LA IRRESISTIBLE “CHAVIZACIÓN” DE LULA
“Nao custa lembrar que o PT nasceu há 32 anos
pregando
o fim do caciquismo. O conceito empalideceu…”
“Lula…produz un pouco de vergonha alheia. No fundo,
ele só sintetiza
o estàgio rudimentar da política no Brasil”
Fernando Rodrigues, “A Folha de Sao Paulo”
2/5/12
Si algo tuvo
de novedoso el ascenso de Lula, en 2003, fue que, además de que era el primer
presidente “de izquierda” electo en ese país, se esperaba que esa “izquierda”
trajese algo de modernidad y de “aggiornamento” a una corriente ideológica que
aparecía , en América Latina, como empantanada en una “weltanchauung” que data de la Guerra Fría. Así, en el continente, con rarísimas
excepciones, se sigue entendiendo todavía en 2012 que una persona, un partido o
un gobierno son “de izquierda” cuando éstos se manifiestan proclives a la
eterna dictadura cubana, cuando practican populismos reñidos con el estado de
derecho y la racionalidad democrática más elemental o cuando, directamente, se
declaran “comunistas”, es decir, todavía
partidarios de las experiencias totalitarias soviéticas, chinas o pol-potianas.
Los latinoamericanos sabemos que hace doscientos años que pagamos tributo a
todas las versiones del autoritarismo y que, los que se dicen “de izquierda”,
terminan, a la postre, siendo tan destructivos como los que se dicen “de
derecha”. Casi todos los autoritarismos, por otra parte, se entronizan en
nombre de “la democracia”.
Por
ello, porque el ascenso de Lula auguraba muchos matices, si no es que, quizás,
hasta algunas verdaderas diferencias con aquel amargo pasado “progresista”
autoritario, fue que muchos analistas observaron la llegada del PT al poder con
expectativa y optimismo. Muy rápidamente aparecieron periodistas, académicos, y
“expertos” que celebraron, con desmesurada imprudencia, la aparición de una
hipotética “social-democracia” brasileña liderada por el PT.
Y es
necesario aceptar que, en los primeros momentos de sus largos ocho años de
gobierno, Lula produjo algunas novedades y sorpresas. En su primer gobierno
(2003/2006), administrando
hábilmente su prestigio personal, gobernó sin estridencias, con moderación y con
cierta visión, un Brasil que había sido llevado hasta la cresta de la ola por
el auge de las economías emergentes. Hasta en el terreno económico, después de
décadas de equivalencia entre “política
económica de izquierda” y voluntarismo e irresponsabilidad, la política
económica de Lula se alineó sabiamente, aunque negándolo, en el eje de los
lineamientos establecidos por su antecesor, Fernando Henrique Cardozo. El mejor
ejemplo de esa nueva aproximación a la política económica fue el nombramiento del
ex-presidente del Banco de Boston de los EE.UU., como Presidente del Banco do
Brasil.
Son
innumerables los aciertos de ese “primer Lula” e inconmensurables las cataratas
de elogios que la prensa internacional desparramó sobre su gestión, a veces
ignorando, a veces a sabiendas, que programas de gran impacto social como los
de “Bolsa Escola”, habían sido establecidos por Fernando Henrique Cardozo y no
por el gobierno del PT.
Pero, en
realidad, poco importa aquí lo que los medios dijeron y dicen sobre Lula y sus
gobiernos: la posibilidad de tener, objetiva y honestamente, una visión
optimista del gobierno Lula duró hasta el año 2005.
Cuando
se denunció que el tesorero del PT financiaba con altas sumas de dinero a los
representantes del Partido Laborista del Brasil (PTB) para que votasen las
propuestas gubernamentales, quienes están acostumbrados a llamar a las cosas
por su nombre se reencontraron con la previsible realidad. El gobierno Lula era
un gobierno corrupto, aliado con corruptos y rodeado de corruptos, que
utilizaba los mismos mecanismos que el PRI mexicano usó durante décadas para
construirse una oposición mansa y afín. Lula se las arregló para salir casi
ileso del escándalo pero, como en la tragedia griega, debió saber que la ira de
los Dioses vuelve, por lo menos, tres veces, porque dura tres generaciones.
