EL CHARCO EN LA PIEDRA 4
Finalmente, cansados de esperar la llegada de alguna autoridad, un vecino piadoso remató al caballo de un tiro en la cabeza. Como pudieron, liberaron el pequeño automóvil de los restos del carro de basura y el conductor emergió, más asustado y indignado que lastimado, del insólito accidente. A nadie pareció sorprender que, en el siglo XXI, en medio de la ciudad capital, un carro tirado por caballos circulase sin ton ni son. Esa situación había sido naturalmente aceptada como otra de las creaciones del insigne Intendente Dr. Abayubá Velázquez. Su aguda sensibilidad social le había impulsado a permitir (los maledicentes de siempre decían que a fomentar) la aparición de miles de andrajosos carros que recorrían la ciudad escarbando entre la basura que el servicio municipal de recolección de residuos nunca recogía.
Abierto el paso, el ómnibus pudo retomar lentamente su marcha. Lo último que Arsenio dejó en el horizonte fue la angustia del propietario del caballo, la desolación del automovilista y la curiosidad indiferente de los vecinos. Salvo contadísimas excepciones, los dramas sanfelipianos solían tener las dimensiones del país y de sus gentes. Las pérdidas siempre eran relativas, las enfermedades parcialmente curadas, las muertes resignadamente recibidas, los robos estoicamente soportados, las crisis y las quiebras económicas esperadas como inevitables fenómenos naturales ante los cuales nada podía hacerse o alegarse. Como, por otra parte, San Felipe desconocía realmente la dimensión de una verdadera catástrofe natural (como terremotos, tornados, sequías e incendios, erupciones volcánicas, tsunamis o inundaciones) sus habitantes estaban resignados a luchar, sorda y cotidianamente, contra un mundo que les imponía un sufrimiento pueblerino cuya tenaz ferocidad se escondía en la callada aceptación de que vivir era, sobretodo, vivir siempre a medias.
Repentinamente, con el caer de la tarde, el ómnibus abandonó los barrios grises y se aproximó de la Costa. Grandes y lujosas casas, rodeadas de jardines aparecieron. Como no existía alumbrado público, las luces de las casas las hacían lucir mas amplias y brillantes. Era el San Felipe “rico”, donde los dueños podían financiar de sus bolsillos la reparación de los pavimentos destrozados, la inexistencia de luz, construirse sus veredas y paliar con pozos privados los costos demenciales del agua corriente o las carencias del saneamiento. No había allí “vecinos” que ocupasen la calle: solo, de vez en cuando, alguna caseta de los servicios de seguridad privados destinados a paliar las rotundas falencias policiales.
Cansado del eterno recorrido, del traqueteo por calles destruidas y del escándalo de la música del ómnibus, Arsenio decidió descender en una esquina de estos barrios “ricos” donde se esbozaba un suerte de pequeño y desolado conjunto de comercios.
09/08