jueves, 19 de marzo de 2009

"RETOUR À L´OTAN" O "BACK TO NATO"

 
"La France…considère que les changements accomplis…depuis 1949,…ainsi que l´évolution de sa propre situation et de ses forces, ne justifient plus…les dispositions d´ordre militaire prises après la conclusion de l´alliance….La France se propose de recouvrer sur son territoire l´entier exercise de sa souveraineté, actuellement entamé par la présence permanente d´éléments militaires alliés ou par l´utilisation habituelle qui est faite de son ciel, de cesser sa participation aux commandements "integrés" et de ne plus mettre de forces á la disposition de l´OTAN….La France croit devoir…modifier la forme de notre alliance sans altérer le fond". 

Con estas palabras, el 7  de marzo de 1966, el entonces Presidente de Francia, Gral De Gaulle comunicaba a Lyndon Johnson que Francia se retiraba de la Organización del Atlántico Norte. Contrariamente a lo que la historia política posterior ha recogido, esta decisión no era un mero acto teatral del General. Era, sí, una puesta en escena pero de una política que se había ido moldeando durante las innumerables humillaciones, exclusiones y destratos a De Gaulle, de parte de Churchill y de los Estados Unidos durante la guerra contra el nazismo. Era el resultado de la convicción que Francia estaría indisolublemente ligada a EEUU y a Gran Bretaña, pero nunca en las condiciones que estas dos potencias pretendían y pretenderían 

Durante 8 años, la secuencia de decisiones de De Gaulle es, simultáneamente, implacable e impecable. El 17 de septiembre de 1958, el Presidente de Francia se dirige al Premier británico Macmillan y a Eisenhower: les reclama una dirección tripartita de la Alianza Atlántica. Su pedido es ignorado: el 11 de marzo del 59 las fuerzas navales francesas del Meditarráneo quedan fuera de la órbita de la OTAN. En junio de ese mismo año, De Gaulle revoca la autorización de la presencia de armas nucleares extranjeras en territorio francés: 200 aviones norteamericanos deben salir de Francia. En febrero de 1960, De Gaulle da la orden, bastante demorada por él mismo, de estallar la bomba atómica de Francia. En enero de 1963, De Gaulle rechaza la propuesta anglo-americana de crear una fuerza nuclear multilateral conjunta y advierte que, de proceder los otros países a la iniciativa, Francia se retira inmediatamente de la Alianza. El 21 de junio de 1963, Francia le niega competencia al mando de la OTAN sobre sus fuerzas navales en el Atlántico Norte y en el Canal de la Mancha. 

Duramente criticado y hasta satirizado por los anglosajones, De Gaulle molesta pero no se inmuta. Recuerda, impertérrito, que el Tratado de la Alianza del Atlántico, firmado el 4 de abril de 1949 en Washington, preveía explícitamente una revisión a los 10 años. Y esta revisión no se ha realizado y, hasta ese momento, todo el mundo occidental se hace el distraído al respecto. Señala, además, que las condiciones de la Guerra Fría han cambiado: que aquellos europeos que creen que la OTAN habrá de defenderlos de los eventuales ataques rusos se equivocan totalmente: los EEUU acaban de aprobar una doctrina de defensa nuclear de "respuesta gradual". Es decir, en buen romance, que comprometerán su arsenal muy marginalmente en Europa y defenderán, sí, su propio territorio. Por lo tanto Europa necesita su propia defensa y la "force de frappe" francesa habrá de ser la base. 

Todo ello no significa un milímetro de concesión al bloque comunista: en plena "Crisis de los Misiles" en Cuba, el Presidente Kennedy recibirá el total apoyo de Francia ante las bravuconadas soviéticas. Tres días después de la comunicación de la salida de la OTAN, el 10 de abril del 66, el Primer Ministro de De Gaulle, Georges Pompidou, defendía la decisión tomada ante el Parlamento con precisión cartesiana: "No hemos cesado, desde hace años, de proclamar tanto nuestra fidelidad a la Alianza Atlántica…cuanto nuestra voluntad de revisar la organización militar "integrada" que se le ha superpuesto". La respuesta de Lyndon Johnson a Francia estuvo a la altura de la escasa dimensión histórica del personaje: "Vuestro punto de vista según el cual la presencia de fuerzas aliadas en suelo francés lesiona la soberanía francesa me deja perplejo…Siempre consideré su presencia como una manera sabia y previsora de ejercer la soberanía francesa"  (itálicas JBS) 

