EL CHARCO EN LA PIEDRA 3
El ómnibus recorría recovecos en las entrañas de San Felipe. Evidentemente el trayecto diseñado para esa línea había sido pensado para que el vehículo fuese un “recogedor” de gente. Nadie pensó nunca que los felipianos podían tener algo parecido a horarios, necesidades perentorias o urgencias de algún tipo; que debían concurrir a cuidar un niño, ir al trabajo o encontrarse con una mujer deseada. Pero los pasajeros de aquel vehículo era peculiares. Seguramente, dada su edad, muy pocos participaban de algún tipo de actividad productiva. Era un ómnibus abrumadoramente poblado de jubilados que, fuera del tiempo, transitaba por calles sin fecha ni nombre, sin pasado ni futuro presumibles.
Los barrios desfilaban uno a uno. Era difícil que Arsenio recordase donde se encontraba porque las esquinas, las puertas, las casas se parecían todas entre sí. Fachadas grises, ventanas descascaradas, marcos nunca repintados, veredas destrozadas, o que dejaban de existir durante 3 o 4 cuadras, transformadas pastizales, para reaparecer, algo más adelante, como dentaduras incompletas, cariadas por la ausencia de millares de baldosas. Había, si, algo nuevo: San Felipe estaba “enrejado”: rejas brillantes y flamantes, rejas atinadas, rejas herrumbadas desde décadas, se sucedían por cuadras y cuadras.
Ese San Felipe, en su abandono y dejadez, solo era comparable a la ciudad de Lavana, aquella capital del “socialismo” que había visitado hacía 27 años. Aunque ahora, en San Felipe, había muchos más vehículos que en aquella ciudad, aquí como allá, subsistían engendros automotrices inimaginables: autos semi-desguazados al costado de la calle, camiones destartalados, reconstruidos con pedazos de modelos disímiles, carentes de ruedas, soportados por leños, sin dirección ni parabrisas, que dormitaban herrumbrándose en el frío de siesta barrial.
Había escuchado que San Felipe tenía un “problema” con los accidentes de tránsito. Eran demasiados y constituían la principal causa de fallecimientos entre la escasa juventud felipiana. Cuando el bus frenó bruscamente y quiso inquirir por las razones del frenazo que había interrumpido su modorra, el espectáculo era por lo menos curioso.
Un pequeño automóvil yacía atrapado entre las ruedas de un carro tirado por un caballo. La situación era casi inexplicable: probablemente el caballo, fuera de control, había arrastrado al carro, rebosante de basura, por sobre el pequeño automóvil, destrozándolo. Grandes bolsas de basura y residuos cubrían al vehículo y regaban generosamente la esquina. Pujando contra los restos del carro y la carrocería retorcida que lo atrapaba, el conductor pugnaba por salir. Pero como el caballo, seriamente lastimado y enmarañado en las cuerdas que fungiesen de arnés, lanzaba coces desesperadas por incorporarse, la evacuación del conductor se presentaba como una operación a la vez insalubre y peligrosa.
¿Llamaron a la Policía? ¿A una ambulancia? preguntó rutinariamente nuestro chofer inclinado hacia abajo desde su volante. “Hace veinte minutos”, gritó una vecina….
08/08