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LAS MUERTES DE OSAMA
En la nota editorial anterior anunciábamos que, más allá de los importantes acontecimientos que se estaban desarrollando en Libia, correspondía iniciar un análisis global, general y sereno del repentino movimiento que está sacudiendo a un número muy significativo de países del mundo árabe, aunque ello insumiera un trabajo que nos ocuparía varias semanas.
En el correr de los últimos días, sin embargo, comenzamos a dudar de la posibilidad y de la oportunidad de llevar adelante dicho análisis. Los acontecimientos se multiplicaron y la actualidad política siguió poblándose de más y más noticias que reclamaban, a su vez, también un tratamiento adecuado e inmediato. Mientras que la situación interna en Libia seguía deteriorándose (además, ya había escaramuzas entre el ejército de Gadafi y el de Túnez en la frontera), el régimen baasista de Siria optaba por recurrir a la represión indiscriminada mientras que, en Yemen, el jaqueado presidente Ali Abdallah Salehno dejaba de zigzaguear ante la mediación del Consejo de Cooperación del Golfo, en un penoso intento por aferrarse al poder o, al menos, salir de él con alguna garantía de inmunidad. Eso no era todo. Simultáneamente, en Marruecos, un sangriento atentado, en la plaza Djemaa El-Fna de Marrakech, causaba más de una decena de muertos y era rápidamente utilizado por el rey Mohammed VI para intentar re-fortalecer su monarquía ”constitucional” ya popularmente cuestionada y cuyo apego a la ”constitucionalidad” ha sido generalmente retórico. Cuando, cerca de la medianoche del domingo 1 de mayo, la Casa Blanca anunció formalmente la muerte de Osama Bin Laden en un poblado pakistaní, no muy lejano de Islamabad, quedó claro que el análisis general de los movimientos que se están desarrollando en el mundo árabe debía quedar para más adelante porque la semana que se iniciaba iba a estar colmada por la transcendencia mediática de esta noticia.
Esta vez, la muerte de Osama Bin Laden, es verdadera y tuvo lugar en el poblado de Abbottabad, en lo que parecía ser su residencia particular, cuando una operación de comandos norteamericanos irrumpieron en la fortificada casona y dieron muerte al terrorista más buscado del mundo y a 4 personas más.
La muerte de Osama Bin Laden había sido reiteradas veces anunciada por diversas fuentes (nunca oficiales y autorizadas) y hasta circuló en la web una fotografía de su supuesto cadáver hace algunos años. Paradójicamente, en este caso, aunque las autoridades norteamericanas no han hecho publicar foto alguna del occiso, y nadie tiene idea cabal del destino de su cuerpo, esta misma ausencia de ”pruebas” hace presumir que, efectivamente, la siniestra carrera terrorista de Bin Laden llegó a su fin.
Nadie en su sano juicio ha manifestado la menor objeción ante la operación desarrollada por las fuerzas especiales de los EE.UU.: Osama Bin Laden, por voluntad propia, era el soldado de una guerra terrorista que él desató y, en esa guerra, cayó finalmente en su ley. Era su destino final y, si es que estaba cuerdo, seguramente era consciente de ello. Nada cabe agregar a esta conclusión de una horrenda carrera terrorista que tenía que tener, casi sin duda alguna, el final que tuvo.
Pero lo que parece de interés analizar son, en especial, las consecuencias políticas de este previsible final y, en especial, las consecuencias políticas para los EE.UU., para el presidente Obama, y más en general, para el futuro de las relaciones entre el mundo islámico y Occidente.
Hay, en la decisión norteamericana de acabar con la vida de Osama Bin Laden, en esta forma y en este momento, una serie de elementos que no resultan políticamente favorables (más allá del alza coyuntural de la popularidad de Obama) para la política exterior norteamericana y para las relaciones futuras con los países musulmanes. Es más, el gobierno de Obama es consciente de ello como revela la mencionada preocupación norteamericana por despojar de toda imagen el proceso de eliminación de Bin Laden. Ello indica la existencia de una cuidadosa política de “administración semiótica“ de la información sobre los acontecimientos, a los efectos de intentar poner coto al previsible desencadenamiento del imaginario popular y sus efectos seguramente ”legitimadores del mártir, Osama Bin Laden”, mediante el nacimiento de algún tipo de ”iconografía” de alto poder movilizador.
