MÉXICO: DEMOCRACIA Y VIOLENCIA |
Como manifestásemos en múltiples editoriales anteriores, hace ya por lo menos una década que las instituciones democráticas se debilitan sistemáticamente en América Latina. Dejando de lado el caso ya crónico de Cuba, en una media docena de países se han venido instalando, y luego perpetrando en el poder mediante reelecciones claramente cuestionables, regímenes que hemos acordado llamarlos como en el pasado, más o menos explícitamente, “populistas”. Estos populismos que han inundado buena parte de Latinoamérica nos han mostrado rotundos ejemplos de su profunda vocación autoritaria, de su incontrolable voracidad por el poder, de su absoluta irresponsabilidad en materia de política nacional e internacional y de la indisoluble fusión de la gestión de sus líderes políticos con la corrupción más mezquina. Autoritarismo, voracidad, irresponsabilidad y corrupción son los 4 atributos que el populismo extiende sobre el continente. Pero había un país que, luego de haber sido quizás el ejemplo más sofisticado -(y, en más de un sentido, el más perverso)- de populismo latinoamericano durante setenta años, había iniciado una esperanzadora evolución hacia formas de organización política más democráticas. Se trataba de México que, ya en los últimos decenios del reinado del PRI, comenzó a avanzar decididamente en esa dirección. Aunque el proceso se pone en marcha bajo el gobierno del presidente José López Portillo, hay un cierto consenso entre los analistas de aquel país en torno al hecho que el verdadero “padre” de la Reforma Política, fue el Secretario de Gobernación de aquella época, don Jesús Reyes Heroles que, en 1977, hace aprobar la “LOPPE” o “Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electorales”. Después de aprobada la mencionada ley, que reconocía al Partido Comunista (entre otros) y ponía en marcha un riguroso ordenamiento jurídico del régimen de partidos políticos y de la mecánica electoral, y aunque Reyes Heroles falleciera tempranamente y los presidentes priístas cambiaran (Zedillo, reemplazará a Salinas, que previamente, ya había reemplazado de la Madrid, que a su vez había reemplazado a López Portillo), el proyecto seguirá avanzando en sucesivas reformas y modificaciones, desde 1987 hasta 2007, todas ellas destinadas a mejorar el funcionamiento de los Partidos Políticos y del desempeño electoral del país durante tres décadas. La obtención por el PAN, en las elecciones estaduales de 1989, de la primera Gobernatura no priísta, en Baja California y, una década después, la obtención en el año 2000 de la presidencia de la República por Vicente Fox, dejaron en claro que el camino iniciado en 1977 había dado sus frutos. Luego de 70 años de funcionar como “una dictadura perfecta”, según la consagrada expresión de Mario Vargas Llosa, el PRI había conseguido algo que escasísimos regímenes populistas en la historia logran: evolucionar hacia la democracia en lugar de involucionar hacia la profundización del autoritarismo y la dictadura. La alternancia comienza a producirse en México, y no es una alternancia fingida: es una verdadera alternancia democrática. Sin embargo, este importante esfuerzo de regularización institucional, de instauración de normas y de fortalecimiento del estado de derecho, de disciplinamiento de los partidos políticos, y hasta de transformación cultural de una ciudadanía que estaba “acostumbrada” al fraude priísta sistemático, aparecen hoy puestos en peligro por la incontrolable espiral de violencia que el narcotráfico y el crimen organizado han ido instaurando a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. Es así de sencillo: la democracia mexicana está en peligro por la explosión incontrolable de violencia. Si nos limitamos al segundo gobierno del PAN, el del actual presidente, Felipe Calderón, que comienza en el 2006, es necesario señalar que en México ha habido 50.000 muertos, 10.000 desaparecidos y 200.000 desplazados vinculados a la narco-violencia, cifras que revelan, por un lado, la existencia de una verdadera guerra interna y, por el otro, que el gobierno está muy lejos de controlar el curso de los acontecimientos. En ”LETRAS INTERNACIONALES” Nos. 71 y 37, del 6 de Agosto de 2009 y del 5 de septiembre de 2008, respectivamente, ya abordamos este dramático proceso de jaque a la naciente democracia mexicana y, en los dos años que han transcurrido desde el último artículo, la situación no ha hecho más que empeorar. Las razones de este ataque a la democracia son múltiples y, sobretodo, difíciles de desentrañar en la medida en que forman un tejido altamente complejo, intrincado y opaco. En primer lugar es necesario recordar que en México siempre hubo narcotráfico y siempre hubo violencia. Muchísimo menos que ahora, pero había ambas cosas. Una variable significativa (pero que es una parte muy menor del problema) radica en que, en Colombia, los gobiernos de Uribe y de su sucesor Juan Manuel Santos, han sido relativamente exitosos y han reducido el “espacio social” en el que operaban los “cartels” colombianos. Aunque siguen desde luego operando en ese país, seguramente migraron en buena medida a México, país en el que ya estaban, puesto que era lugar de tránsito obligado hacia su destina natural, los EE. UU. Pero, en segundo lugar, es necesario señalar que la sociedad mexicana, acunada por 70 años de populismo, era y es una sociedad profundamente corrupta. En ese contexto, la política del presidente Calderón de abrir, desde el mismo año 2006, una batalla frontal, Fuerzas Armadas mediante, contra los “cartels”, debía de haber sido más meditada. ¿Cuántos policías mexicanos trabajan para los narcos? ¿Cuántos oficiales y soldados mexicanos trabajan para el crimen organizado? Los años que van del 2006 a hoy, y la cifra de muertos, indican que eran y son muchos, realmente muchos. En otras palabras, con los niveles de corrupción de la sociedad mexicana, el Presidente Calderón debería de haber preparado “su guerra“ con los soldados adecuados aunque eso le hubiese requerido tiempo. Allí radica un tercer problema de importancia. Pero hay un cuarto aspecto que debe ser mencionado porque, precisamente en la medida en que constituye un verdadero escándalo internacional, no es común que el tema se recuerde en horizontes lejanos a México. Los EE.UU. son, en porcentajes altísimos, “El Mercado” del narcotráfico que aquí nos ocupa. Son millones de ciudadanos norteamericanos adictos y consumidores esporádicos que compran volúmenes astronómicos de droga. De manera harto curiosa, la frontera de 3.300 kilómetros que va de Matamoros, Tamaulipas, a Tijuana, Baja California, y que separa a México de su vecino del norte es, en su lado sur, un campo de batalla donde han caído más hombres que en la última guerra de Afganistán. Pero, del lado norte de esa misma frontera, del lado adonde sabemos todos que VA la droga, nada sucede. Reina una envidiable paz. Los sofisticadísimos cuerpos policiales norteamericanos, capaces de dar con Bin Laden en el otro lado del mundo, ¿no advierten la droga que entra desde México? ¿Tampoco las armas y el dinero que salen hacia México? ¿No tienen cuerpos de seguridad capacitados los EE.UU. como para combatir ese tráfico? Sí, claro que los tienen y no los usan porque su política es hacer que el narcotráfico lo combatan los colombianos, los centroamericanos y los mexicanos. A pesar de recientes alegatos aparecidos en “The New York Times” de que fundamentalmente la D.E.A. habría logrado infiltrar los grandes grupos de narcos en México, la opinión pública de ese país desconfía tanto de su gobierno como del de los EE.UU. En otras palabras, para el mexicano medio y para los centenares de miles de víctimas de la violencia, la política norteamericana es que Colombia ponga la droga, México los muertos y los EE.UU., ellos, colaboran con el dinero, las armas para los narcotraficantes y los consumidores. |