En la campaña electoral norteamericana de 1992 Bill Clinton creó un eslogan que tuvo, bien o mal, el efecto de explicar el abrupto descenso de aprobación de su contendor de entonces, Bush padre: “es la economía, estúpido”. Ese estúpido, dirigido no a Bush sino al público en general, se ve que conectó con algo del humor autorreferente que existe en la cultura yanqui. Los manuales caracterizados por la palabra “idiota” se venden por millones allá, por ejemplo “Idiot’s Gardening”, o su colección competidora, “Stupid’s Singing”. Acá, en donde raramente logramos reírnos de nosotros mismos, no es la economía; es algo más patético: “es el rédito político, idiota”. La reforma no la va a hacer nunca el sistema educativo por sí mismo, la tiene que hacer el sistema político. Es lo que dijo un hombre sensato, como Fernando Filgueira, una de las primeras bajas de la enésima pseudo-reforma educativa, ahora encabezada de facto por Wilson Netto. Pero el sistema político no la va a hacer porque no tiene idea de qué hacer, pero tiene muy claro que no quiere hacer nada que le arriesgue a perder unos votitos. Por tanto, y hasta que el presidente Vázquez no se dé cuenta de que con esa aquiescencia se está cargando al país entero, nada ocurrirá.
Después de la remoción-renuncia de los “técnicos” del Ministerio, Mir y Filgueira, la ministra Muñoz se reunió con Netto en un par de eventos, y se vio de diez cuadras cuál es el nuevo discurso. El día 28 de octubre, Muñoz declaró en la inauguración de una escuela en Delta del Tigre, que la apertura de ese local era “parte del cambio de ADN”. Netto, por su parte, encabezando esta maravillosa y esperanzadora nueva etapa de “más de lo mismo”, dice cosas como que se propone recorrer zona por zona del país, intentar conocer de primera mano la realidad de cada escuela, de cada liceo, ver a los que han desertado o no se han integrado nunca al sistema, y “presentarles alternativas”. El centro del discurso de Netto parece ser pues una suerte de microvoluntarismo onírico.
En fin: que todo cambio más o menos estructural ha dejado de ser prioritario. Ha desaparecido (por ahora acaso, veamos que hace Vázquez cuando vuelva) un cambio radical en la organización de la asignación de horas —encima, los docentes ocupan ahora para impedir que la posibilidad de elegir horas dos años seguidos en el mismo sitio se formalice; ha desaparecido la necesidad de fortalecimiento de la identidad y espíritu de cuerpo de cada centro educativo; ha desaparecido la reorganización de asignaturas; ha desaparecido el pago diferencial a docentes en zonas carenciadas. La magia ocurrirá, según deja entrever Netto, si seguimos haciendo lo mismo que antes, previo desembarazarse de gente con ideas raras. No se sabe si éste es un discurso de mantenimiento hasta que Vázquez decida otra movida, o si es cinismo puro y duro. Lo que se ve de afuera es que, como siempre, ha prevalecido la palabra del burócrata que enmascara el “no toquen nada”. No toquen nada, cuando el sistema educativo es un mamarracho de proporciones territorialmente equivalentes al país. Pero lo interesante de toda esta telenovela político-educativa es que ni siquiera esas medidas instrumentales tendrían un efecto realmente revolucionario sobre nuestros malos resultados educativos. Porque el problema de la educación no es técnico ni instrumental, y por tanto no puede resolverse aplicándole miradas sociológicas e instrumentales, sino que es un problema de sentido que convoque; de legitimidad visible y aceptable para todos que justifique el esfuerzo; de metas colectivas que movilicen a la comunidad a educarse a sí misma. Y esto es lo que falta, y esto se nota en el pensamiento que, últimamente, ha pretendido liderar el “cambio de ADN”.
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Leo un documento preparado en 2014 por un equipo de trabajo compuesto por cuatro expertos, Fernando Filgueira, Martín Pasturino, Renato Opertti y Ricardo Vilaró. Los cuatro tienen experiencia, bien en el aula, bien en la gestión de sistemas educativos, y a veces en ambas. Con expectativa, me dispongo a aprender cuáles son las líneas propuestas para “cambiar el ADN de la educación”, eficaz metáfora que un país aun de alma laica y cientificista como este, para el cual hoy lo que suene a biología de punta es palabra santa, compró sin chistar. El documento es largo, claramente bienintencionado, y nada de lo que escribo aquí debe entenderse como una crítica personal a los autores del mismo, a quienes sé gente capaz y honesta en sus profesiones. Sin embargo, corresponde que el país trate de discutir por todos los medios a su alcance, y con la mayor altura posible, sobre lo que se hace y hará con nuestra educación. En consecuencia, voy a atreverme a sugerir aquí que el documento tiene algunos problemas de enfoque extraordinariamente importantes. Con el problema agregado de que, en la medida en que varias de las formulaciones que aquí se presentan son hegemónicas a nivel mundial, suenan a “lo último en materia de educación”. Son hegemónicas, noto, igual que lo es la crisis de la educación, de la que muchas naciones del mundo transatlántico, para reducirnos a ellas, tienen abundante evidencia.
