domingo, 15 de noviembre de 2009

EL CHARCO EN LA PIEDRA

EL CHARCO EN LA PIEDRA 2


Los días pasados desde su regreso parecían ser muchos. Aunque, desde que había huído de San Felipe, Arsenio había resuelto que eso de extrañar no era más que un ejercicio estéril y reñido con el sentido de realidad, su retorno le causó sentimientos encontrados. Ni había extrañado la ciudad natal en sus años de emigrado, ni extrañaba, ahora, las otras ciudades que lo habían vivido. Ciudades que lo convocaron, algunas, a efímeros entusiasmos. Ciudades más benignas para con sus habitantes, lugares donde por momentos creyó que la vida no requeriría, como en San Felipe, esa cotidiana gimnasia de resignación que aquí se le había impuesto. Pronto concluyó, no obstante, que la geografía sólo cambiaba los hábitos más aparentes de la fatiga y de la muerte.

Pero aunque nada extrañaba del largo periplo pasado, cuando llegó a su ciudad hubo enigmas que lo interrogaron con insistencia. Se le hacía difícil comprender cómo San Felipe había cambiado tanto manteniendo intactas, al mismo tiempo, sus mas crueles melancolías. En especial, observaba cómo la ciudad había actualizado las mil maneras que tenía, desde siempre, de castigar a sus habitantes. Desde luego que no buscó respuestas. Se conformó con observar y escuchar en silencio las casi siempre grandilocuentes explicaciones de quienes se sentían felipianos.

Por más de quince años, el Dr. Abayubá Velázquez había regenteado la ciudad con impunidad medicinal. Ahora, los 20 o 30 basurales que antes descubriese con sobresalto, una mañana, de la mano de su padre -(en aquel entonces todavía pensaba que, como San Felipe, no había ciudad en el mundo entero)-, ahora se habían desperdigado en miles y miles de pequeños chiqueros coronados por modernos contenedores que, cuadra por cuadra, rebosaban de moscas e inmundicia.

Una tarde de gélido y espléndido cielo celeste, como antes, como siempre, como desde que tenía memoria, esperó, durante un tiempo incalificable, un ómnibus. Finalmente, éste apareció. Rodaba lentamente. Era un vehículo flamante. Es más; el brillante color y su insólita limpieza chirriaban con la chata y felipiana grisura de la calle de un barrio como cualquier otro. Una música atronadora salía de su interior: no recordaba que, antes, hubiese esa música. Al ingresar al ómnibus buscó mecánicamente el dispensador automático de boletos o la ranura electrónica para pasar la tarjeta. Una voz le dijo: ¿boooletooo? Arsenio, que ya había olvidado toda sorpresa, no pudo evitar un gesto de extrañeza….. ¡un guarda! Aunque durante años había recorrido medio mundo sin ver siquiera uno, Arsenio volvió instantáneamente a sus viajes de escolar, 40 años antes. Reconoció, en el malhumor de la pregunta, en la gratuita osquedad del gesto, en la burlona complacencia del destrato, las oblicuas y minúsculas humillaciones que siempre le fueran infligidas por el personal de transporte en los viejos omnibuses de su niñez. El vehículo era nuevo; el servicio era el mismo. Como si el tiempo estuviese detenido, viajaban sin nada parecido a un horario, dormitando, apenas algo más rápido que unas viejas bicicletas.


07/08