jueves, 3 de noviembre de 2011

EL ETERNO RETORNO DE MALTHUS

EL ETERNO RETORNO DE MALTHUS



 El día 31 de octubre, las Naciones Unidas, más precisamente una de sus infinitas dependencias, el Fondo de las Naciones Unidas para la población (UNFPA), nos informó que la población del planeta acababa de batir un nuevo récord. Como resultado del anuncio, buena parte de la prensa internacional dedicó ingentes esfuerzos, y no poco espacio impreso y tiempo de antena, a difundir la noticia: “somos 7.000 millones de personas”.

Por descontado que ningún lector puede hacerse una idea concreta de lo que significa que la población del planeta haya llegado a esa cantidad de personas ya que la cifra resulta de muy difícil comprensión. El resultado es que, aún en aquellos medios de prensa en los que la noticia es presentada con la objetividad y ecuanimidad del caso,  el lector no puede dejar de pensar que ese número es demasiado grande. Es más, lo que cabe sospechar es que un porcentaje altísimo de los lectores haya pensado, en el momento mismo de leer el titular, que 7.000 millones es “una enormidad“ de gente.
Por lo general, la información proporcionada sobre el tema se encarga de señalar hitos que ilustran el crecimiento poblacional y sus ritmos. Así, subraya por ejemplo que, hace 20 siglos, en el siglo 1º de la era cristiana (¿que tendrá que ver el nacimiento de Jesús con la evolución de la población del planeta?) , la población total de la tierra era de 200 millones de personas. Nuevamente el lector se encuentra ante una disyuntiva: ¿serían demasiado pocos? ¿O ya eran muchos para la época? Como pronto nos enteramos que, hacia 1800, la población del planeta rondaba las 1.000 millones de personas, la preocupación sobre una eventual sobrepoblación del mundo antiguo queda momentáneamente suspendida.
Pero lo que sucede es que, a medida que nos vamos acercando a nuestros tiempos, las cifras parecen crecer de manera absolutamente desmesurada. En el año 1999, es decir hace escasamente 12 años, éramos 6.000 millones y resulta que al principio de esta semana, ya llegamos a los 7.000! Librado a su sólo sentido común, el lector desprevenido, que además no tiene porqué haberse detenido a meditar cuidadosamente en el complejo tema del crecimiento demográfico del mundo contemporáneo, sólo puede sacar una conclusión pesimista: la ”explosión“ demográfica se transformará, si no es que ya lo es, en una “amenaza“ para la humanidad.
Todo este relato, más muchos otros que le son relativamente solidarios, tienen un antepasado común y una idea básica y central. Esta idea es de fines del siglo XVIII y, porque se presenta como “evidente” para el sentido común (que es lo que suele suceder con un buen número de ideas falsas), anida desde entonces con incontenible fuerza y virulencia en el imaginario del público.
Solamente nuestros muy buenos alumnos (porque actualmente el tema ha desaparecido de casi todos los programas de estudio de la economía) saben que, allá por 1798, un pastor protestante, muy inquieto por el cercano triunfo de una Revolución Francesa que había visto hacer acto de presencia en la historia a vastas capas sociales de desposeídos, decidió publicar  su “Ensayo sobre el principio de población”  con el que fundó una manera de pensar la relación entre el hombre y la naturaleza que tendría larguísimas consecuencias históricas que llegan incluso hasta nuestros días.
Como señalásemos, el razonamiento de Malthus tiene esa desconcertante sencillez de las ideas que integran el llamado “sentido común”. Nuestro joven clérigo anglo-sajón dedica su ensayo a demostrar que la velocidad de crecimiento de la población es infinitamente superior a la velocidad de crecimiento de la producción de los alimentos requeridos para la supervivencia de esa población. Según Malthus,  mientras que el crecimiento de la población “…no tiene frenos…”, el crecimiento de la producción de alimentos se regiría por la entonces aceptada teoría de “los rendimientos decrecientes de la tierra” que, adoptada por la economía clásica de la época, sostenía que la agricultura iba incorporando a la producción las tierras agrícolas de acuerdo a una cierta lógica económica: se comenzaba por producir en las mejores y más cercanas tierras, y, a medida que se requería mayor cantidad de producción, se iban incorporando a la agricultura tierras cada vez más lejanas y menos productivas. Por ello el incremento de la producción agrícola estaba condenado a ser ”lento”.
