FRANCIA:
HOLLANDE ATRAPADO EN LA “NORMALIDAD”
El 3 de mayo próximo
pasado, el hasta entonces solamente candidato del Partido Socialista francés,
François Hollande, obtenía la mayoría de los votos para acceder a la
presidencia de la República. En esa oportunidad, y a pesar de la amplia
simpatía que el triunfador despertaba en la opinión pública, nosotros escribíamos
manifestando el temor que esta elección abriese, de una manera todavía no muy
clara, una suerte de crisis política en el país.
En
buena medida, antes de explorar y eventualmente confirmar la posibilidad de esa
crisis política, era necesario esperar el resultado de las elecciones
legislativas que, de acuerdo al nuevo calendario electoral francés, se llevarían
a cabo a mediados de junio. En esa fecha se realizaron, con toda normalidad,
dichas elecciones y, a caballo de la ola de opinión positiva generada por las
inhabilidades y los errores de comunicación del ex presidente Sarkozy, que fortaleció
al Partido Socialista, también los resultados de las legislativas favorecieron
a Hollande y a su partido.
En
teoría, pues, con un nuevo presidente electo con holgura y un Poder Legislativo
razonablemente controlado por el partido de gobierno, los temores manifestados
en nuestra primera opinión emitida en el mes de mayo sobre la posibilidad de
una crisis parecía cada vez más carente de fundamento.
Sin
embargo, a pesar del tiempo transcurrido y de que el nuevo presidente no ha
cometido ni desatinos ni irregularidades de tipo alguno, seguimos sosteniendo
la opinión manifestada en el mes de mayo. El gobierno Hollande, aunque todavía
no sea esto evidente para la mayoría de la opinión pública francesa e
internacional, no parece estar en condiciones de enfrentar los desafíos políticos que le esperan.
Y
queremos referirnos, exclusivamente a los desafíos políticos porque los
relacionados con la monumental crisis económica que aqueja a la zona euro y a
toda Europa, ellos merecerían un tratamiento particular y específico que
desborda los límites de este editorial. Por otra parte, la verdad sea dicha:
por su dimensión y magnitud, la cuestión de la crisis europea sobrepasa toda
lectura del desempeño de cualquier presidente nacional europeo en particular. El
problema es no solamente regional, en global
y ninguna “personalidad” política podrá aisladamente con ella.
Lo
que sí es cierto es que la omnipresencia de dicha crisis económica requiere y
requerirá de parte de los presidentes (y, en el caso que nos ocupa, del
presidente Hollande) de algunas virtudes políticas bastante más destacables que
las que suele exhibir el presidente “promedio” si es que esta figura existe.
Pero
dejemos quieta la crisis del euro y de la economía europea y veamos los
desafíos políticos que Hollande está comenzando a sospechar y que, por ahora, no
vemos como va a enfrentar.
Como
señalásemos oportunamente en los artículos publicados anteriormente, el
presidente Hollande se encuentra obligado a gobernar una sociedad cuyo centro
político se ha evaporado. Aunque gracias a la compleja alquimia del “découpage
éléctoral”, el Partido Socialista tiene amplias mayorías de representantes, no
es cierto que ese partido tenga una amplia mayoría de los votos y de la opinión
pública francesa.
En
primer lugar, el MoDem, el partido centrista que siempre supo intervenir políticamente
con cierta sabiduría, inclinándose a veces hacia la herencia gaullista, a veces
hacia la herencia social demócrata,
hoy prácticamente ha desaparecido del Poder Legislativo (acaba de votar
2.33% contra 7.76% en 2007) y, ni que hablar, por ende, del Ejecutivo. Ya este
único punto merecería una reflexión específica y a parte porque constituye un
cambio sustantivo.
Desde
la extrema izquierda, después de un crecimiento significativo (la izquierda no
socialista votó 4.40% en 2007 y pasó a votar casi el 12% ), y aprovechando “los 100 días” de presidencia de Hollande,
ya se han desatado los demonios de los ex comunistas. Jean-Luc Melenchon y su “Frente
de Izquierda” exhuma el vocabulario cuasi-obsceno (y, lo que es más grave,
totalmente demagógico) que ahora utilizan los estalinistas que no pueden
declararse tales aunque lo sigan siendo hasta en su ADN. Durante una semana
llenó la prensa del país de improperios contra el presidente. Desde luego que
el impacto de este señor y sus adeptos es más que relativo pero, como siempre,
fue el primero que comenzó intentar a erosionar la figura de Hollande: antes
que la derecha ex sarkozista y antes que la extrema derecha.