Los frutos de esta política aparentemente cerradamente nacionalista (que hoy nos suena particularmente arcaica), están a la vista de las nuevas generaciones de europeos que, seguramente, poco conocen de lo anteriormente escrito. El motor de fondo de ese rigor político era crear el espacio político necesario para que el proceso de integración, iniciado con el Tratado de Roma, siguiese su curso. Prueba de ello son los otros dos énfasis cardinales de la política exterior gaullista: una permanente insistencia sobre la importancia clave del eje Francia/Alemania y el rechazo reiterado a una Gran Bretaña que aparecía (y en gran medida lo era) como una mera sucursal de la política norteamericana.  

Hoy, la tecnología nuclear europea en todas sus aplicaciones (Francia es el país con más energía eléctrica generada nuclearmente del mundo, y otros países europeos le siguen en ese camino), los éxitos de la industria aeronáutica militar y civil del viejo continente (desde Airbus hasta aviones de caza Rafale o helicópteros Puma y Superpuma), la creación de una industria europea de armamentos de todo tipo que compite eficientemente con la norteamericana y la rusa, el desarrollo del proyecto de un lanzador europeo de satélites (Arianne), el despliegue de una infraestructura ferroviaria de alta tecnología que integra a todo el continente, son, entre otros, directa o indirectamente, resultados de la triple obstinación gaullista. Alianza con Alemania, competencia frontal con los EEUU y rechazo de una Gran Bretaña que continuaba (y continúa en plena globalización) creyendo que es La Isla central del Occidente. Allí están las bases de la Unión Europea, cada vez más poderosa, que hoy conocemos. 

¿Por cuales razones, si esto es así, el 11 de marzo próximo pasado el Presidente Sarkozy anuncia, un poco inopinadamente, el retorno de Francia al comando militar integrado de la OTAN para sorpresa de la población francesa, de no pocos países europeos y de otros continentes? 

Aunque la respuesta a esta pregunta todavía no es de fácil resolución, no deja de ser cierto que el mundo en el que se forjó la doctrina gaullista pertenece definitivamente al pasado. La Unión Soviética ha desaparecido y la prepotencia norteamericana, tan real en los años 60s, es hoy una patética caricatura de la cual el gobierno Bush parece haber sido el último acto penoso. Por otra parte, la propia OTAN es hoy más un vetusto mastodonte regido por la lógica de la Guerra Fría que un aparato con real capacidad de influir fuertemente las políticas de la Unión Europea. 

No obstante, aunque la Francia que retorna a la OTAN lo hace airosamente apoyada en una construcción europea realmente sólida, la asignatura pendiente que seguramente preocuparía hoy a De Gaulle es la inexistencia de una fuerza de defensa europea autónoma. Si pudo construir el euro, ¿por qué no puede avanzar en una estructura común de defensa? Sería ingenuo endosar esta falencia a los EEUU. Si la Unión Europea no concreta este nuevo paso hacia una integración cada vez más profunda es, esencialmente, porque no ha sabido estructurar una voluntad política en ese sentido. 

Sarkozy sostiene que, con Francia integrada a la OTAN, ésta última podrá actualizarse e, incluso, colaborar en el surgimiento de una defensa europea que reemplazaría paulatinamente el obsoleto papel de la antigua Alianza en el viejo continente en la medida en que los EEUU hace tiempo que sienten su presencia en Europa como una carga particularmente pesada.  

El argumento es débil y no convence a la mayoría de los analistas. El tiempo dirá si, detrás de la decisión del Presidente de Francia hay una reflexión estratégica seria y favorable a la construcción europea o si, simplemente, Sarkozy tomó una decisión meramente circunstancial. En cualquier caso, resulta claro que nadie forzó a Francia a este retorno. Eso no es poco; lo de De Gaulle no fue totalmente en vano.   