En otras palabras, y como en el mundo ilustrado anglo-sajón toda idea debe ser cuantitativamente expresada, Malthus concluye (vaya uno a saber en base a qué cálculos) que el crecimiento de la población sigue una pauta geométrica mientras que el de la producción de alimentos se  limita a una modesta progresión aritmética. Esta tontería, como veremos, estaba destinada a un esplendoroso futuro.
Pero no era una simple tontería ingenua que anunciaba la rápida e inminente extinción de la civilización: sus implicaciones políticas y sociales eran complejas. Además, la teoría podía tener serias contradicciones con el propio credo religioso de nuestro devoto demógrafo.
El clérigo Malthus se dio cuenta rápidamente que su teoría llevaba a la conclusión que la única “variable” que nos permitiría, sino escapar, por lo menos demorar la inminente catástrofe del género humano, era intervenir y frenar el crecimiento de la población ya que la ley de “los rendimientos decrecientes de la tierra“ era considerada como una verdad científica incontrovertible. La conclusión era que el problema residía en la existencia de demasiada gente, pero, particularmente, demasiada ”gente pobre“ que, además, tenía la enojosa tendencia a reproducirse con gran rapidez.
Esta situación planteaba, para el clérigo Malthus, más de un dilema ético. Avalar la intervención humana para ”frenar” los nacimientos no era una solución imaginable: ni abortos, ni controles demográficos, del tipo que fuesen, eran religiosamente aceptables para nuestro clérigo. Sólo le quedaban dos “medidas” al alcance de su mano para imaginar una política para enfrentar las conclusiones de su propia teoría. Primero: predicar la continencia más estricta y, segundo, confiar en que la miseria y las enfermedades que ésta suele acarrear, ayudasen a frenar el crecimiento poblacional por lo que resultaba fundamental rechazar toda medida de ayuda social o de mejoría de las condiciones de vida de las clases más necesitadas.
Por sorprendente que resulte, el pensamiento de  Malthus, no solamente no desapareció sino que, además, hasta hoy goza de excelente salud en lo que hace a su idea central: ver el crecimiento poblacional como un problema.
Así, en 1968, el biólogo Paul Ehrlich publicó su “Population Bomb” cuyo contenido, en vista del título, no requiere demasiada explicitación y que influyó en la conformación del pensamiento medio-ambientalista contemporáneo. En 1972, el muy insigne “Club de Roma”, animado por Ehrlich, Lester Brown y científicos de Stanford, reunió líderes políticos, jefes de corporaciones y funcionarios internacionales para publicar su archi-conocido informe “Los límites del crecimiento” donde, con otro lenguaje y una visión más centrada en la noción de ”crecimiento económico“, se reflotaba el corazón mismo de la idea malthusiana.
Es más, en su núcleo conceptual más profundo e íntimo, el pensamiento ecologista, y buena parte de la preocupación medio-ambientalista, responde a una manera malthusiana de razonar. En lugar de concluir que, como la historia demostró, la producción de alimentos  y el crecimiento poblacional eran variables que evolucionaban razonablemente ¨en paralelo¨, el pensamiento medio-ambiental reproduce el modelo malthusiano: “la naturaleza”, “el planeta”, “el ambiente” constituyen algo así como un constante o una variable muy inelástica mientras que el uso que la creciente población del planeta hace de “los recursos naturales“ crece exponencialmente.
El procedimiento de construcción del ”ambientalismo“ descansa precisamente en esa idea: la de que existe una ”naturaleza esencial“, integrada por un conjunto de recursos ”dados“ y que el volumen de ambos son ”previos” y radicalmente independientes de toda actividad humana. Esta última, en todo caso, sólo tiene la capacidad de ”consumir“ dichos recursos,  ”lesionar“, la naturaleza o, simplemente, destruirla. Esa idea, que también es de filiación rousseauniana, ignora que, aunque entre naturaleza y sociedad humana hay diferencias insalvables, las relaciones entre ambas son particularmente complejas y dinámicas. Si se toma como un hecho “dado“ la existencia de la ”naturaleza“ que evoluciona de manera totalmente independiente de la evolución de la sociedad humana, es seguro que, en algún momento del futuro, con encontraremos con un escenario maltusiano o ”neo-malthusiano”  como se estila decir ahora.
Bienvenida, entonces, la cifra de 7.000 millones de seres humanos. No nos preocupemos si vamos a poder producir los alimentos, la energía, la habitación, la salud y la educación que necesitan. Ya sabemos que podemos producirlos. Debemos preocuparnos, eso si, por distribuirlos lo más equitativamente posible. Pero eso es harina de otro costal.