SUDAN DEL SUR: UN PAIS QUE NO TERMINA DE NACER
Hace exactamente un año, el 9 de julio del año 2011, “nacía” el nuevo país de 9 millones de habitantes, bautizado Sudán del Sur, con la firme esperanza de acceder al atributo esencial de todo nuevo estado nacional: la soberanía.
Del país más grande del África se separaba aquel día una nueva entidad política cuya capital sería Juba y su presidente Salva Kiir pero del que no se había todavía acordado, ni cual sería la moneda de curso legal ni, con una mínima precisión, cuales habrían de ser las verdaderas fronteras territoriales del país naciente. Esas fronteras no estaban claras en aquel momento y, por otra parte, tampoco se han definido aún totalmente, a un año de iniciada la nueva historia del país.
El nuevo estado surgía como una escisión del antiguo Sudán que, desde Jartum, había dirigido los destinos de un territorio inmenso habitado por una enorme diversidad de pueblos, etnias, grupos sociales, lingüísticos, (en Sudán del Sur solamente se pueden encontrar 200 lenguas diferentes y, en Darfur, sólo algunas menos), etc.
El proceso no había sido fácil (y, como veremos, no está siendo nada fácil a pesar de la declaratoria de independencia) pero, a pesar de todo, ésta parecía ser la culminación de una larga y cruenta guerra entre el Sudán del Norte (árabe y de obediencia claramente islámica) y los interminables intentos de las poblaciones del Sudán del Sur, de origen africano y religiosamente animistas y cristianos, de liberarse de un control político cuya dureza y crueldad era y es conocida de toda la Comunidad internacional. Por otro lado, corría y corre el conflicto en Darfur, igualmente dramático, cuyo destino final se desconoce.
En efecto, desde hace más de veinte años reina en Jartum el “presidente” El-Bechir. Si bien durante las primeras décadas de su gobierno ni sus recursos ni sus aliados eran particularmente poderosos y el Sudán era un país grande pero algo débil, más tarde, con el crecimiento acelerado de la China, el viejo dictador encontró las tres herramientas políticas básicas que necesitaba: el aliado internacional poderoso, la fuente de armamento y el comprador del petróleo que parecía ser su recurso fundamental. Con la China haciendo de “back up”, el ya importante poderío de Jartum se incrementó y se hizo férreo y tanto Darfur como el Sur del país comenzaron a padecer aún más la dominación norteña.
Fueron teóricamente 21 años de guerra (en realidad la “terminación” de ésta sólo es parcialmente cierta y tiene mucho de expresión de deseos) en los que murieron casi 2 millones de personas contra un centro político norteño cada vez más poderoso y cuyo islamismo fue derivando hacia un fundamentalismo extremista e intolerante.
A pesar de eso, y también en buena medida gracias al apoyo de la República Centroafricana, de alguno otro país vecino intimidado por los continuos desbordes del dictador El Bechir y, sin lugar a dudas, de un lejano pero atento Vaticano, así como el propio estado de Israel, los combatientes del Sur lograron en 2005 un acuerdo de paz que implicaba un plebiscito para que se votara el destino del Sudán del Sur.
La realización de ese plebiscito demoró, como advertirá el lector, unos seis años. En realidad, sin un acuerdo entre los EE.UU. y la China (donde ésta última hubo de desatender parcialmente las demandas de su aliado de Sudán del Norte) nunca se hubiese llevado a cabo el plebiscito. Sin embargo, bajo fuerte presión de la Comunidad internacional, a inicios del año 2011 se realizó el plebiscito y su resultado (99% de votos por la escisión del Sudán del Sur) determinó el “nacimiento” del joven país que hoy debería cumplir un año.
En realidad, poco hay que festejar en este primer año de “independencia”. Es cierto que un año en la vida de un país es un lapso insignificante, tanto más cuanto, durante ese año, la guerra con Sudán del Norte no estuvo nunca realmente terminada. A no ser por el hecho que las Naciones Unidas emitieron el reconocimiento oficial del nuevo país, y que su bandera nacional ha sido agregada a la pléyade de las del resto del mundo, son pocas las manifestaciones en las que la población de Sudán del Sur pueda advertir concretamente que se encuentra viviendo en “su” nuevo país.
El contencioso más importante que queda sin resolver (y que mantiene un estado de guerra más o menos abierta, más o menos larvada), ocupando el grueso de la actividad del nuevo gobierno, es el tema de las reservas de hidrocarburos que se encuentran en los territorios del Sur. Este tema obviamente está vinculado a la delimitación definitiva de las fronteras de Sudán del Sur.