Catedrático de Ciencia Política Facs - ORT- Uruguay

martes, 10 de marzo de 2009

LIBERTAD DE CONSCIENCIA, LIBERTAD DE EXPRESION, LIBERTAD DE PRENSA

LIBERTAD DE CONSCIENCIA, LIBERTAD DE EXPRESION, LIBERTAD DE PRENSA


“Agresiones físicas, acoso judicial, asfixia económica (negando publicidad institucional o subiendo los impuestos al papel), cierre de medios.
El último paso de los regímenes populistas latinoamericanos
es acomodar la ley a sus intereses y acabar con la libertad de expresión” .

Editorial de “El País” de Madrid
08/09/2009


La discusión que se está llevando a cabo en la Argentina a propósito del proyecto de ley sobre los Servicios de Comunicación Audiovisual no puede ser leída como un acontecimiento perteneciente exclusivamente a la coyuntura política de ese país. En el día de anteayer no es casualidad que en el Festival de Venecia el cineasta Oliver Stone (que debería dedicarse al cine ficción que es más lo suyo), hiciese una increíble presentación de un documental sobre el Presidente venezolano, Hugo Chávez, donde éste aparece como una “víctima denigrada” por los medios de comunicación.

No hay una sola persona informada en América Latina que no sepa que la prensa venezolana ha sido sistemáticamente presionada, hostigada y perseguida por este peligroso parlanchín. Pero lo mismo sucede (aunque con diferencias de estilo, sin lugar a dudas) en el Ecuador, en Nicaragua o en Bolivia. De la prensa en Cuba no corresponde opinar porque simplemente, la prensa como tal, hace décadas que ha sido suprimida. O sea que la nueva aventura de los Kirchner se inscribe, estrictamente, en una ofensiva continental contra la prensa, apoyada en jugosos argumentos económicos y en el uso mediático de la fama de los eternos artistas e intelectuales “bien intencionados”, siempre dispuestos a apoyar causas “populares” dirigidas por hombres providenciales que “ahora sí” van a salvar a sus pueblos.

Nada de esto es demasiado novedoso en América Latina si no es que, por primera vez, hasta donde tenemos memoria, aparece claramente la evidencia de la orquestación de una verdadera operación política y mediática internacional contra la libertad de la prensa llevada adelante por un buen número de gobiernos latinoamericanos. Y el asunto es suficientemente alarmante como para insistir, una vez más, sobre lo que debería ser -(como lo es en muchas partes)- una evidencia: la libertad de prensa es una de las bases de la democracia.

En sentido estricto, quizás es importante dejar en claro que una reivindicación acérrima del papel de la prensa y de la más estricta libertad para ella, es mucho más que una defensa de la prensa. Prensa hay buena, regular y mala. Pero, por las razones que pasaremos a explicar, es necesario defender incluso la libertad de aquella prensa con la cual uno no comparte ni contenidos, ni procedimientos, ni ética. El único límite a esa libertad es el ordenamiento legal vigente si es que éste es respetuoso del derecho inalienable de los ciudadanos a la libertad de consciencia y a la libertad de expresión.

En la tradición política de la democracia liberal, la libertad de prensa es un subproducto histórico, relativamente reciente, de un largo trayecto de afirmación de la libertad del individuo que hunde sus raíces allá por el siglo XVI. Y no porque la “Relaciones“, editadas en Frankfort o los “Canards” franceses de esa época fuesen verdaderos periódicos. Como tampoco lo eran las gacetas semanales españolas (La Gaceta de Madrid) o las francesas como “La Gazette” o “Le Mercure Galant” del siglo siguiente. Es recién a inicios del siglo XVIII, en Inglaterra, cuando se puede rastrear la aparición de una publicación diaria que mereciese el nombre de “periódico”.

No, la defensa de la prensa como un elemento fundamental de la democracia liberal es algo decisivo porque tiene sus raíces en la aparición de las nociones de libertad de conciencia y de tolerancia en una Europa que las hizo suyas como forma de salir de los males de las guerras de religión y que están en la base de la secularización de nuestras sociedades modernas.

Por ello, la primera idea de tolerancia aparece como “tolerancia religiosa”. Aunque los Países Bajos y Ginebra fueron las sociedades que más tempranamente practicaron la tolerancia y ciertas formas de libertad de consciencia, quizás fue el edicto de Nantes, que autorizó la libertad de cultos en Francia -(al menos hasta que otro mandamás emperifollado lo revocase en 1685)-, el ejemplo más conocido de cómo Occidente fue estableciendo, en la noción de tolerancia religiosa primero y política después, las razones medulares por las cuales, en cualquier caso, la prensa ha de ser libre.