La
extrema derecha, que obtuvo un porcentaje muy alto de votos (pasa de 4.70% de
los votantes hace 5 años a casi 14% en 2012 en las recientes elecciones), y
poquísimos representantes, ha continuado con su discurso tradicional. En
realidad el extremismo de derecha se preocupa más por golpear a la derecha UMP, heredera sarkozista del gaullismo, (porque sabe que sólo allí puede hacer “phishing”)
que a pegarle al gobierno cuyos partidarios no son accesibles para el discurso
de Marine Le Pen.
Por
fin, la derecha republicana nucleada en la UMP, la que realmente pesa
fuertemente en el escenario político francés cuando se enfrenta al socialismo,
está totalmente ensimismada en el combate por la supuesta herencia sarkozista.
Lanza sus dardos y críticas con regularidad hacia el gobierno pero, en realidad,
está fundamentalmente disputando una interna.
Si
agregamos que, ante un desempleo record de casi 3.000.000 de personas, los
sindicatos se cuidan mucho de mostrarse agresivos, en realidad, Hollande
todavía no ha tenido oposición seria alguna. En realidad, todavía ningún actor
significativo se ha movilizado fuertemente aún contra el gobierno y, a pesar de
ello, no solamente la imagen del presidente se deteriora: en realidad los
franceses ya tienen la impresión de que “…en
Francia no pasa nada…”.
En
primer lugar, es necesario decir que algo de eso hay. No solamente, después de
su elección, Hollande tuvo que esperar a ver qué integración del Legislativo
tendría que enfrentar; en cuanto lo supo, retocó la integración de su
gobierno y… llegaron las vacaciones.
Y
como la crisis le pega a Francia, pero sus golpes aparecen todavía como
“relativos” frente a los desastres griegos, irlandeses, portugueses o
españoles, la población no advierte cuan cerca está el precipicio económico, de
sus efectos sociales y de impactos políticos de magnitud insospechada.
En
ese escenario, una tarea clave del gobierno Hollande sería organizar un relato
político que incorporase alguna dosis de “pathos” como para preparar al
electorado para el previsible “shock” que se acerca. Pues no. Hollande no puede
hacer eso porque su discurso electoral, en su afán por diferenciarse de la
imagen maníaca de Sarkozy, fue presentarse como “Un Presidente Normal”.
Pero he aquí que eso no existe: nadie “normal”
pretende y logra ser Presidente y menos de un país como Francia. Este asunto de
“la normalidad” es un imaginario que Hollande fue cultivando, paulatina y
calladamente, durante la campaña electoral para derrotar a Sarkozy. Al mismo tiempo, el electorado aceptó,
sin darse cuenta, que, el hecho de que el presidente de la República francesa tome
el tren en lugar de usar el avión presidencial no lo torna en un ciudadano
normal: lo transforma, inexorablemente, en un mero presidente demagogo digno de
un paisito latinoamericano. Para
agravar la situación, ante este discurso presidencial, el conjunto del nuevo
gobierno se ha puesto a “jugar a la sencillez” y a cultivar el “low profile”. Lo que era totalmente previsible.
Los que conocemos Francia desde hace algunos años,
recordamos muy bien que el ex presidente Valéry Giscard D´Estaing ensayó, al
iniciar su mandato, algo parecido. Iba a cenar en familia al hogar de cualquier
ciudadano que lo invitase de manera de aparecer como un modelo de sencillez. La
operación mediática se sostuvo 18 meses y hubo de ser suspendida porque la
posición del presidente se tornaba día a día más insostenible.
A Hollande le quedan pocas semanas para entender
que tiene que dejar de ser candidato, tiene que gobernar una potencia
importante cuya sociedad está en proceso de resquebrajarse y olvidarse de su
obsesión por caer simpático.