolos religiosos en las escuelas públicas laicas. La autora sostiene que el daño psicológico infligido a las niñas que van con velo es inmenso, al hacerlas responsables desde muy temprana edad de la excitación masculina. Este asunto requiere consideración especial, habida cuenta de la nueva tendencia a poner velo a niñas de hasta 5 años, según se ve en las numerosas campañas en curso en toda Norteamérica. La autora explica que el cuerpo de la niña pasa a convertirse de esta guisa en objeto de fitnah (seducción o fuente de desorden), lo que significa que no pueden mirarlo o pensar en él de manera positiva. Esa práctica construye así niñas que temen, desconfían y sienten disgusto y aun angustia en relación con sus propios cuerpos. A edad tan temprana, las niñas no tienen forma de resistir por sí mismas a ese troquelamiento; quedan totalmente a merced de hombres anti-mujeres. Las mujeres  que han crecido con este daño psicológico necesitarán probablemente mucha ayuda hasta ser capaces de reconsiderarse a sí mismas y a sus cuerpos de manera más positiva, de reconstruir la imagen de sí propias, de conquistar su autonomía corporal, de abandonar los sentimientos de culpa y de miedo y devolver a los varones la responsabilidad de los actos sexuales por ellos cometidos. Yo creo que sería muy útil que las mujeres que investigan estas cosas se interesaran por el daño psicológico infligido a las niñas a las que se obliga a ir con velo desde edad muy temprana.
Bien; ahora está la cuestión de quién es el “adulto” a cargo de la protección de los derechos de las niñas. El Estado juega ya este papel en numerosas ocasiones: cuando, por ejemplo, impide que las familias procedan a la ablación de clítoris de las niñas, o cuando prohíbe los matrimonios forzados. ¿Por qué no debería asumir también su responsabilidad y prevenir ese daño psicológico profundo causado por llevar velo antes de llegar a la edad adulta? ¿Por qué debería verse como una intromisión autoritaria del Estado la prohibición del uso del velo en la infancia, y no la prohibición de la ablación de clítoris?
Es interesante recordar que grupos de izquierdistas y (¡ay!) feministas llegaron a defender en Europa y Norteamérica “el derecho a la ablación de clítoris” en los 70 como un “derecho cultural”, denunciando los intentos del “imperialismo occidental” de erradicar esa práctica en Europa. Jamás se molestaron en hacer la menor mención a las luchas de las mujeres directamente comprometidas con su erradicación en aquellas (muy limitadas) partes de África en que la practicaban, a la par, animistas, cristianos y musulmanes.
Ahora vemos el mismo patrón aplicado al “derecho al velo”, a pesar de que muchos intérpretes progresistas de El Corán han dejado dicho por activa y por pasiva que ni siquiera se trata de un mandamiento islámico.
Lo que a mí me deja estupefacta es el desbalance en el tratamiento del “autoritarismo” por parte de grupos izquierdistas y de la comunidad de derechos humanos en Europa y Norteamérica. Millones de mujeres en enclaves predominantemente musulmanes han sido asesinadas por defender su derecho a NO llevar velo. Precisamente estos días una valiente mujer sudanesa ha comparecido ante un tribunal de justicia con esta declaración: “Soy sudanesa. Soy musulmana. Y no estoy dispuesta a cubrirme la cabeza”. Arriesga prisión y latigazos. Hasta ahora, no se asesina a las mujeres en Europa ni en Norteamérica por llevar velo, aunque es verdad que de vez en cuando son atacadas verbalmente por individuos racistas de extrema derecha, los cuales, a su vez --merece destacarse el hecho--, son normalmente puestos a disposición de la justicia y condenados, como debe ser.
A mí me gustaría que la vociferante defensa de la “elección” de las mujeres con velo y del “derecho al velo” por parte de “gentes progresistas” anduviera a la par con su defensa de las mujeres masacradas por no llevar velo. Pero lo que, en cambio, vemos esconderse tras la defensa unilateral de los derechos humanos de las mujeres con velo por parte de la izquierda postlaica y de la comunidad de derechos humanos  en Europa y en Norteamérica es, de hecho, una posición claramente política. 

Los pretendidos “progresistas” han optado por defender a los fundamentalistas como víctimas del imperialismo estadounidense antes que a las víctimas de esos fundamentalistas, es decir, entre otras, a los millones de mujeres sin velo que han resistido a las imposiciones de sus victimarios, así como a los millones de laicos, agnósticos, ateos, etc., a quienes se ha abandonado a su suerte como a “occidentalizados”, o aun como “aliados del imperialismo”! La historia juzgará esa miope opción política de modo no menos inmisericorde a como ha juzgado la cobardía de los países europeos en el arranque del nazismo en Alemania. 

En lo que hace a su pregunta, yo sólo puedo hablar desde mi perspectiva de mujer argelina que vivió en Francia en la época del debate sobre las dos leyes francesas a las que se ha reprochado en todo el mundo un supuesto sesgo anti-islámico: la ley sobre velos en las escuelas y la ley que prohibía cubrirse el rostro. Se trata, como he dicho antes, de dos asuntos distintos, y en Francia se trataron distinta y separadamente.


La prohibición de los símbolos religiosos en las escuelas públicas laicas se hace en nombre del laicismo, mientras que la prohibición de cubrirse el rostro se hace en nombre de la seguridad. Se ha añadido el burka a otras formas de ocultación del rostro, como las máscaras (fuera de carnavales) o los cascos integrales de motos (cuando no se conduce), puesto que todos esos adminículos suelen usarse para proteger la identidad de alborotadores o “terroristas”. 

(Como argelina lo suficientemente vieja para haber vivido la Batalla de Argel durante la lucha de liberación contra el colonialismo francés, sé de cierto que los velos se usaban --tanto hombres como mujeres-- para llevar armas y bombas de un sitio para otro; de modo que no me sorprende que los velos que cubren completamente el rostro se añadan a la lista de indumentarias prohibidas.)


