NUEVAS OLIMPÍADAS: ¿Más “juego” y menos “competición”?
En agosto del año 2008
escribíamos un artículo en el No. 34 de la joven “LETRAS INTERNACIONALES” sobre los
Juegos Olímpicos que, entonces, se desarrollaban en Pekín. En esa oportunidad
señalábamos:
“Las lecturas
políticas del deporte suelen ser tan desatinadas como las interpretaciones
deportivas de la política. Como con el arte, con la ciencia, como con todas
aquellas actividades que responden a iniciativas, recursos y talentos
esencialmente individuales -(o eventualmente de pequeños grupos)- con el
deporte, el análisis político suele transitar por los caminos más
reduccionistas o maniqueos que uno pueda imaginar.
El problema reside, sin embargo en que los líderes políticos no cejan en su
empeño de hacer jugar al deporte un papel fundamental en este ámbito. Los
ejemplos históricos sobran. Baste recordar desde los Juegos Olímpicos de 1936
hasta las demenciales décadas de la Guerra Fría donde el mundo entero leía los
resultados olímpicos adicionando las "medallas socialistas" versus
las medallas obtenidas por el mundo occidental.”… “Las "bondades" del
socialismo iban a quedar demostradas mediante una supuesta superioridad
deportiva de éste sobre el capitalismo decadente de las sociedades
occidentales. Los que juntamos suficientes años como para haber sido testigos
de esas payasadas, nunca podremos olvidar, los boicots respectivos, ni las
sistemáticas pero puntuales barrabazadas de atletas y entrenadores de los
países occidentales ni las "políticas de estado" de los aparatos
deportivos estatales del socialismo.
En realidad, en cada campo de esta Guerra Fría del deporte, se imponían las
reglas políticas del régimen imperante. Mientras que, en Occidente, nunca
faltaron los entrenadores y atletas que recurrían por iniciativa propia al
dopaje y a todo tipo de maniobras ilegítimas reñidas con un ejercicio razonable
del deporte, en el mundo socialista se entronizó oficialmente el recurso a esas mismas prácticas. Nadie olvidará
nunca las nadadoras de Alemania del Este con físicos de levantadores de pesas
ni a las niñas gimnastas rumanas prácticamente condenadas al enanismo desde su
infancia.”
Si recurrimos a esta larga cita es para poder
convocar al lector a aquella reflexión, ya vieja de cuatro años, e intentar
medir cuanto más lejos nos encontramos hoy de los acontecimientos olímpicos que
fueron marcados por la Guerra Fría.
Las “desatinadas
lecturas políticas del deporte” están, desde luego, allí, y la idea, por
ejemplo, de que hay una competición mano a mano entre los EE.UU. y la China,
las dos cabezas del medallero, no deja de aparecer reiteradamente en el relato
de los medios. Pero “las razones” de esa competición están muy pero muy
alejadas de argumentación ideológica alguna. En realidad, la curiosidad por
saber hasta dónde la China (cuya naturaleza “no-capitalista” es radicalmente
indemostrable) se mostrará más poderosa que los EE.UU., no es más que una
prolongación del relato que el país asiático instaló en los Juegos de Pekín
hace ya 4 años. El “mensaje de “fuerza” y de “poderío” que la
China construyó en aquella ocasión solamente ha seguido su curso natural
y los EE.UU., y el resto del mundo, no tienen otro recurso que constatar que el
relato se ha transformado en una ineludible realidad.
Pero todavía es temprano para sacar conclusiones sobre resultados. Desde
luego que la China y los EE.UU. serán los “ganadores”. Pero quizás asistamos,
en definitiva, a una cierta democratización de los triunfos. Si los grandes países
emergentes o, simplemente, algunos países de dimensión y/o economías modestas
que han implementado políticas deportivas coherentes y sostenidas (
Kazajistán,
Kenia o Jamaica
podrían ser ejemplo de ello), obtienen más medallas, ello
podría ser un indicador de que, también en el deporte, la creciente
globalización vivida en las últimas décadas ofrece oportunidades que ni las
Olimpíadas marcadas por los nacionalismos, ni aquellas signadas por la Guerra
Fría, pudieron en sus respectivos momentos ofrecer. En ese sentido, habrá que
esperar el modo de distribución del medallero final que nos dirá si algo ha
cambiado o si seguimos en un mundo de dos o 3 superpotencias y una media docena
de potencias potencias deportivas.
