Una intuición extraña justifica esta
columna: que José Enrique Rodó prefigura, a través del símbolo de Proteo
como apertura constante a nuevas posibilidades, la falta de negatividad
del sujeto tardomoderno, contemporáneo. En
Motivos de Proteo, el texto
más ambicioso de toda su obra, Rodó entiende que su inicial voluntarismo
educativo (que animaba Ariel),
su Bildung ingenua, digamos,
debe ceder para encontrar una formulación más sólida. Y encuentra esa
formulación en un problema que va a interesar a la filosofía posterior
de varios modos. ¿Cuál es ese problema? Yo diría que tiene que ver con
la realización (que es más plena y evidente ahora, en la era digital) de
la disolución de algunos rasgos fundamentales del sujeto moderno, rasgos
sobre todo de autonomía y originalidad; esa disolución lo transforma en
un sujeto que uno diría “cubista”, compositivo, caleidoscópico, que no
está en posesión completa de su unidad, ubicuo en nuestra corriente
autorrepresentación digital contemporánea.
***
Lo que diríamos el problema de
Rodó, su obsesión principal, no fue el problema de la izquierda y la
derecha, ni el de aristocracia o pueblo, ni de elitismo o masa, ni otros
por el estilo, pese a que éstos fueron los que a menudo le atribuyó una
saga de ensayistas críticos, hoy creo que bastante fuera de moda (aun
más que Rodó). Los años 1960, que en su hegemonía ideológica fueron
ultramodernos por su aceptación casi unánime de la ideología del
progresismo como bien indiscutido, sobre todo se ahincaron en ver en
Rodó un problema de arribas y abajos, y lo asociaron sin más a una serie
de conceptos por entonces y aun hoy de muy escasa legitimidad, como
espíritu, elite y aristocracia, adoptando en consecuencia una toma de
partido por lo de abajo, lo popular, lo plebeyo; y con eso creyeron
ajustar cuentas con Rodó, a quien a lo sumo se reconoció lleno de buenas
intenciones pero como habiendo servido, aun sin quererlo, a una política
prescindente, a una comodidad de la reflexión que no se comprometía a la
acción. Sin embargo, achacarle al político y tres veces parlamentario
Rodó no haber querido actuar sino solo pensar y escribir es simplemente
ignorar que el problema de Rodó no tiene mucho que ver con la muy pobre
oposición entre “intelectuales y hombres prácticos”. Rodó, lo mismo que
Darío y que casi toda su generación, se compuso de hombres prácticos e
intelectuales reunidos en cuerpos únicos. El problema de Rodó no fue no
comprometerse, sino que fue, creo, la angustia de no entender cómo es
que iba la democracia a resolver el problema del sentido individual, y
de las grandes legitimidades colectivas. Un problema actual, y que
afecta por igual a izquierdas y derechas. Pienso que Rodó giró toda su
vida alrededor de esa exacta y bastante precisa angustia: cómo generará
legitimidades (que sospecho que él pensaba de alguna manera ligadas a la
estabilidad de la letra) una sociedad desdiosada primero, desanimada
luego, democrática en el sentido de una dictadura de mercado y consumo,
en tercer lugar. Rodó no usa a menudo las palabras que se pusieron de
moda tiempo después, pero gira en relación a esa cuestión. Y esa
cuestión es bastante importante porque sin la ayuda de alguna
legitimidad aceptada, es decir,
no impuesta con la ley o la policía, cualquier política (cualquier
programa educativo, por ejemplo) está en muy serios problemas.
***
¿Cómo se da el hallazgo de este problema y este enfoque en Rodó? Creo
que Rodó se va dando cuenta de que el sujeto autónomo moderno, esa
utopía, se enfrenta a una inestabilidad y transformismo constitutivos,
simbolizados al fin en la figura de Proteo. La inestabilidad valorativa,
que es propia de la democracia, encuentra su espejo crecientemente en
una inestabilidad y desorientación en la estructura de la subjetividad.