En lo tocante a los velos en las escuelas, la situación en Francia es completamente distinta a la de Gran Bretaña. Francia es un país laico desde que la Revolución Francesa sustrajo el nuevo Estado laico a la influencia política de la Iglesia. Las leyes laicas que instituyeron esa separación datan de 1905 y 1906, mucho antes de la oleada migratoria procedente de países mayoritariamente musulmanes. El artículo 1 de la Ley de 1906 garantiza la libertad de fe y de culto. El artículo 2 de la misma ley declara que, más allá de esa garantía de derechos individuales fundamentales, el Estado laico no tendrá nada que ver con la religión ni con sus representantes. El Estado laico no reconocerá a las iglesias, ni las financiará. En palabras de un analista contemporáneo del laicismo, Henri Peña Ruiz, el Estado se declara a sí mismo “incompetente en materia religiosa”. Las creencias se convierten en un asunto privado, y las religiones establecidas (en la época, sobre todo, la Iglesia Católica) pierden todo poder sobre el Estado. El Estado laico simplemente las ignorará como entidades políticas. Los ciudadanos son los únicos socios reconocidos por el Estado a través de los procesos de las elecciones democráticas.


Una consecuencia de esta definición del laicismo como separación de Estado y religión es que, desde 1906, la exhibición de “cualquier símbolo” de afiliación religiosa o política queda prohibida exclusivamente en dos situaciones específicas: para profesores y alumnos de las escuelas públicas primarias y secundarias del Estado laico (es decir, para niños y adolescentes, lo que no incluye a las universidades, en donde los estudiantes son adultos y pueden llevar un velo), así como para funcionarios en contacto con el público.


La justificación de eso es que los niños van a las escuelas de la República Laica (en la que la educación es totalmente gratuita) para ser educados como ciudadanos franceses libres e iguales, y no como representantes de alguna comunidad específica. La educación como ciudadanos iguales es un poderoso instrumento contra el comunitarismo y las específicas particularidades divisorias que conducen a derechos legales desiguales en un país dado, como ocurre en Gran Bretaña, por ejemplo, con los llamados “tribunales de sharía”, verdaderos sistemas legales paralelos en asuntos de familia.


Análogamente, los funcionarios que están en contacto con el público tienen que desarrollar sus obligaciones en tanto que representantes de todos los ciudadanos, cualquiera que sea su ascendencia étnica o religiosa, razón por la cual se les exige no exhibir símbolo alguno de afiliación en el horario en que ejercen como representantes de la República Laica.


Algo totalmente distinto de lo que ocurre, pongamos por caso, en las comisarías de policía británicas, en donde uno puede exigir ser atendido por un policía de su propio culto o de su propio grupo étnico, como si no pudiera formarse a funcionarios libres de sesgos y éstos se debieran ineluctable y necesariamente a su “comunidad”, antes que a sus conciudadanos.


Así pues, en resolución, es en nombre del laicismo que el velo fue puesto fuera de la ley en las escuelas públicas laicas y entre funcionarios públicos en Francia desde hace más de un siglo, al igual que las cruces y las kipás. Resulta interesante observar el énfasis que los medios de comunicación ponen en el velo, y no en las cruces o en las kipás. ¿Por qué? ¿Y quién se halla detrás de esa jerarquía? Lo que enmarañó este asunto fue que el derechista presidente Sarkozy hizo aprobar la nueva ley en 2004 buscando congraciar con su candidatura a la extrema derecha xenófoba. No había la menor necesidad de esta nueva ley; bastaba con aplicar la de 1906.


Las fuerzas de derecha y de extrema derecha en Francia jamás han dejado de atacar en el último siglo las leyes laicas de 1905-1906. Ahora han encontrado socios activos y poderosos en la extrema derecha fundamentalista musulmana, que también desea desmantelar el laicismo y regresar a la época en que las religiones tenían poder político y representación oficial. La cosa es clara: aunque luego llegarán a competir entre sí las distintas religiones, resultan ahora aliadas útiles en el propósito de erradicar el laicismo en Francia. ¡Basta observar cómo apoyan la Iglesia Católica y las autoridades religiosas judías prácticamente todas las exigencias de los fundamentalistas musulmanes!


El asunto del velo en las escuelas primarias y secundarias francesas no es sino una de las muchas exigencias que sin desmayo plantean para desafiar en lo fundamental las leyes de la República Laica. ¿No es irónico que leyes aprobadas hace un siglo, en un tiempo en el que prácticamente no se registraba inmigración procedente de los países mayoritariamente musulmanes, pasen ahora en el mundo entero por leyes hostiles al Islam? Un buen indicio de la pericia de los fundamentalistas musulmanes como comunicadores mediáticos.


Volviendo al asunto del velo y el burka en el Reino Unido, déjeme decirle que Gran Bretaña NO es un Estado laico. La Reina es la cabeza de la Iglesia Anglicana, así que la prohibición del burka o del nikab o, incluso, del pañuelo en la cabeza no puede buscarse en leyes laicas centenarias, ni considerarse indicio de su compromiso con una educación no confesional igualitaria y de calidad para todos los niños, como en el caso de Francia. (...)


Maryam Namazie: ¿Qué pasa con el derecho de una mujer a elegir su forma de vestir? Algunos dirían que obligar a las mujeres a quitarse el velo viene a ser lo mismo que obligarlas a llevarlo.


Marieme-Hélie Lucas: El debate está formulado en términos “occidentales”. Hasta donde yo sé, no se obliga a las mujeres en el contexto musulmán a NO llevar velo, y estamos hablando de la inmensa mayoría de las musulmanas en el mundo. En cambio, en la inmensa mayoría de los casos se ven obligadas a cubrirse de un modo u otro, a menudo por ley: y todavía no se ha oído una protesta a escala mundial contra esa situación.


En vivo contraste con eso, oímos cada día un montón de voces sobre esas pobres mujeres “obligadas a quitarse el velo” en contextos no-musulmanes --señaladamente en Europa y en Norteamérica--, pero yo todavía no he visto ningún sitio en donde eso ocurra. Que yo sepa, en ningún sitio. Ya me refería antes a  limitaciones impuestas al uso del velo en Francia, bajo particulares condiciones.


Por lo demás, hasta donde yo sé, cuando mujeres con velo son atacadas verbal o físicamente, hay tribunales para defenderlas contra cualquier forma de agresión.


En lo que hace a hechos reales, el debate se reduce al derecho al velo en Europa y en Norteamérica, sin ninguna consideración por la resistencia al velo por doquier en el mundo entero, ni por las duras circunstancias que rodean a esa resistencia. Esa reducción me resulta manifiestamente inaceptable.


Por un lado, hay millones de mujeres en todo el mundo obligadas a llevar velo que arriesgan su libertad y su vida cuando transgreden la orden. Quedan abandonadas a su suerte en nombre de pretendidos derechos “religiosos” y “culturales”, sin que que medie el menor análisis de las fuerzas políticas de extrema derecha que manipulan y secuestran cultura y religión en beneficio político propio bajo el pretexto “políticamente correcto” de que el imperialismo estadounidense abusó de la defensa de los derechos humanos de las mujeres para camuflar sus razones económicas e invadir Afganistán y de que los “blancos” son racistas.