El documento ubica elementos del funcionamiento pedagógico, de los procedimientos, del espíritu a cultivar en la relación de enseñanza, que son compartibles, y que pueden dar grandes resultados en cuanto a la creación de comunidades educativas que logren un sentido de pertenencia fuerte de los participantes —en mi opinión, la condición sine qua non para lograr aprendizajes valiosos y significativos. Sin embargo, y al mismo tiempo, la posición que trasunta el documento está lastimada por una incorrecta crítica de muchos ideologemas vinculados a la actual tendencia, rampante, a la instrumentalización de todo; a la diversidad, al futuro, a las tecnologías de comunicación, y sobre todo a sus impactos sobre la construcción de un sujeto autónomo. Sin embargo, y contradictoriamente, el documento parece querer aun formar sujetos. Es decir, no mentes colectivas que sólo se conciben funcionando en una red que les da la agenda y el horizonte problemático al que remitirse, sino mentes con capacidad de tomar distancia de todos sus marcos referenciales para someterlos a crítica, y actuar éticamente en función de esa razón crítica. Esta cuestión es clave, y difícil que se entienda a qué apunto sin dar ejemplos. Me concentraré pues en dos párrafos que sirven a mi propósito, sin que esto implique agotar una lectura más ancha del texto en cuestión ni reconocerle otros posibles valores.
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Lo que plantea el documento es una educación para la diversidad y la globalización. Esto, sin embargo, puede hacerse de diversas formas. A la filosofía que trasunta el documento, me atrevo a sugerir, le falta una correcta evaluación de cómo es que se llega al tipo de ciudadano al que dice querer llegar.
He aquí el párrafo a considerar. Comienza así: “Los sistemas educativos formales básicos y medios deben por lo tanto entender que hay cuatro objetivos que han dejado de ser centrales y deseables y otros tres que deben adquirir prioridad”. ¿Cuáles son esos cuatro objetivos ya no deseables? El primero: ya no debe tenerse como meta “acceder a la información como bien escaso...”.
Comencemos la crítica por aquí. ¿La información es un bien cada vez menos escaso? Primero, la información no es un “bien”: no es una cosa, no es un commodity, ni un objeto de consumo, ni es lo mismo que la data. Es una secuencia dentro de una cadena orgánica de secuencias, organizadas por alguien y de acuerdo a un sentido determinado. Toda información es teleológica. Al considerar “la información” como un commodity, lo que se deriva de ello es una cantidad de consecuencias metafóricas indeseables. Pues si bien no es “escasa” en el sentido de que se ha liberado y hecho más práctico el acceso a muchas de sus secuencias, el acceso a las que están disponibles está condicionado por esquemas críticos de comprensión del mundo que es preciso aprender: éstos no son espontáneos. La forma de los problemas humanos no se presenta espontáneamente ante los ojos, ni lo hace si uno meramente juega o experimenta libremente. Esta es la razón principal para seguir enseñando literatura, filosofía e historia, las tres formas milenarias de la humanidad para organizar y transmitir sus propios sentidos como especie. Si las series narrativas y estructuradoras de la vida que se conocen por esos títulos son reducidas a sus datos, concluiremos que cualquiera puede estudiar literatura mirando data: por ejemplo, esquemas interpretativos enlatados, citas citables, fragmentos y pasajes selectos, y fechas sobre la vida de Cervantes o de Delmira Agustini. El que haga eso (que es en buena medida lo que ya se hace en el liceo) pierde todo lo que tiene sentido de la literatura.
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Sigue el párrafo de los expertos enumerando aquellos “objetivos que han dejado de ser centrales”, y dice entonces que ya no es deseable “dotar al niño de una serie de conocimientos fijos y estables”.
La crítica a esta apreciación está vinculada a lo anterior; no dotar al niño de ningún conocimiento fijo y estable desconecta a la persona de su comunidad de origen (que es una sola y única) y de algún sistema de valores, tradiciones, raíces, sentidos; la ideología que presupone esto comete un error muy simple, que es el de confundir la verdad de la diversidad con la esterilidad nihilista del relativismo; es verdad que hay muchas formas de ver el mundo, culturas, tradiciones, formas de entrar y estar en el mundo creativamente; pero de ahí no se deduce que yo no deba tener ninguna... Lo que ofrece la cultura global una vez que se deja a la gente librada a su suerte, “jugando libremente” en una miríada infinita de posibilidades, es desarraigo, tedio, iteración de lo más fácil que se vuelve de hábito, empobrecimiento, y sobre todo una sensación de que todo da igual —salvo la plata.
De modo que sí es importante enseñar, puesto que estamos en el Uruguay, determinados contenidos estables locales (históricos, de cultura cívica, de acervo cultural y artístico local, de peculiaridades socioeconómicas de nuestro país); estos no se enseñan en contra de ninguna otra cultura, sino abiertos a todas. Pero deben enseñarse esos, y es labor de la educación priorizarlos y proponerlos en los planes como contenidos obligatorios. Obligatorios, difíciles (lo que no es lo contrario de interesantes), que se resistan al ansia de meramente entretenerse de modo light que es natural en el estudiante contemporáneo debido al cambio en los medios de comunicación. Pero que también entreguen, a la vuelta de esa dificultad, una recompensa valiosa en reconexión con las raíces, mitos y peculiaridades de lo mío y nuestro, de nuestra comunidad. Es solo desde ella que hay alguna diversidad interesante fuera.