En Proteo hay un espejarse de la fragmentación ideológica, de la
diversidad florescente de paradigmas propia de la democracia. Hay una
reflexión sobre la desorientación colectiva respecto de las siempre
anheladas, postuladas como posibles por entonces, jerarquías del
talento, el saber, la sabiduría, etc. Estas fragilidades externas, que
son de la democracia como mecanismo de legitimación directa o indirecta,
encuentran en el símbolo de Proteo v una intuición que, con el tiempo,
devendrá acaso en las dificultades de cualquier sujeto contemporáneo
para autolimitarse. En la medida en que el bien y la verdad no pueden
decidirse por votación, son no un bien y una verdad específicos sino la
noción misma de bien y verdad las que sufren y se eclipsan, en una
suerte de cinismo de inestabilidades. El Sujeto amenazaba ya en 1909
volverse un collage, cosa que estamos finalmente realizando del todo en
los últimos tres o cuatro lustros.
Cito a Rodó en varias de sus formulaciones de ese yo inestable, collage,
por el insidioso aparecerse de lo colectivo e impersonal en lo
individual y autónomo:
“Toda sociedad a que
permaneces vinculado te roba una porción de tu ser y la sustituye con un
destello de la gigantesca personalidad que de ella colectivamente nace.
De esta manera,
¡cuántas cosas que crees propias y esenciales de ti no
son más que la imposición no sospechada del alma de la sociedad que te
rodea! [...] Este sortilegio de los demás sobre cada uno de nosotros
explica muchas vanas apariencias de nuestra personalidad, que no engañan
solo a ojos ajenos, sino que ilusionan también a aquellos íntimos ojos
con que nos vemos a nosotros mismos. [...] Porque a menudo la virtud
penetrativa del ambiente no cala y llega hasta el centro del alma [...]
sino que se detiene en lo exterior del alma, como una niebla, como un
antifaz, como una túnica; nada más que apariencia, pero lo bastante
engañadora para que aquel mismo en cuya conciencia se interpone, la
tenga por realidad y sustancia de su ser [...] Despertarás como de un
largo sueño de sonámbulo. [...] ¿Por qué llamas tuyo lo que siente y
hace el espectro que hasta este instante usó de tu mente para pensar, de
tu lengua para articular palabras, de tus miembros para agitarse en el
mundo, cuyo autómata es, cuyo dócil instrumento es, sin movimiento que
no sea reflejo, sin palabra que no sea eco sumiso? ... ¡Ése que roba tu
nombre no eres tú. ¡Ése no es sino una vana sombra que te esclaviza y te
engaña...”.
(fragmentos de los capítulos XX a XXIII).
***
Este es un cambio en la postura de Rodó.
Rodó había llamado antes de Proteo,
en su Ariel, a cultivar la
unidad de autonomía del sujeto. Heredero de Schiller, su ideal era
entonces todavía el de la Bildung,
su método la educación del príncipe, una formación estética que enseñase
a las generaciones jóvenes el equilibrio ético y la sensibilidad social.