Por otro lado, hay mujeres de la diáspora en Europa y en Norteamérica, cuyo “derecho al velo” es defendido por una coalición políticamente correcta de la izquierda y las organizaciones de derechos humanos, una coalición que muestra escaso interés por el sinnúmero de casos de muchachas que tratan de escapar a la obligación de llevar velo. ¿No hay una perturbadora asimetría en esa elección política manifiestamente discriminatoria de los derechos que merecen defensa y los que no? ¿No podrían estos campeones de nuestros derechos aclararnos públicamente las razones que justifican su jerarquía de derechos?


La cosa está clara: la cuestión aquí se reduce exclusivamente a defender el “derecho a elegir” de las mujeres que desean llevar velo en Europa y en Norteamérica, no el derecho a elegir de las mujeres que viven en África y en Asia. Y esta es una forma muy limitada y parcial de enfrentarse al problema, por decirlo suavemente. Porque implica hacer desaparecer a la inmensa mayoría de las mujeres afectadas.


Sobre “elección” en general mucho han escrito ya feministas interesadas en el problema del grado de libertad que puede esperarse en situaciones en las que las mujeres carecen de toda voz, legal, cultural, religiosa o de otros tipos. Hace poco, un potente artículo académico escrito por  Anissa Helie y Mary Ashe, Multiculturalist Liberalism and Harms to Women: Looking Through the Issue of the Veil, concluía que :

“Quienes defienden el velo a menudo insisten en un `derecho individual de la mujer a elegir´ (el velo)... Potenciadas por los teóricos del Islam radical (que usurpan el mantra de los partidarios del derecho de las mujeres al aborto), esas consignas pueden confundir a una izquierda occidental que, temerosa de ser considerada racista, cae en la trampa del relativismo cultural.”


El número de mujeres asesinadas por los propios familiares y por grupos fundamentalistas armados, o encarceladas, o flageladas públicamente por los Estados fundamentalistas en nuestros distintos países en todos los continentes por la simple razón de no querer allanarse a la imposición del velo, debería, al final, contar más a los ojos de los defensores de los derechos humanos que las “quejas de las mujeres con velo” que de vez en cuando tienen que aguantar comentarios racistas en “Occidente”.


¿Cómo puede alguien atreverse siquiera a comparar, por ejemplo, las 200.000 víctimas de la “década oscura” (los años 90 del siglo pasado) en Argelia, la inmensa mayoría de las cuales fueron mujeres asesinadas por grupos armados fundamentalistas, con un puñado de mujeres con velo verbalmente molestadas en París o en Londres? Sí, ¿¡cómo se puede!?


Esa desigualdad de trato aceptada sólo muestra que para las organizaciones de derechos humanos y para las izquierdas europeas y norteamericanas, Occidente sigue siendo el centro del mundo y lo que allí ocurra, por menor y marginal que sea, tiene primacía sobre cualquier acúmulo de crímenes cometidos en otra parte.


Me gustaría señalar un interesante punto ciego detectable en el análisis corriente entre las izquierdas y las organizaciones de derechos humanos, un punto ciego que permite o facilita esa operación de reducción del asunto a un problema de “elección individual”. Fíjese bien: el número de mujeres con velo en las calles de las capitales europeas ha crecido sólo en las últimas dos décadas de una manera constante y apreciable. Ese crecimiento no es proporcional a un significativo incremento de las poblaciones migrantes. Esas mujeres no visten ropas o trajes nacionales (incluyan o no cubrirse la cabeza), sino el velo saudita, que jamás había existido en ningún otro país. Hay un número creciente de mujeres que adoptan la forma más radical: no sólo cubrirse el pelo, sino todo el rostro.


En vista de lo cual, ¿cómo puede verse este tipo de velo como un asunto cultural cuando, de hecho, lo que hace es erradicar todas las formas tradicionales de cubrirse la cabeza y todas las ropas y vestidos nacionales y regionales? ¿Cómo puede verse esa forma de velo como un asunto religioso, cuando todos los teólogos y académicos progresistas del Islam en todos los continentes han demostrado que el velo de las mujeres no es una prescripción religiosa, sino una práctica cultural circunscrita al Oriente Próximo y valedera también para los varones por su buena adaptación al clima y, por lo mismo, común a todos los grupos religiosos, como prueba abundantemente la iconografía cristiana que representa a la Virgen María y a todas las mujeres de la historia sagrada que compartieron la vida de Cristo, así como a todas las mujeres judías de su época, con velo?


¿Por qué no se levantan en defensa de todas las culturas ahora amenazadas por la difusión a escala mundial de esta nueva cepa de código indumentario? ¿Es que no pueden ver el vínculo entre la propagación del velo saudita y la financiación saudita del grueso de las mezquitas y organizaciones religiosas que han venido proliferando en las principales ciudades de Europa? ¿Cómo es posible que no vean en esa forma de velo una bandera del fundamentalismo político? ¿Cómo no asocian su propagación a otras actividades políticas del imperialismo de Arabia Saudita (y de Qatar)? ¿Cómo es posible tamaña incapacidad para proceder a un análisis político de esta súbita explosión del número de mujeres con velo en la diáspora? ¿Cómo pueden reducir eso a una “opción individual elegida” por mujeres individuales, a la vista de un fenómeno tan repentino e inopinado como masivo?


Si, pongamos por caso, se diera una súbita propagación de hábitos y tocas de monja simultáneamente en Italia, Francia, España, Filipinas y América Latina, y si las mujeres católicas en números apreciables afirmaran agresivamente su derecho a vestirse como “verdaderas católicas” (una invención moderna que sería cuestionada por respetados teólogos cristianos, lo mismo que el velo es cuestionado por muchos teólogos musulmanes progresistas y académicos del Islam, a los que, dicho sea de paso, jamás citan ni la izquierda postlaica ni los defensores occidentales de los derechos humanos para defender a las mujeres sin velo frente a los movimientos políticos de extrema derecha que andan por detrás de este revival supuestamente religioso); si eso sucediera, digo, ¿no señalaría al punto la izquierda a los movimientos políticos de extrema derecha agazapados detrás de ese revival supuestamente religioso? ¿No lo analizaría esa izquierda en términos políticos, no religiosos, y no lo denunciaría?


