jueves, 16 de junio de 2011

Elecciones en Turquía y… ¿consolidación democrática?

Elecciones en Turquía y… ¿consolidación democrática?

Turquía tiene uno de los más largos y ricos recorridos históricos. Pero, en materia democrática, lo menos que puede decirse es que la tradición del país heredero del Imperio Otomano deja bastante que desear. El domingo 12 de junio se realizaron elecciones en Turquía. Recep Tayyip Erdogan, el actual primer ministro, lo será por un tercer mandato, lo que sólo había sucedido una vez en la historia del país.
Los resultados favorecieron al partido conservador de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan que consigue casi el 50% de los sufragios emitidos y, aunque quizás pierda hasta 6 escaños, debería obtener la mayoría parlamentaria y la posibilidad de formar gobierno de manera autónoma. El resultado obtenido por el partido en el poder constituye un éxito: con él podrá consolidar la continuidad de una gestión, que calificaríamos de populista,  y que viene desarrollándose desde 2003 (Ver “Letras Internacionales“ Nos. 1, 12, 82 y 104).  Eso tiene, por un lado, la ventaja de que permite una razonable continuidad política, pero tiene también el riesgo, en un país de escasa tradición democrática, de poder incrementar las previsibles tentaciones autoritarias de este populismo ya instalado en el poder. Evidentemente, para una mayoría de los más de 50 millones de ciudadanos turcos que se han pronunciado por el oficialismo, la segunda posibilidad no representa un problema. Si la mayoría de los ciudadanos ha apoyado una política populista y conservadora, ideológicamente no muy transparente (son tiempos en los que las referencias religiosas en política son inquietantes y la designación de ”islamismo moderado” no tranquiliza mucho a nadie), es porque el gobierno ha sabido conjugar algunos lineamientos claves de modernización de la economía, con una buena dosis de pragmatismo y un inteligente aprovechamiento de una larga tradición de autoritarismo político.
Conviene señalar que, para el éxito de Recep Erdogan, ha trabajado silenciosa y más bien ocultamente,  la ”comunidad“ Fethullah Gulen, suerte de Opus Dei islámica, que está desplegada y fuertemente implantada en buena parte de la sociedad turca. O, para ser más precisos, está implantada en todas aquellas partes que importan de la sociedad turca. Aunque la Fethullah Gulen y el AKP son dos cosas distintas, todo analista informado en Turquía sabe que la primera ha sido decisiva para el fortalecimiento, en los últimos años, del AKP.
Los años de gestión de este partido han significado, sorprendentemente, un cierto incremento de las libertades para los turcos. Se han llevado a cabo reformas económicas que aumentaron el bienestar de la población (en 2010 el PIB creció casi 9% aunque el desempleo, en baja, sigue arriba del 10%) y, en lo que hace al meollo mismo del sistema político, el cambio más importante es la retracción conseguida del papel de las antaño “omnipresentes” fuerzas armadas en la vida política del país. 
En lo internacional, el período estuvo marcado por el esfuerzo del gobierno turco por ”acercarse” y buscar integrarse a la Unión Europea. Hasta ahora el esfuerzo no ha dado frutos y, en realidad, ese objetivo, por diversas razones, se ve más lejos que cerca en la actualidad. Erdogan ha reaccionado con habilidad a los desplantes europeos alineándose paulatinamente, y al ritmo de la crisis que golpea a los países más desarrollados, con las ”potencias emergentes” de todas las latitudes. Éstas, ahora, además de ser socios económicos y comerciales tan dinámicos como EE.UU. o la UE, tienen la ventaja de no hacer preguntas en materia de corrupción o de respeto de los derechos humanos: sus ”records” son iguales o peores a los de Turquía.
Pero eso no cambia el hecho que, de alguna manera, Turquía se ha alejado algo de la antigua imagen de país brutalmente autoritario. Si bien le quedan todavía muchos temas viejos (armenios, kurdos y chipriotas griegos pueden testimoniar de ello) y nuevos (limitación de Internet y de la libertad de prensa, persecución sistemática, prisión y desaparición de periodistas) por saldar. Todavía es un verdadero problema, la ”tentación autoritaria” y el estilo autocrático que el carisma y la popularidad de Recep Erdogan no logran disimular. Pero, en grandes líneas, es posible concluir que el balance de las elecciones, incluido el triunfo del AKP, es más bien positivo para la consolidación de la democracia turca.
En realidad, el balance es globalmente positivo porque, más allá del triunfo, algo limitado, del oficialismo en estas elecciones, el Partido Republicano del Pueblo (CHP), de Kemal Kiliçdaroglu, logra ocupar con cierta solidez el centro-izquierda del espacio político consiguiendo casi el 26% de los votos, triunfando en la ciudad de Esmirna y agrupando eficientemente lo que sería el ”frente laico“ de la ciudadanía turca.  Aunque el CHP sigue siendo el partido de la Turquía ”culta”, y todavía carece de bases sólidas en regiones campesinas como Anatolia, su buena votación significa una razonable garantía contra la pretensión de Erdogan de avanzar, solo y por la vía de referéndum, hacia una reforma de la Constitución.
Para ello hubiese necesitado lograr los 2/3 del poder legislativo, cosa que se ha revelado imposible. Tanto más cuanto, en las regiones que siempre ocuparon tradicionalmente, los nacionalistas kurdos del Partido de la Paz y la Democracia (BDP), éstos han conseguido hasta 35 diputados, lo que constituye un bloque suficientemente importante como para obligar a Erdogan, mediante acuerdos con el BDP, a limitar sus aspiraciones en el proceso de reforma constitucional. Layla Zana, la heroína política de los kurdos realizó una campaña ejemplar en los bastiones tradicionales donde sigue fuertemente enraizada la guerrilla del PKK. Quizás gracias a ella (y al origen parcialmente kurdo de Kiliçdaroglu, el líder del CHP), los kurdos parecen comenzar a confiar en el sistema electoral y político del país.
Para el líder del CHO, Kemal Kiliçdaroglu, heredero de la tradición kemalista, la tarea de dirigir a la oposición no va a ser fácil. Para detener a un Erdogan mayoritario y confortado por las elecciones, tiene que, al mismo tiempo, transformar a su propio partido (también cargado de un terrible pasado de nacionalismo autoritario, pro-militar, y de nostalgias ”otomanistas”) y consolidar una posición claramente laica y realmente democrática. Eso no es sencillo: no sin una increíble dosis de frivolidad, algunos analistas hablan hoy de un BDP ”social-democratizado”. Eso suena por lo menos apresurado a oídos de quienes han leído algo del pasado del partido kemalista.
En cualquier caso, Turquía ha pasado por una elección aparentemente ejemplar. Reglamentariamente nadie ha objetado hasta ahora la existencia de irregularidad alguna y los resultados indican que, más allá de las dudas que genera el líder del partido ganador, el pluralismo político y étnico han avanzado algo. Falta ver si las cosas van en el mismo sentido en el terreno religioso y si el camino de la secularización se mantiene y puede conjugarse con una real consolidación democrática.