Sin embargo, un siglo más tarde, la autoconstrucción voluntaria de ese
ser individuo —la Bildung— se disuelve al alcanzar su umbral de
repetición, se pierde en el agotamiento de todas sus posibilidades. Al
mismo tiempo, la mundaneización del hombre, es decir, el despliegue de todas
sus posibilidades representativas, ha terminado de fragmentar la unidad
individual. Nuestra actual estructura general de la vida, estructura de
menúes, da cierta ilusión de orden a un sujeto detonado, cada vez menos
autónomo y coherente. En ese sujeto siempre ya
pre-representado,
uno puede elegir lo que quiera en el
menú, y recobrar en esa identificación una sensación de ser alguien
definido. La
tecnología, un fenómeno que creo en general escapó, como tal, a la
consideración de Rodó, juega el rol fundamental en el relevo
contemporáneo del sujeto moderno. Este sujeto contemporáneo tiene
más posibilidades que nunca, y a menudo busca realizarlas todas. La
consistencia de sus opciones no está prevista en la tal estructura de
hipertexto, de menúes disyuntivos que permiten la libre navegación. Todo
es en cierto modo posible. ¿Podríamos generalizar, diciendo que se trata
de que el desarrollo de la democracia ha trabajado constantemente hacia
el desmontaje de la negatividad, del límite, hacia la ilusión de una
positividad en expansión siempre creciente, donde ninguna crítica
encuentre asidero? Una especie de burbuja inmobiliaria del yo, que se
vuelve inflacionario en la medida en que todo se le representa como
crecimiento posible. Y él mismo se representa como posiblemente todo o
cualquier cosa. El problema de Proteo es el problema de cómo comprender
y dirigir el cambio y la construcción del sí mismo en una sociedad
democrática que —ya lo había dicho Taine, Renan, Tocqueville, en fin,
muchos antes de Rodó— tenía un peligro estructural en la imposibilidad
de darse a sí misma una legitimidad autoorganizadora—salvo la del dinero
y la retórica.
La tecnología evoluciona siempre, constantemente, hacia la destrucción
de límites y la apertura y realización de todas las posibilidades. Como
un ser proteico salido de madre, negando la limitación. Agamben dice en
“Sobre lo que podemos no hacer”: “El poder que se define irónicamente
como “democrático” [...] separa a los hombres no sólo y no tanto de lo
que pueden hacer sino sobre todo y mayormente de lo que pueden no hacer.
Separado de su impotencia, privado de la experiencia de lo que puede no
hacer, el hombre de hoy se cree capaz de todo y repite su jovial “no hay
problema” y su irresponsable “puede hacerse”, precisamente cuando, por
el contrario, debería darse cuenta de que está entregado de manera
inaudita a fuerzas y procesos sobre los que ha perdido todo control. Se
ha vuelto ciego respecto no de sus capacidades sino de sus
incapacidades, no de lo puede hacer sino de lo que no puede, o puede no
hacer. De aquí la confusión definitiva, en nuestro tiempo, de los
oficios y las vocaciones, de
las identidades profesionales y los roles sociales, todos ellos
personificados por un figurante cuya arrogancia es inversamente
proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación”.
La contribución de Rodó no está en el voluntarismo con el que
en su Ariel implora a esa
figura algo extravagante, el enrarecido “joven” hispanoamericano, que se
modere y sepa dar forma a su
Bildung. Su contribución está en haberse dado cuenta que el problema
no podía plantearse si no se comprendía que hay un correlato íntimo
entre la constitución del sujeto en la sociedad de masas y la
constitución del imaginario personal como sistema de opciones externas
internalizadas.
***
Rodó había optado por escribir. Su estilo, la dificultad abstracta, el
imposible barroquismo lineal que agota, es síntoma y parte de su
problema, el problema de un sujeto como cubista, o collage, al que él
trataba de verle estructura, espina dorsal, al tiempo que se daba cuenta
que se le disolvía. Él mismo nunca fue alguien demasiado existente fuera
de sus letras. Dicen que daba la mano como una babosa. La letra, en su
trabajoso cincelado de un estilo, ajenísimo a la voz presente, fue en él
metáfora de la autoconstrucción del sujeto que imaginaba, un sujeto que
ya se volvía “líquido” antes de tiempo, y buscaba en ese cambio su
propia estabilización. Aquel programa individual, de régimen y énfasis
letrado, quiso actuar como una suerte de dique a la realidad de las
fuerzas sociales democráticas desatadas. Aquel estilo de difícil lectura
fue la existencia verdadera de Rodó. Su yo se le ramificaba y se le
hacía abstracto, como su escritura, que en
Proteo es acumulativa y
voluminosa. La abstracción de entonces era tal vez resultado del
esfuerzo por mantener al yo atado ante las fuerzas centrífugas que lo
tironeaban. Hoy vamos siendo afectados por cierta dictadura de la
brevedad (aunque sé que esto es contradicho por las sagas adolescentes
de 2000 páginas, que también se leen), brevedad que viene sólo en parte
de la esfera de lo atencional. Creo yo que viene más de un desánimo
respecto de la posibilidad de hacer sentido sobre un mundo y un existir
que son ya demasiado complejos. Si el yo proteico insinuaba los riesgos
de la multiplicidad de autoimágenes, el de hoy se ha instalado en la
dispersión incontrolable de posibles sentidos, de infinitos “para qué”,
cada uno menos convincente que el anterior.
