EL CHARCO EN LA PIEDRA 1
Cuando Arsenio llegó a su ciudad, San Felipe, algo desprevenido, hacía más de dos décadas que había huido con calma y resignación. Huyó de los domingos inundados de ravioles y transmisiones radiales en las que 22 individuos simulaban jugar al futbol. Huyó de las 2 implacables vecinas que durante 18 años habían amontonado, diaria e impunemente, su basura frente a la puerta de su casa. Huyó de los impuestos que le mochaban el sueldo, de los descuentos para la jubilación imaginaria que nunca recibiría, de los cobradores de teléfono, agua, televisión por cable, luz, conexión a Internet, contribución inmobiliaria, impuesto a primaria, tasa de saneamiento, patente de rodados, seguros, comisión de fomento, contribución para la Seccional policial, mutualista, contribución para el cuerpo de Bomberos y del aporte para la incalificable murga que entronizaría la guarangada nacional en vedette de las noches de febrero. Huyó de muchas cosas pero, sobretodo, como la mayoría de los uruguayos emigrados, huyó de San Felipe con la cansada convicción de que su lugar natal estaba irremisiblemente condenado.
En años de lejanía, a veces tuvo la impresión de que en San Felipe, como distintos partidos políticos se habían alternado en el gobierno, algunos de sus compatriotas iban a despertar del autismo cultural. Esperó, sin demasiado entusiasmo, que unos pocos descubrirían, finalmente, que la fascinación de la gente de San Felipe por un supuesto pasado mejor no era más que una alucinación, oficialmente alimentada, destinada a construir un contraste que sirviese como consolación ritual e hiciese soportable la mediocridad del presente.
Desembarcó en Arrasco, una lluviosa tarde de junio. La presencia de una imponente obra cercana al viejo Aeropuerto lo distrajo momentáneamente. Había olvidado que todavía existiesen aeropuertos donde al pie del avión se hiciese cola, bajo el agua, para subir a un ómnibus. Entonces recordó que ese ómnibus, luego de amontonar a los pasajeros entre valijas, paraguas, carritos, paquetes de ropa, comida o lo que fuese, respiraciones y vidrios empañados, los arrimaría hasta un hangar donde ingresarían al “país”. Para esquivar toda sorpresa, ya había previsto que el trámite de revisión de los documentos sería complejo. Habría que esperar que apareciesen los que, en San Felipe, se llamaba “funcionarios de migración”; recordó con fatiga que, también, habría que ignorar la prepotencia de una docena de gordas que, abusando de su condición de mujeres de edad, intentarían adelantarse en la balbuceante hilera formada.
Veinte minutos después, ya reiteradamente atropellado por señoras de edad e infaltables viajeros que, gracias a “conocidos”, salían de la fila y pasaban directamente al Duty Free, llegó finalmente al mostrador. Extendió su pasaporte. La pose, el tono despectivo, la vestimenta del “funcionario” y, sobretodo, el sello inmemorial y el ruido que éste hizo al estampar su ininteligible marca, le reafirmó todo lo que durante años había recordado con dulce y dolorida memoria. Había llegado.
06/08