Si hubiera rumores o ejemplos de mujeres católicas “impropiamente” vestidas forzadas a llevar tocas de monja, o azotadas o recluidas a la fuerza o asesinadas, ¿no empezarían las organizaciones de derechos humanos a preocuparse por ese asunto? ¿No defenderían a las víctimas? ¿No denunciarían todo eso como violaciones flagrantes de los derechos humanos? ¿O seguirían acaso todas estas fuerzas supuestamente progresistas haciendo la vista gorda a esas violaciones de los derechos humanos y prestando oídos sordos a los gritos de socorro de las víctimas? ¿Se centrarían en el “derecho al velo” de las mujeres católicas?


Para mí está meridianamente claro que, al respaldar las exigencias de los fundamentalistas sobre las mujeres, sin molestarse siquiera en contrastar sus mentiras más manifiestas, la izquierda postlaica y las organizaciones occidentales de derechos humanos no hacen sino revelar el pánico que sienten a ser tachados de “islamófobos”.


Maryam Namazie: Aunque nosotros podríamos considerar el laicismo como una condición previa a los derechos de las mujeres, los islamistas consideran la ley de la sharía como una condición previa a los derechos de las mujeres, tal como ellos los entienden. ¿Y quién puede decir quién tiene razón? Ellos dicen que el laicismo es un concepto occidental y una forma de colonialismo cultural...


Marieme-Hélie Lucas: Yo me niego a servirme del término “ley de la sharía”. Presupone que hay escrito en algún lugar un cuerpo legislativo usado por todos los musulmanes. Basta una simple ojeada a las leyes de los países de mayoría musulmana para percatarse de que no hay tal cosa. La enorme variedad de leyes en contextos predominantemente musulmanes muestra que las leyes tienen diferentes fuentes: desde ofrecer legitimidad a prácticas culturales locales (como la de la ablación del clítoris, que pasa por islámica en algunas regiones de África) hasta distintas interpretaciones  religiosas (por ejemplo, Argelia legalizó la poligamia, mientras que Túnez la prohibió sirviéndose exactamente del mismo verso del Corán, pero con otra lectura), pasando por leyes de los antiguos colonizadores (como la prohibición de la contracepción y el aborto en Argelia, que se sirvió de la ley natalista francesa de 1920). Sería un fenomenal error pensar que todas las leyes de los países mayoritariamente musulmanes traen necesariamente su origen en la religión.


Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad en la propagación de los puntos de vista fundamentalistas al servirse de términos exóticos. Sharía es un término acuñado por los fundamentalistas a fin de hacer creer que existe un cuerpo así de leyes, mientras que hasta los musulmanes conservadores --atentos a toda posible divergencia-- hablaban hasta hace poco sólo de “jurisprudencia”. Servirse del término sirve precisamente para dar a entender a cada vez más gente que ese cuerpo existe realmente. Y eso ocurrió exactamente en el mismo momento en que los medios de comunicación comenzaron a usar también otros términos acuñados por los fundamentalistas, como la yihad (que originariamente significa la lucha espiritual con uno mismo para acercarse a Dios, y no una “guerra” librada con armas, como interpretan los fundamentalistas), o como el “velo islámico” (cuando lo que hacen es propagar el velo saudita), o como la “islamofobia”. ¡No uses el lenguaje del enemigo! Concedes crédito a sus mentiras...


Como ya he dicho antes, hay una miríada de lugares en el mundo en donde el velo es obligatorio, mientras que en ningún lugar que yo conozca se fuerza a nadie a quitarse el velo; ni siquiera en las escuelas francesas de primaria y secundaria, porque las familias ultraortodoxas tienen siempre la opción de inscribir a sus hijas en escuelas de su elección. La única obligación de las familias es enviar a sus hijas a la escuela, pero la elección de la escuela no entra en el mandato del Estado laico. Y en parte alguna se ven las mujeres forzadas a no llevar velo en el espacio público francés; sólo se les exige no cubrirse totalmente el rostro.


Así pues, el laicismo ni pone ni quita velos a las mujeres. Pero resulta indudable que la interpretación fundamentalista de unas órdenes pretendidamente emanadas de Dios busca forzar a las mujeres a llevar velo. El laicismo no es una opinión, ni una creencia; es única y exclusivamente una definición y una regulación del Estado frente a la religión. O el Estado interfiere en la religión, o no interfiere. El laicismo, cuando menos en su definición original, instituye formalmente la no interferencia del Estado en la religión. Y no deberíamos aceptar otra definición del laicismo.


En lo que hace a la acusación del laicismo como “concepto occidental”, ¿acaso no hemos oído cosas semejantes sobre el feminismo durante décadas? Pero si echamos un vistazo a la historia, particularmente a la historia de las mujeres en contextos musulmanes, nos encontramos con muchas mujeres que, durante siglos, lucharon por lo que ahora se consideran ideas feministas, por los derechos de las mujeres. Mujeres que se dedicaron a la literatura, a la poesía, a la educación de las mujeres, a la política, a los derechos legalmente exigibles de las mujeres: como ocurre ahora mismo. Y nos encontramos también con mujeres y hombres ilustrados, tanto creyentes como ateos, que las apoyaron. Exactamente como ocurre ahora también. Quienes estén interesados en explorar esas historias del pasado, deberían leer  el libro de Fareeda Shaheed Grandes ancestros (publicado por la organización Women Living Under Muslim Laws).


Análogamente, encontramos a muchos combatientes por el laicismo en contextos musulmanes en los pasados siglos. Lo mismo que hoy. Ateos, agnósticos y creyentes que pensaban y siguen pensando que las religiones se benefician de la no interferencia del poder en las creencias personales o en la espiritualidad de las gentes; y que la política se beneficia asimismo de la no interferencia de la religión. Actualmente, el Gran Mufti de Marsella, Soheib Bencheikh, es un resuelto partidario del laicismo en Francia, como muchos Imams progresistas que aparecen cada domingo en programas televisivos en el Channel 2 [público] francés para mostrar su apoyo al laicismo de la República francesa, que garantiza libertad de fe y de culto.


De modo, pues, que la cuestión real para mí es más bien ésta: ¿por qué no oímos hablar más  de estos partidarios musulmanes del laicismo y por qué los medios de comunicación no conceden menos espacio público a la expresión del odio fundamentalista al laicismo? Es una nueva distorsión del fundamentalismo el presentar los hechos a la luz de una ley laica pretendidamente hostil a la ley divina...