Sin embargo, en algo el desarrollo y las
características de estos Juegos Olímpicos en curso parecen confirmar un cambio
que también mencionáramos hace 4 años y que parece afirmarse como tendencia. En
la medida en que la política y sobretodo la ideología aparecen menos presentes
(cuidado que la política sigue allí y tuvimos, por ejemplo, conflicto por
atletas sauditas que pretendían competir con velo o la novedad que los medios
europeos comienzan a publicitar un medallero que, al final de la lista,
“adiciona” todas las medallas de Europa), se confirma la idea de que fue en
Atenas donde se afirmó un “nuevo modelo” de Juegos Olímpicos.
Los Juegos que están en curso, como sucede desde la
Olimpíada de 2004, despliegan ante todo su carácter de gran “show global”. Si
el anfitrión, esta vez, ha sido más discreto que el de Pekín en la ceremonia
inaugural, no por ello las grandes líneas que se establecieron en Atenas han
cambiado sustantivamente. La preparación escenográfica de las distintas
“arenas”, los efectos lumínicos, los materiales empleados en la construcción de
las canchas, los aparatos y materiales deportivos, el diseño de la vestimenta
de competencia, la presentación física “personal” de los atletas (que en muchos
casos aparecen incluso maquillados) y, en general, el conjunto de la “mise en
scène”, se han desarrollado mucho en cuatro años y han sofisticado un paso más
el perfil de los Juegos Olímpicos.
Abusando del lenguaje podría decirse que estos
atletas son un poco menos “atletas” y un poco más “actores” que los de Pekín y
los de Atenas. Cuidado, los resultados indican que la eficiencia de los
deportistas sigue incrementándose pero, al mismo tiempo, la imagen del atleta
olímpico aparece hoy muy cuidada y mucho más sofisticada que antes. No ha de
sorprender, entonces, que el carácter de gran “show global” de los Juegos se
acentúe cada vez más.
Y lo que resulta interesante de señalar es que el
incremento del carácter “espectacular” de los Juegos, de manera paradójica, le
quita algo de dramatismo a los
eventos. Para ser más precisos: un efecto del incremento del creciente cuidado estético de los atletas y de los
Juegos es que la belleza del espectáculo y de sus participantes parece
desplegarse en detrimento de la intensidad del “pathos” competitivo. Salvo competencias poco estéticas, muy especiales,
marcadas por las características del deporte en juego, o en caso de incidentes
aislados causados por imprevistos, errores o accidentes, el desarrollo de los
Juegos de Londres parece una suerte de complejo, aceitado y “perfecto”
espectáculo en el que participan tanto las grandes estrellas ganadoras (los
Phelps o los Bolt), los atletas de resultados mas moderados e incluso aquellos
que saben que están allí aunque estén lejos del triunfo. Hay algo de ballet o
de ópera que se vislumbra cuando uno intenta una mirada de conjunto: la “prima
ballerina” o el tenor siempre estarán al frente la de escena, pero,
precisamente, hay “una escena” en la que se encuadran
Un cierto esteticismo
(que revaloriza la importancia de la participación, tanto por la participación
misma como por la intervención en el “lucimiento“
que el espectáculo implica) parece mellar en algo la antigua importancia del eficientismo radical que siempre
valorizó la obtención del resultado por encima de cualquier otro objetivo.
Seguramente, las Olimpíadas no han terminado, y no
es de descartar que la emergencia de un sinnúmero de imágenes épicas, y hasta
heroicas, terminen por contradecir esta mirada que, en nuestra
opinión, debería ser la
predominante sobre los acontecimientos de Londres. En cualquier caso, conviene
recordar, que por algo las Olimpíadas conllevan la palabra “juego” en su propio
nombre y subrayar que, en la Grecia clásica, la belleza del cuerpo humano en el
juego del deporte era tanto o mas importante que los resultados finales de la
competencia.