En defensa de la tolerancia se suelen traer a colación dos textos muy conocidos: “A letter concerning tolerance” escrito por John Locke, y no por casualidad publicado en Holanda en 1689, y el “Traité sur la tolérance” (á l´occasion de la mort de Jean Calas”) de Voltaire que data, a su vez, de 1763. Aunque ampliamente reconocidos como dos de las fuentes más notables de la necesaria libertad de conciencia que debe reinar en las sociedades modernas secularizadas, su fama posterior es algo desmesurada.

El primer texto de Locke es, en realidad, bastante poco tolerante, se limita a propugnar la libertad de culto y está lejos de consagrar realmente la noción de libertad de conciencia. Prohibe explícitamente el ateísmo y le niega la libertad de culto a las religiones cuyos fieles “…se sometan ipso facto a la protección y servicio de otros príncipes…”: en otras palabras, el texto deja explícitamente abierta la puerta para que se le niegue la libertad de culto a la Iglesia Católica en Inglaterra.

Por su parte, la obra de Voltaire está estrechamente vinculada a un acontecimiento que hoy llamaríamos “de crónica roja” y de abuso de la justicia. La muerte, por suicidio, de un hombre en la ciudad de Toulouse, y la injusta ejecución como homicida, de un hugonote, Jean Calas, acusado de esa muerte y sentenciado por un tribunal católico. Aunque bastante más liberal que la Carta de Locke, el trabajo de Voltaire no organiza un abordaje general del problema de la libertad de conciencia y nunca se separa realmente del acontecimiento detonador de su “Traité”. Como muchas veces en la obra de Voltaire, su texto es más una brillante polémica que una construcción teórica realmente sólida.

En honor a la verdad, el primer autor -(desgraciadamente muy poco conocido en nuestras latitudes)- que efectivamente propone en su obra una argumentación a propósito de la necesaria libertad de consciencia y de la más absoluta tolerancia ante las opciones religiosas será el filósofo francés Pierre Bayle. En sus textos, “Pensées diverses sur la comète” (1683), “Ce que c´est que la France toute catholique sous le règne de Louis le Grand” (1686), “Addition aux Pensées diverses sur la comète” (1694), la “Réponse aux questions d´un Provincial” (1703) y la “Continuation aux Pensées diverses sur la comète”, (1704) establecerá, contra católicos y protestantes, y aún en defensa del ateísmo, las bases filosóficas de la moderna libertad de consciencia y de la tolerancia religiosa que deben reinar en una sociedad moderna y secularizada.

La libertad de expresión -(derecho inalienable del individuo establecido en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948)- tiene entonces como fundamento la libertad de conciencia y la necesaria certidumbre que la sociedad y la autoridad practican, efectivamente, la más absoluta tolerancia, en un principio religiosa y, modernamente, religiosa y política, para con las más diversas expresiones de los individuos. A su vez, la “libertad de imprenta”, o “libertad de prensa”, se tranforma en la manifestación práctica, en la concreción de toda esta secuencia de derechos que se le reconocen al individuo. A “contrario sensu”: toda limitación a la libertad de prensa es una forma de cercenar la libertad de expresión, una manifestación de intolerancia y una violación a la libertad de conciencia.

Nadie ignora que, en esta “sociedad de la información” en que vivimos-(que es bastante menos que una “sociedad de libre expresión”)- hay fuertes grupos de interés y conglomerados corporativos que, especializados en “la información”, no favorecen en nada ni la libertad de conciencia, ni la libertad de expresión, ni la tolerancia. Pero si algo está claro es que, en ningún caso, es la autoridad política la que debe auto-adjudicarse la potestad de evaluar la calidad del funcionamiento de la prensa. Esa es tarea de la ciudadanía.

Estos populismos autoritarios latinoamericanos, que se han coaligado para erigirse en una suerte de “Inquisición Popular” destinada a decidir qué prensa es “buena” y qué prensa es “mala”, están violando, abiertamente, no solamente la Declaración de los Derechos Humanos: están atropellando la democracia y las bases mismas de toda nuestra tradición política, cultural y filosófica.