Encuestas recientes muestran que cerca del 25% de la población francesa se declara atea, y ese porcentaje es el mismo entre supuestos cristianos y supuestos musulmanes. Pero el porcentaje de quienes se declaran partidarios del laicismo crece hasta un 75%, y también es idéntico entre presuntos musulmanes y presuntos cristianos.


Hay movimientos laicistas muy robustos en todos los países llamados musulmanes, en Pakistán no menos que en Argelia o Mali. Los ciudadanos se comprometen públicamente con el laicismo arriesgando sus vidas en lugares en los que los fundamentalistas se encuadran en grupos armados que atacan a sus oponentes. ¿Por qué las fotografías de sus actos públicos y de sus manifestaciones laicistas no se ven nunca fuera de sus medios de comunicación nacionales?


Maryam Namazie: Algunos dirán que esto suscita la cuestión de hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que el Estado intervenga en asuntos privados como, por ejemplo, el modo de vestirnos. ¿Qué diría usted a eso?


Marieme-Hélie Lucas: Si coincidimos en que este súbito auge a escala mundial de determinado tipo de velos que se hacen pasar por EL velo “islámico” no es de naturaleza cultural ni religiosa, sino una bandera política de que se sirven los fundamentalistas para aumentar su visibilidad política a expensas de las mujeres; si coincidimos en eso, entonces tenemos que admitir que llevar ese tipo de velo –ahora— en Europa y en Norteamérica tiene un objetivo político. Sépanlo o no, las mujeres que lo llevan son portadoras del estandarte de un partido político de extrema derecha.


Así pues, difícilmente podría yo aceptar la fórmula de “una mujer que elige cómo vestirse”. Ese velo no puede, definitivamente no puede, equipararse con la opción de llevar tacones o zapato plano, minifalda o falda larga. No es una moda; es un marcador político. Si uno decide que va a ponerse un broche con una esvástica, no puede ignorar su significado político; no puede pretender que se desentiende del hecho de que fue la “bandera” de la Alemania nazi. No puede alegar que sólo le gusta su forma. Es una afirmación política.


Las mujeres de ascendencia migratoria procedente de Asia y de África que se cubren el rostro o llevan un burka hoy, ya sea en Europa, en Norteamérica o en sus propios países de origen, llevan un tipo de velo que jamás habían visto antes, salvo si crecieron en una específica y limitadísima parte del Oriente Próximo. No pueden pretender que vuelven a sus raíces y visten la misma indumentaria que sus antepasadas de siglos atrás; ni pueden pretender que la llevan por razones religiosas. Las musulmanes fueron musulmanas durante siglos sin necesidad de semejante indumentaria: en el Sur de Asia vestían saris, en África occidental boubous... Hoy, las mujeres pertrechadas con burkas llevan una indumentaria que ni se había visto ni se había jamás hablado de ella hasta hace unas pocas décadas, cuando grupos políticos fundamentalistas inventaron el burka como su bandera política. 


De manera que si el Estado se propusiera regular el burka o el nikab, no estaría regulando “el modo en que vestimos, ni estaría interfiriendo en un gusto personal o en una moda, sino en la exhibición pública de un signo político de un movimiento de extrema derecha".


Hacer eso podría perfectamente caber en el papel del Estado laico. Puede debatirse al respecto. Pero lo que no es debatirle es que las mujeres que llevan burka hoy están bajo las garras de un movimiento transnacional de extrema derecha. Y resulta irrelevante que las mujeres con burka sean conscientes del significado político actual de su velo o, al contrario, estén alienadas por el discurso político-religioso fundamentalista.


Maryam Namazie: En la práctica, ¿cómo podría procederse a restricciones (atendiendo también al caso francés) sin inflamar más el racismo y el fanatismo contra musulmanes e inmigrantes y cuál es la conexión entre ambos? Le pregunto esto, porque algunos dirán que criticar el velo y el nikab es racista.


Marieme-Hélie Lucas: En tal caso, ¿la resistencia al nikab/burka/pañuelo y cualquier forma de velo en nuestros países habría que calificarla también como “racismo”? Las mujeres que eligieron morir antes que llevar velo en la Argelia de los 90 actuaron racistamente contra su propio pueblo? ¿Hay que considerarlas hostiles a su propia fe, a pesar de ser muchas de ellas creyentes en el Islam?


¿No podemos dejar de pensar que “Occidente” es el centro del mundo? ¿Qué pasa con las mujeres sudanesas que ahora mismo en Jhartum se arriesgan a ser azotadas y encarceladas por rechazar el velo? ¿Qué pasa con el sinnúmero de mujeres iraníes que llevan décadas encarceladas por no vestir “islámicamente”?


El racismo, la xenofobia, la marginalización y los ataques a los inmigrantes (o a gentes de ascendencia migratoria) siempre han estado aquí. A comienzos del siglo XX hubo en el sur de Francia pogroms contra inmigrantes italianos (dicho sea de paso: católicos y blancos) que “venían a robar el pan de los trabajadores franceses”. ¿Suena familiar, no? Hubo muchos muertos y heridos. ¿Por qué no se habla aquí de “católicofobia” o de “cristianofobia”, si a  demostraciones de xenofobia harto menos dramáticas se las llama ahora “islamofobia” cuando apuntan a objetivos presuntamente “musulmanes”? 

Ahora bien; si nos fijamos en ciudadanos franceses de nuestros días cuyos apellidos son de origen italiano, lo que se ve es que están plenamente integrados y nadie discute su pertenencia a la nación francesa. Lo mismo ocurre con españoles, portugueses, griegos o polacos y rusos que vinieron a instalarse a Francia en el pasado reciente, llegaron a ser ciudadanos franceses y se han “mezclado” ahora con la población general (el expresidente  francés Sarkozy constituye un excelente ejemplo reciente de integración exitosa).


Francia cuenta hoy con un 25% de ciudadanos de origen extranjero. Hay un número creciente de gente bien conocida con apellidos árabes (y por lo mismo, erróneamente considerados  musulmanes). Se trata de profesores, abogados, expertos en computación, empresarios... Esto es un indicador de su incorporación a la nación, lo mismo que italianos, españoles, etc. hace menos de un siglo.


Una hermosa pieza titulada Barbes-Cafe se representó el año pasado en distintas ciudades francesas. Era toda ella obra de gentes de ascendencia argelina, muchos de los cuales habían huido de amenazas de muerte fundamentalistas y de ataques directos en los 90. Esa pieza es un himno a la emigración: sirviéndose de canciones en árabe de todo el siglo XX, de comienzo a fin, traza la historia de la emigración desde el Norte de África, de las cuitas y las nostalgias de los emigrantes, así como de sus condiciones de trabajo. 