Allá en el colmo de la modernización, el “para qué” vital se entendió
todavía bajo el tópico de la “vocación”. La vocación articulaba, en la
división del trabajo, el sentido del existir. Rodó le dedica largos
capítulos a esa cuestión de la vocación, va elaborando una especie de
fenomenología de la vocación: como se experimenta, cómo se desata, qué
accidentes le son comunes, cuáles es su anecdotario y sus ejemplos
antiguos. El “alma”, imaginada por los neoidealistas en aquel
novecientos como una coherencia invencible que pugna siempre por
realizarse y aparecer según su ley interior, era para ellos la regente y
la garantía del sentido; esa fe en una potencia preexistente del alma
juega un rol importante en el
Proteo. (ej. Cap XL y cercanos) Son tiempos de una dialéctica nítida
sujeto-sociedad. Sin embargo esa alma pura y resistente a las
imposiciones causales del mundo resulta hoy sospechosamente afectada por
las más nimias circunstancias. El vacío del Ser tiene que ver con el
sinsentido de la vocación, no con la imposibilidad de seguirla. Es
precisamente porque, como dice Agamben, se pierde contacto con el poder
no hacer, que sufren las vocaciones, pues todas son como espejismos
igualmente positivos y realizables. El capítulo XLI de
Proteo examina esta posibilidad. El problema ¿no será que, ante la
ampliación tan gigantesca de las posibilidades de exploración
realizadora, devenir uno mismo se vuelve cada vez más titánico, hasta el
punto del abandono? El esfuerzo de “devenir uno mismo” es inmenso, y se
comienza a sospechar que, en las condiciones de productividad, uso del
tiempo, etc. contemporáneas, bastante inútil.
Byung-Chul Han (en La sociedad del
cansancio) observa ciertos resultados de esta “agitación en la
positividad”:“La
positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del
deber. [...] El deprimido no está a la altura, está cansado del esfuerzo
de devenir él mismo. (...) Alan Ehrenberg considera la depresión como la expresión
patológica del fracaso del hombre tardomoderno de devenir él mismo.
[...] El lamento del individuo depresivo, “Nada es posible”, solamente
puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que “Nada es
imposible”. [...] La depresión es la enfermedad de una sociedad que
sufre bajo el exceso de positividad”.
En Rodó la renovación constante era aun optimista. Al final de la ruta
de esta modernidad productiva y de estricta objetivación monetaria del
esfuerzo y división del trabajo —que estaba trazada ya entonces—, la
renovación constante se ha invertido en un vacío de aspiradora, por
exceso de positividad. “Renovarse es vivir” ha mutado en agitación
sensorial y del yo, embalada en la aceleración estructural constante de
la tecnología, pero sin que ésta revierta, por su dispersión también
creciente, en sentido asimilable para el sujeto hiperestimulado. El
corrimiento está yendo en esa dirección,
hacia una colectivización
internalizada de las representaciones del Yo. El proteísmo
desencadenado, la falta de limitación, la falta de distanciamiento del
sujeto respecto de su propia potencialidad, la falta de negatividad, el
no saber qué podríamos no hacer,
disuelve el proyecto “moderno- posmoderno” y lo relanza en un desafío
nuevo que estaba, creo, presupuesto ya, con su arcaico y trabajoso
lenguaje, en Rodó: para cada uno, encontrarse con
la posibilidad de definir y
respetar sus propios límites. (Pero, ¿no reinstala esto el problema del
voluntarismo?).
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