Pero, más allá de ello, la disputa por el control y la puesta en explotación de esos enormes yacimientos todavía está muy lejos de estar resuelta porque no solamente es un tema “geográfico” y el gobierno de Juba no parece encontrar la forma de destrabar una situación por lo menos paradójica. Esta situación sólo la conocen realmente bien, y a fondo, aquellos países que descubrieron, de manera relativamente sorpresiva, que poseían grandes reservas de hidrocarburos.
Los países que no poseen petróleo en abundancia, es decir los países que no pueden ser considerados como “países petroleros”, suelen añorar la supuesta condición privilegiada de los grandes productores de petróleo e hidrocarburos. En realidad no saben que el proceso es más complejo. Y ello es así porque, por lo general, la población de los países que un día “se despiertan” como poseedores de grandes reservas de energía de ese tipo no sabe, que esas grandes reservas de riqueza natural, durante un buen tiempo, son más un enorme problema político, económico y financiero para el país que las descubre, que una verdadera ventaja comparativa que genere ingresos concretos para el estado y la población. Se requieren décadas para transformar un país poseedor de muchas reservas de hidrocarburos en un país que usufructúa realmente de la riqueza que su subsuelo encierra,
La extracción masiva de hidrocarburos requiere de inversiones astronómicas, de redes comerciales complejas, de la formación de personal técnico altamente calificado, etc, requisitos todos que, por lo general, están totalmente fuera de las posibilidades de muchos esos países. En este caso, en un país como Sudán del Sur cuya principal urgencia es la obtención de alimentos básicos y donde el sistema de salud y la estructura educativa son inexistentes, para no mencionar más que algunas carencias, serán necesarias inversiones muy cuantiosas y, seguramente, confiar buena parte del proceso de montaje de la infraestructura a empresas y personal totalmente extranjero.
En otros términos, aunque el nuevo país posee reservas de hidrocarburos más que abundantes, hoy la única forma de extraerlas es mediante la muy ineficiente infraestructura de extracción y transporte que posee, desde hace tiempo, Sudán del Norte. O sea que el nuevo país depende de su antigua capital y ex-“patrón”, ahora enemigo, para obtener algunas divisas significativas de su petróleo.
En los hechos, durante este tímido ejercicio de “vida independiente” de un año, Sudán del Sur ha debido entregar más del 90% del valor de sus hidrocarburos que son allegados al mercado mundial utilizando las estructuras del vecino del Norte. La evidente expoliación del valor de las exportaciones del nuevo país, detrás de la cual se encuentra la China, ha sido tal, que Sudán del Sur ha suspendido en enero de este mismo años las ventas de hidrocarburos al Norte y al mercado internacional.
Ello explica bastante claramente porqué razones este primer año de vida no ha sido digno de festejo alguno. Una parte importante de la población del país no puede dejar de pensar que el proceso de independencia es más bien un invento o una fantasía. Si la independencia significa iguales o peores condiciones de vida, un estado de guerra similar al de años atrás y sólo la posibilidad de desplegar una bandera, el nacimiento de un nuevo país tiene inexorablemente algo de profundamente frustrante.
Como si la situación no fuese suficientemente complicada, hasta hace algunos meses el escenario todavía guardaba alguna lógica. El-Bechir, ante la secesión sudista estaba empeñado en obstaculizar de todas las maneras imaginables, la viabilidad del nuevo país. En esa lógica entraba claramente la política expropiatoria de las exportaciones de petróleo que mencionásemos, así como la permanente actividad bélica que nunca dejó de desarrollar, con diferentes niveles de intensidad, para con las poblaciones del Sur.
Pero la novedad (¿quizás efecto lejano de “las primaveras árabes” en el corazón del África?) de los últimos dos meses, es que el poder de El-Bechir comienza a verse cuestionado también en Sudán del Norte. Hecho insólito en la historia de ese país, a mediados de junio, estudiantes y ciudadanos manifestaron contra el gobierno por la calles de Jartum. Aunque ello pueda parecer favorable a primera vista para la futura suerte del Sudán del Sur, las cosas pueden no son tan simples. Si el imperio de más de dos décadas de El-Bechir se desploma, el cataclismo siguiente y los daños por él causados, no dejarán de lastimar, nuevamente, al incipiente experimento nacional de Sudán del Sur.