Pero también celebra las leyes que permitieron a las familias reunirse con los trabajadores, la educación libre y laica recibida por sus hijos, la solidaridad entre trabajadores nativos e inmigrantes en los sindicatos y partidos de izquierda, etc. Termina con imágenes de aquellos inmigrantes de ascendencia norteafricana que “lo lograron” y abrieron la puerta para las generaciones venideras. Es un manifiesto de esperanza que, sin embargo, no trata de esconder la dureza de las condiciones a que tuvieron que  enfrentarse muchos trabajadores para que sus hijos y nietos llegaran a ser parte de Francia. 


El 27 de octubre fue el aniversario de la Marcha por la Igualdad y Contra el Racismo que cuatro chicas y chicos, ciudadanos franceses de origen norteafricano, iniciaron en 1983. Salieron de Marsella y caminaron durante dos meses por Francia, visitando ciudades y aldeas, hablando con sus conciudadanos rurales y urbanos, denunciando los crímenes y las discriminaciones racistas y abogando por la igualdad de todos los ciudadanos. También denunciaron el rótulo de “musulmán” que se les imponía por razones de origen geográfico. Por el camino, otros ciudadanos de todos los orígenes se les fueron uniendo y comenzaron a marchar con ellos gentes que se habían reunido inicialmente para darles la bienvenida y apoyar sus objetivos.


No está escrito en ningún lugar que las gentes oprimidas o víctimas de la discriminación tengan que terminar en movimientos de extrema derecha. En esas circunstancias, las gentes pueden elegir entre hacerse revolucionarios o convertirse en fascistas. La respuesta fundamentalista al racismo es una respuesta fascista. No deberíamos bajo ningún pretexto regalarles legitimidad ninguna. Lo que debemos hacer es apoyar a los movimientos populares en favor de la igualdad y la plena ciudadanía. 


Los  fundamentalistas están arteramente interesados en asegurarse los beneficios de los incidentes racistas; lo mismo que los movimientos de extrema derecha tradicional (xenófoba), necesitan radicalizar a su tropa y reclutar a más gente para su causa. Ambas fuerzas aparentemente antagónicas de extrema derecha comparten el mismo objetivo: les gustan los baños de sangre. De aquí que estén preparadas para provocar incidentes racistas. En los últimos años, los habitantes fundamentalistas de un vecindario parisino empezaron a rezar por las calles y a bloquear el tránsito durante horas los viernes. El pretexto era que su mezquita local no era suficientemente grande. Pero desde luego lo era la Gran Mezquita de París que, a unas pocas estaciones de metro de donde se hallaban, estaba y sigue estando permanentemente casi vacía.


La policía vigilaba sin intervenir, y la cosa duró más de siete años. La única respuesta vino, ni que decir tiene, de un grupo de extrema derecha que invitó públicamente a compartir un aperitivo de “vino y cerdo” en esas mismas calles los domingos.


La acobardada izquierda debería haber tomado este asunto en las propias manos exigiendo el desalojo del espacio público tanto los viernes como los domingos, si no había autorización policial para ocuparlo como es legalmente preceptivo. La acobardada izquierda está preparada para ignorar las provocaciones de los musulmanes fundamentalistas, porque no desea verse tildada de “islamofóbica”. Uno siente que, en cierto modo, esa izquierda no es capaz de distinguir entre los creyentes en el Islam y el movimiento de extrema derecha supuestamente religioso que finge representar a todos los musulmanes. 


Fue esperando evitar una confrontación con Franco que los gobiernos europeos, incluyendo el gobierno socialista francés, se negaron a ayudar y a proteger al gobierno legítimo de la República española. Fue con la esperanza de evitar una confrontación con el muy cortés señor Hitler que los gobiernos europeos fueron a Múnich y permitieron la invasión de Polonia por las tropas nazis.


La historia enseña que la cobardía en política no lleva a parte ninguna y que todos, a su debido tiempo, terminan pagando el precio de la infidelidad a los principios y a los derechos.

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Marieme Hélie-Lucas es una reconocida activista feminista argelina. Socióloga de prestigio internacional, ha sido la fundadora de la Red de Mujeres bajo la Ley Musulmana, así como coordinadora internacional de Secularism Is A Women’s Issue (El laicismo es cosa de mujeres).


Fuente: http://freethoughtblogs.com, 27 octubre 2013. La versión española se ha publicado en Sin Permiso el 23 de enero de 2016. 

Traducción de María Julia Bertomeu y Mínima Estrella



Autor : Maryam Namazie (Sinpermiso)

CTXT. “Orgullosos de llegar tarde a las últimas noticias”.

LINK ORIGINAL

http://www.sinpermiso.info/textos/de-velos-islamicos-y-extremas-derechas-el-significado-profundo-del-laicismo-republicano-y-el-cobarde

viernes, 12 de agosto de 2016

RUSSIA: CLOSE and CLOSER




Russia Keeps Its Friends Close and Turkey Closer


 AUGUST 9, 2016 | 

Henry Kissinger reminds us that in international relations, states do not have permanent friends or enemies, only interests. That lesson reverberated Tuesday in St. Petersburg, where Turkish President Recep Tayyip Erdogan let bygones be bygones with his "dear friend, the esteemed Vladimir" in an ironic (and somewhat excessive) display of diplomatic reconciliation.

Over the course of only seven months, Turkey and Russia have gone from ranking each other as public enemy No. 1 to catching up as old friends. Erdogan and Russian President Vladimir Putin seem to be treating the November 2015 shootdown of a Russian Su-24 by Turkish F-16s and the feuding that followed as an anomaly in an otherwise chummy relationship. As Putin said, "Our priority is to bring our relations back to pre-jet crisis level" — basically to get past this ugly episode and have everything go back to normal.


If only it were that easy. Turkey and Russia were already on an inevitable collision course before Turkey shot down the Russian fighter in Syria. Russia, on the one hand, has been working for years to preserve a sphere of influence against Western encroachment, and it showed through its military campaigns in Georgia in 2008 and Ukraine in 2014 that it was ready to apply force when necessary to keep its neighbors in line and its bigger adversaries at bay. But those Russian actions only hardened U.S. resolve to defend allies in the Russian periphery, thereby deepening the standoff between Washington and Moscow. To get Washington to take its demands seriously, Russia needed to position itself as both a spoiler and a mediator in a conflict consuming the United States’ attention. First that conflict was Iran, but once the United States negotiated its way to the Iran nuclear deal, Russia shifted its focus to Syria.