Pasó el
segundo período de Lula y, en pleno auge económico, el crecimiento se hizo
firme y el mundo empezó a mirar al Brasil como una experiencia particularmente
exitosa. Y, en muchos sentidos, lo era efectivamente. Pero, al mismo tiempo,
comenzaron los primeros síntomas de la presencia de una mentalidad autoritaria al
mando del proceso. Aunque el Brasil respeta razonablemente el libre
funcionamiento de la economía y tiene algún cuidado, a veces, con los derechos
humanos de algunos ciudadanos, al mismo tiempo es también el país que fomenta e
impulsa la ruptura del aislamiento internacional del régimen teocrático de Irán
(¿cómo se compatibiliza el pensamiento “progresista” con el de un régimen
teocrático que lapida mujeres supuestamente infieles?) o el que da pie para que
se arme el bochornoso incidente de la presencia, como refugiado en la embajada
brasileña, del presidente hondureño Manuel Zelaya, “víctima” de un más que
vidrioso “golpe de Estado”. En otros términos, la siempre prudente y
profesional diplomacia brasileña comenzó súbitamente a colorearse de tonos
estridentes, generalmente más afines a la política exterior de nuestras
clásicas repúblicas bananeras que al inteligente profesionalismo de Itamaraty.
Cuando
se aproximaba el final del segundo mandato de Lula, seguramente se planteó la
posibilidad de intentar una reforma constitucional que permitiese al crecido
Lula una segunda reelección y un tercer mandato. Lula no cayó en esa trampa.
Prefirió
la técnica del “dedazo” mexicano y puso como candidata a la presidencia a una
obscura persona de “su confianza”: Dilma Rousseff. Es necesario decir que hizo casi todo bien. Desde luego, lo
adecuado hubiese sido una verdadera elección interna en el PT para elegir al
futuro candidato, pero eso no es del universo político brasileño. La sucesora
electa por voluntad presidencial, y ratificada por voluntad popular, era la persona
correcta: inteligente, dócil, más técnica que política y absolutamente incapaz
de poner en marcha nada que no fuese aprobado previamente por el “patrón” del
PT.
Todo
anduvo bien, una vez más. Con la salvedad de la inoportuna aparición de un
cáncer en la laringe del líder, que hoy se presenta como superado, el gobierno
de Dilma Rousseff logró sortear, durante su primer año, escándalo de corrupción
tras escándalo de corrupción de los ministros del presidente Lula, como si éste
no estuviese al tanto de nada. Era un presidente “al margen” e inmunizado
contra la enfermedad de la corrupción.
En otras
palabras, ya se estaba configurando, entre el ocultamiento del “mensalao”, los cambios caprichosos en
política exterior, la sucesión a la Presidencia digitada, las presiones
reiteradas a la justicia y la explosión de escándalos de corrupción de los
ministros heredados por Rousseff, el conocido perfil del autoritarismo
latinoamericano más banal: el sueño de la “social-democracia” brasileña
comenzaba a ahogarse en la pesada sopa populista autoritaria que padecemos
desde siempre.
La
semana pasada “O Guía Genial dos Povos”, como ya empieza a llamar a Lula la
prensa brasileña más avezada, dio tres poderosos pasos, hacia una postura ya casi chavista:
Primero solicitó una reunión con Gilmar
Mendes, miembro del Supremo Tribunal Federal de Justicia y le pidió que
detuviese el juicio sobre el “mensalao”,
“para que no coincidiese con el calendario electoral”. El juez del STF no
aceptó la presión y Lula no tuvo mejor idea que chantajearlo con un hipotéticamente
cuestionable viaje a Berlín. Métodos de pequeño mafioso de barrio marginal. Resultado:
la reunión y su tenor quedaron exhibidos en la prensa y el Brasil se pregunta, no
sin ingenuidad “¿sería capaz Lula de presionar a un Juez del STF?”
Segundo, ante la relativa proximidad de
las elecciones para prefecto de San Paulo, Lula proclamó como “su candidato” al ex-ministro Fernando
Haddad. La senadora Marta Suplicy, candidata natural del PT para ese cargo,
todavía está preguntándose qué pasó y la cúpula del partido se inclina
vergonzosamente ante la decisión personal del “Jefe”.
Tercero, con recién apenas algo más de un
año transcurrido del gobierno Rousseff, Lula aprovechó un evento televisivo
para adelantar ya que será candidato “porque no va a permitir que un “tucano”
(integrante del PSDB) llegue a la presidencia de la República”.
O sea,
en buen cristiano, Lula, que no ejerce cargo alguno, regula el funcionamiento
del STF, es Primer y Único Elector de los candidatos en su partido, “ningunea”
abiertamente a la presidente en ejercicio ante su partido y la ciudadanía y ya
se propone como candidato para las próximas elecciones.
¿Alguien
duda, todavía, que la posibilidad de una “social-democracia” brasileña ya fue
definitivamente enterrada por la incontrolable ambición de un redivivo “Yo, El
Supremo”?