Es que el ”escenario” en el que cae Bin Laden no es mediáticamente favorable a los EE.UU. Además de que la operación es violatoria del derecho internacional (lo que no es justificable pero sí es perfectamente entendible ante un terrorismo que ha violado todos los derechos en innumerables países), resulta importante recordar que Osama Bin Laden fue, esencialmente un verdadero terrorista, es decir un gran ”metteur en scène”, un enamorado del horror, pero del horror como espectáculo. Seguramente nunca calculó realmente las bajas que podía causar: le importaban, sobretodo, las imágenes de las atrocidades que cometía para mostrar su poder de infringir la muerte. Sus atentados resultaban, por ello mismo, particularmente inmorales puesto que estaban más atados a una estética macabra, gratuita y grandilocuente, que a la búsqueda de la verdadera destrucción militar de su supuesto enemigo. Fue un escalofriante, pero eficaz, combatiente de la guerra de imágenes pero, históricamente hablando, como asesino político, Osama Bin Laden, con los "escasos" 15.000 muertos que los medios le achacan, no fue sino un principiante de asesino ante Hitler, ante Stalin, ante Pol Pot o ante Mao en nombre de quien muchos esbirros todavía hoy ocupan lugares de destaque en el gobierno comunista de la actual República Popular de China.
Un primer problema de lo ocurrido es el lugar. La ejecución del terrorista, en su casa, rodeado de sus mujeres, hijos y amigos, por un ”frío y profesional comando militar de élite“ tiende a transmutar a Bin Laden de asesino siniestro en un sencillo ”pater familias”. Ello constituye un escenario mediático de muy difícil administración ante la opinión pública mundial porque, lateralmente, Bin Laden siempre cultivó una imagen individual más de ”pastor religioso” que de ”guerrero del Islam”. No solamente desde la mirada del mundo árabe, incluso desde la perspectiva de ciertos sectores de Occidente ”el escenario” en el que se vio obligado a operar el comando norteamericano se presta a la victimización del terrorista y no es difícil comprender que el gobierno norteamericano, consciente de este problema, insista en retener toda prueba gráfica de la operación y, particularmente, del cadáver. La misma operación llevada a cabo de la misma manera, pero en una remota montaña de Afganistán, en un contexto bélico, hubiese cambiado radicalmente el perfil de la percepción pública de un evento que, se sabía, tendría resonancia global. Y la misma realidad de la muerte de Bin Laden hubiese funcionado de manera totalmente distinta en el registro del imaginario.
Un segundo problema es que también el momento en el que se desarrolla la operación tiene algo de contradictorio. Nadie que no esté muy específicamente informado por fuentes de inteligencia podía saber cual era la real capacidad operacional de Bin Laden y del núcleo inicial de Al Qaeda al día de hoy. Pero todo indica que no se mostraban muy activos y, tácticamente hablando, Bin Laden seguramente ya no significaba peligro real alguno aunque fuese simbólicamente muy importante. Pero lo que es necesario dejar asentado es que es muy probable que, políticamente hablando, desde fines del año pasado, Bin Laden, Al Qaeda y, en buena medida, el fundamentalismo islámico estaban siendo históricamente ejecutados por los jóvenes tunecinos, egipcios, libios, sirios, yemenitas, marroquíes, y por grandes sectores de las poblaciones de esos países, que ya se habían cortado claramente del terrorismo y del discurso fundamentalista con sus demandas de democracia, libertad, apertura cultural y bienestar económico por las que estaban y están dando sus vidas.
Aunque es probable que en algunos países musulmanes Al Qaeda y la imagen de su terrorista en jefe tuviesen todavía algún arraigo, el grueso del mundo musulmán y la mayoría de los países significativos que lo integran parecían haber dado vuelta esa página. Uno de los costos de la exitosa operación llevada a cabo por los comandos norteamericanos ya pudo constatarse ayer. Luego de años sin que viésemos la imagen de una manifestación multitudinaria significativa a favor de Al Qaeda, en diversos lugares del mundo musulmán reaparecieron manifestaciones de protesta contra la intervención estadounidense y la muerte del terrorista.
Aunque es probable que en algunos países musulmanes Al Qaeda y la imagen de su terrorista en jefe tuviesen todavía algún arraigo, el grueso del mundo musulmán y la mayoría de los países significativos que lo integran parecían haber dado vuelta esa página. Uno de los costos de la exitosa operación llevada a cabo por los comandos norteamericanos ya pudo constatarse ayer. Luego de años sin que viésemos la imagen de una manifestación multitudinaria significativa a favor de Al Qaeda, en diversos lugares del mundo musulmán reaparecieron manifestaciones de protesta contra la intervención estadounidense y la muerte del terrorista.
Desde luego que el terrorismo fundamentalista buscará venganza contra una operación que él mismo buscó porque de eso se alimenta la razón totalitaria: sembrar la muerte y el terror para luego reclamar sus derechos cuando sus víctimas logran derrotarlos. Habrá un precio que pagar por esta inevitable y poco agradable operación pero los únicos capaces de romper este círculo perverso son los jóvenes árabes que utilizando Internet, SMSs, Facebook o Twitter están intentando derribar las herrumbradas dictaduras del mundo árabe.