Meanwhile, power vacuums were spreading across the Middle East, gradually pulling Turkey to act beyond its borders. As the civil war in Syria persisted, Turkey was both concerned about the instability and the spread of Kurdish separatism and enticed by the opportunity to reshape the Levant under Sunni control and Turkish tutelage. Just as Russia had decided to deepen its involvement in Syria, the Turkish government was making plans to step in to deal with the growing Kurdish and Islamic State threat. Turkey and Russia, when both are on a resurgent path, have overlapping spheres of influence in the Black Sea region, parts of the Middle East, the Caucasus and Central Asia. At this particular geopolitical juncture, the Middle East was where Turkey and Russia collided. And as much as the United States benefited from Turkey being at odds with Russia and thus more committed to NATO at the time, the White House decided it was better off facilitating a rapprochement between Moscow and Ankara if it meant reducing the risk of another major accidental collision on the Syrian battlefield that could draw in the United States.
Putin and Erdogan are using an array of economic promises to show the world that Turkish-Russian relations are restored and all is well, but nothing has actually changed in the broader geopolitical dynamic to resolve the underlying friction between their countries. This is likely why Putin and Erdogan held a press conference after discussing the lifting of trade bans, restoration of tourist traffic and resumption of energy cooperation and before getting into the issue of Syria. The economic cooperation is the easy part. Both Russia and Turkey benefit from doing business with each other. Turkey cannot live without Russian natural gas, and Russia badly wants an alternative supply route to Europe, such as Turkish Stream, that circumvents problematic countries such as Ukraine. Even if there are hang-ups over pricing discounts and regulations, as big projects always entail, there is little cost to Turkey and Erdogan in promoting such economic cooperation at the highest level.

Syria, however, is an area where Russia and Turkey are unavoidably and diametrically opposed. The ongoing battle in Aleppo is a case in point. Putin and Erdogan can discuss their desire for a peace settlement in Syria, but the two main parties to the negotiation — Turkish-backed Sunni rebels and Russian-backed Alawite-led government forces — are still grappling over the city, a strategic piece of territory. Neither side will come seriously to the negotiating table unless they have Aleppo firmly in their grasp. And from the look of the fighting that has punctuated the past month in Aleppo — the loyalist siege, rebel offensive and loyalist counteroffensive — we are nowhere near a point where either side can claim control.

Russia will continue to use the Syrian standoff against Turkey even as Putin cooperates with Erdogan. Russia wants to ensure that Turkey — which is central to any NATO decision to build up forces in the Black Sea and is also a significant player in the Caucasus, where Russia is trying to deepen its influence through the Nagorno-Karabakh dispute — steers clear of Russia as much as possible. With Turkey’s priorities concentrated in Syria, Moscow can keep Turkey on the hook by continuing to support Kurdish separatists and by complicating any Turkish military designs for Syria through Russia's presence on the battlefield. In the wake of Turkey’s failed coup attempt, Putin, a master in internal security, can also hold out the benefits of intelligence sharing and pass on useful techniques to coup-proof Erdogan’s government as a way to keep Ankara close.

Putin and Erdogan are two strongmen with grand geopolitical ambitions. They are not in the business of making friends; they are dedicated to the pursuit of their national interests. Rest assured, there will be more points down the line where Turkish and Russian national interests collide. 

THE BEIJING CONSENSUS IN THE AGE OF NETWORKS


Interview: Joshua Cooper Ramo
Joshua Cooper Ramo on the Beijing Consensus in the Age of Networks.
By Maurits Elen
August 10, 2016
 
Joshua Cooper Ramo is CEO of Kissinger Associates, the strategic advisory firm founded by former U.S. Secretary of State Henry Kissinger. Prior to entering the advisory business, Ramo traveled and observed the world through his positions at Newsweek and Time Magazine. When he left journalism, he moved to China, intrigued by the dynamics of its rapid growth. That model of Chinese development he later came to define in his influential paper “The Beijing Consensus” (2004). Mandarin-speaking, Ramo is an international best-selling author and has been called “one of China’s leading foreign-born scholars.” The Diplomat recently interviewed Ramo on the Beijing Consensus and his most recent book, The Seventh Sense: Power, Fortune, and Survival in the Age of Networks.

The Diplomat: In 2004, you coined the phrase “The Beijing Consensus.” Have the characteristics of the model remained the same since then or have changes occurred?

Joshua Cooper Ramo: The essential idea of the Beijing Consensus, that China’s national conditions and political environment would demand a unique development model, remains the same. It is worth remembering for a moment the essential Washington Consensus idea, that there was a single prescriptive economic model that would produce reliable growth for all nations were it uniformly followed. This idea was really an early and important tenant of post-Cold War globalization, and it was matched by ideas like Democratic Peace Theory, which suggested that the rapid development of a single political model for domestic order was not only desirable but possible. Today, we live in a world in deep crisis. And much of this comes from the over-simple assumptions baked into universalizing ideas about political and economic structure. What works in the financial markets of London, we now all see, is not such an easy match after all for the puzzles of Greek finance. The political solutions that have buttressed several hundred years of European history cannot be installed as easily as a McDonald’s in the countries of the Middle East.

The Beijing Consensus had a number of important precepts that appear to me still valid. Easily the most important—and clearly obvious of these—is that the mental model of many Westerners who considered China a decade ago, was a flawed and oversimplified projection. The idea that China would transform easily into a Western-looking political and economic system really was a common view then; and one still finds in places a strong belief that any attempt for China to find a unique path will result in failure. The notion that China would easily acquiesce to a security order the country had not helped create was a similar misjudgment. The Beijing Consensus was not meant as a judgment about China’s path or choices; rather it was meant as a dispassionate description of what was obvious to many Chinese: That while universal or particular values may obtain in China’s future order, the direction of the nation will surely be heavily influenced by uncountable forces of history, politics, economics, and social pressure.

Clearly the biggest change since 2004 has been the end of the era of easy globalization, something Chinese leaders addressed in the preface to the 13th Five Year Plan. The country is now trying to find a way to balance the demands of a connected world economy with a sense that future prosperity will depend greatly on China’s domestic capacity for production and prosperity. If the great economic endowment of the country in the last period was a low-cost labor base, the endowment today is the domestic market, and it is on the basis of the potentially powerful source of growth that current efforts must be calculated. In the original Beijing Consensus I wrote: “There are really only two points I want to make in this essay… The first was that China is pioneering a new route towards development that is based on innovation, asymmetry, human-up development, and a focus on the balance of individual rights and responsibilities. The second is this: China’s weaknesses are its future.” This second point also remains valid. The tremendous deficiencies of Chinese life will really be decisive in the next stage of development, as China’s own leaders often acknowledge. The struggle to fully achieve a new development model today, as those of us who work and live in China can attest, is as much about what does exist as what does not.

In the last decade or so, how much ground has the development model gained in Asia?

It is hard to say that a coherent development model has emerged anywhere in Asia, let alone a “China Model” development perspective. Clearly in the period after the 1997 crisis and even more sharply since the 2008 crisis, the idea of a Washington-knows-best approach to development has come under pressure. This is becoming a more acute problem with every passing year of the current crisis, as old economic tools fail to solve what once appeared very tractable problems. I described a great deal of this in my last book The Age of the Unthinkable, which discussed the way in which complex systems interact in ways that constantly produce surprise, contagion, and instability—every bit as naturally as they produce miracles of connection or medicine or technology. The challenge now is to begin to develop economic development policies that tap the benefits of complex interaction while managing many of the risks. Today we operate on two poles of this debate: Brexit would be an example of a furious desire to just unplug and escape the perils of connection; TPP [the Trans-Pacific Partnership] reflects a sense that more connection is linked to more prosperity. We know neither case is true. And increasingly we see that both fail the acid test of global affairs, which is domestic politics. The idea of the Beijing Consensus is less that every nation will follow China’s development model, but that it legitimizes the notion of particularity as opposed to the universality of a Washington model.

Jin Liqun, president of the newly founded Asian Infrastructure Investment Bank (AIIB), stated that its bank incorporates the lessons learned from developed nations and the experiences from developing countries such as China. To what extent can the AIIB be seen as the institutionalization of the Beijing Consensus?

It is too early to say much about the AIIB. President Jin has been very thoughtful about balancing the roles of an international institution with the various pressures one would expect in such a situation. The bank is certainly a welcome player on the global development stage, what remains to be seen is in what direction its efforts are applied.

For a developing nation, can the consensus serve as a long-term economic role model? For example, when a middle class becomes powerful through newly acquired economic independence, it could demand democratization of the political system, or when an economy aims to truly compete globally, it needs to liberalize its capital account. In both examples, a country could drift away from key notions of the Beijing Consensus, while embracing more Washington Consensus-like traits instead.

There is no more important goal of economic development than the creation of a prosperous, confident, and engaged middle class. Such an aim reflects the political truth that a large middle class provides the stability and long-termism that permits investment in political, environmental, social and technological systems that have a positive-sum return. The challenge for any development model is to adjust as time goes on to increasing demands for participation. Legitimacy of the model depends on this sort of acceptance, and is as true in Beijing as it is in Washington or Berlin. The specific problems of capital account management or democratization, for example, are less about picking a Washington or Beijing model and more about finding a suitable balance between open and closed. The Washington Consensus mandated opening many floodgates at once. The Beijing view is that such a process should be pursued with caution. Certainly there are many opinions about the pace at which China is now exploring such developments.

You recently published a book called The Seventh Sense. It deals with the disruptive force of technology-driven networks. Such networks and authoritarian governments often clash. In China for example, Facebook is blocked and Sina Weibo is heavily monitored and censored. How does The Seventh Sense fit in the Beijing Consensus?

Two dominant facts confront anyone who gazes at the world today. The first is that our institutions are everywhere in crisis and that the problems they confront seem to get worse when treated with the usual solutions. The most expensive war on terror in human history has not eradicated terrorism. The most aggressive monetary policy ever deployed, intended to firm economies and support middle class recovery, has produced more fragile financial systems and weakened the middle class. Attempts to expand political engagement have produced more extremism. And all around us are a long list of problems —from pandemics to weapons proliferation—that we can see and apparently do nothing about. No institution today is more respected than it was a decade ago. The second apparent fact is the unstoppable spread of networks, of connected systems for everything from finance to information to DNA. My contention in the book is that these facts are linked. Network systems represent a profound new way to organize power—as profound and different as the systems that emerged from the industrial revolution and the Enlightenment once were.
What I am to do in the book is explain just how these systems work, and to describe a new sense that some people and institutions seem to have, that lets them use and master this new force. I call this “The Seventh Sense.” (Nietzsche once spoke of a Sixth Sense for history that he said was needed to survive an industrial age. I think this Seventh Sense for connection will be the key to prosperity in our age.)

The essential puzzle for the management of any network system is to manage the question of openness. What we know is that networks crave speed and efficiency, so anything that slows this down appears to be a tremendous problem for development. This is why it might be argued, for instance, that a poorly functioning search engine for data might be more of a liability to a country than a poorly functioning capital market. Network economics present a new challenge and aspect to many nations. The desire for a China-model network will have to be balanced with certain inarguable laws of network power, and it is this puzzle that the country is now considering.

Many large networks that can be disruptive are American-bred, for example LinkedIn, Uber, Twitter, YouTube, Google, and Facebook. Do you think that The Seventh Sense supports a U.S. soft-power model, which is based on democratization?

Today we have nine different platforms with more than one billion users—Microsoft Windows, Microsoft Office, Facebook, WhatsApp, Google Maps, Gmail, Google Chrome, YouTube, and Skype. These are all American. Moreover, they all operate with a powerful logic: The more people who use them, the more attractive and valuable they become, which militates against the emergence of competitors. Each of these systems has dominant market share. And you can see why: If I told you, you needed to search for a disease cure on some local search engine in Country A or you could use Google with its global footprint, it is clear what the best choice would be. The important thing to understand here is that these same power laws obtain for many connected systems, not just the Internet. In The Seventh Sense, I use everything from adventures with the best computer hackers to the insights of the wisest diplomats to show what this means for world order, and for the future of war and peace.

I think it is too early to say that is certainly locks in American power. We are at a very early period. And I also do not believe in the idea of “Soft Power”—that somehow nations are swayed by cultural charm or the desire to watch American TV or wear Levis as Dr. Nye has suggested. Nations make decisions based on considerations of power, domestic politics, and large structural forces that may be well beyond their control. The transition to a world of connected system of all sorts is such a transition, and is in coldly realistic terms about the costs and benefits of inclusion in various networks that nations will pursue their interests. As we have already seen in cases such as Brexit or various global territorial disputes, there is nothing “soft” about such historically significant adjustments.