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Sigue el documento y plantea el tercer objetivo que se ha vuelto indeseable: “homogeneizar la diversidad”.
El problema con esto está conectado a lo antedicho. Ubicar una educación desde lo que el país ha generado creativamente y críticamente, proponer la existencia de un nosotros que conjugue las múltiples visiones y culturas locales, no es “homogeneizar la diversidad”. Sí es bueno tener marcos comunes a esta sociedad, para navegar la diversidad; lo contrario es disolver la comunidad en lo global, porque el epítome de lo diverso es lo global, que termina siendo lo menos diverso que hay: la misma gama de mentalidades, usos del tiempo, el mismo café y la misma comida y los mismos hábitos de viaje y de ropa y de “valores” en Montevideo, en Barcelona y en Kuala Lumpur.
Lo cuarto y último que se ha vuelto indeseable sería “seleccionar a través de un sistema de vallas quienes ameritan el ingreso en la educación terciaria”. Estos cuatro ya “no deben ser nortes de la educación”, según el documento que estamos criticando.
Declarar
que el sistema educativo no debe seleccionar más es la consecuencia
de dos cosas: un democratismo mal entendido, y la necesidad de que las
cifras oficiales den mejor de lo que dan. Ninguna de las dos cosas es
aceptable, en mi opinión. La primera, porque ni las ciencias ni las
humanidades proceden así. Si alguien se propone lograr algo en
cualquier campo de lo humano, habrá quien lo haga mejor y quien lo
haga peor, y la educación es el primer espacio en donde uno debe
aprender tanto a colaborar como a competir (porque el mundo afuera no
solo colabora: también compite); aprender a superarse, y no a
meramente aceptar que cualquier calidad de performance da lo mismo.
Que
todo el mundo puede aprender, no cabe la menor duda. Pero no se logra
que la gente se convenza de que puede aprender si empezamos por no
enseñarle nada “para que no se frustre”... Tanto es así que todo el
mundo puede aprender, que la ideología del “aprender a aprender” es un
slogan un poco autocontradictorio, y a mí al menos se me tranca un
poco el cerebro cada vez que lo leo. Ser persona es ya saber aprender.
Eso viene de origen, eso sí que está en el ADN de cualquiera, y ahí
no hay nada que cambiar. Salvo que los teóricos de la educación
conciban el aprender como un problema metodológico —es decir, que
conciban que aprender a aprender es aprender técnicas de estudio o
memorización. Pero seguramente no es eso lo que dicen. Lo que dicen es
algo cercano a la necesidad de aprendizaje permanente. Pero eso es
otra cosa—vinculada a la actual división del trabajo y a la
complejidad —y no interesa aquí. “Aprender a aprender” como slogan
funciona, en el contexto actual, en realidad como una más de las
consignas que propenden a liquidar todo aprendizaje concreto. “No
importa, muchacho, que aprendas cuáles fueron las múltiples causas de
nuestra independencia, que a fin y al cabo nos dieron existencia como
comunidad. No importa porque, de acuerdo a la nueva forma de estar en
el mundo, las naciones son cosa bastante poco interesante, y su
historia una antigualla sin consecuencias para “el nuevo mundo
posnacional que se viene y ya está aquí”. Basta con que aprendas que
el mundo es muy complejo y que siempre tendrás que aprender otras
cosas”.
El
resultado de este posicionamiento es que la gente, para empezar,
nunca aprende las múltiples causas de nuestra independencia; tampoco
entiende cuál podrá ser el sentido y las estrategias para mantener una
especie de país independiente en este rinconcito del mundo; acto
seguido, le importa un bledo el Uruguay, no aprende a tener amor por
esta comunidad, y, si puede, se dispone a irse cuanto antes. Es así
que, paradójicamente, un mundo que debería ser cada vez más rico
globalmente se va empobreciendo en una mundialización de lo mismo. Solo
las naciones que aman y cultivan su diferencia específica pueden ser
diversas, y con la educación que tenemos nosotros estamos perdiendo lo
local, permitiendo que lo barra una malcomprensión de lo global.
Los
antiguos sabían que solo se puede amar lo que se ha conocido, y solo
se puede conocer lo que se ama. Nosotros aparentemente tenemos otra
idea, que es profundamente tecnocrática. Creemos que el contenido es
lo de menos. Concebimos a lo que se enseña como mera herramienta de otros aprendizajes, sin nada en sí para aportar. No creemos que haya en el país y en esta comunidad nada que amar antes
que a otras cosas. Nos da lo mismo enseñar lo complejo y probado por
generaciones que lo que no resiste dos escuchas. Este retorcimiento de
todo hacia una ausencia de contenidos tiene que ver con una forma de
entender la cultura que es tan solo comercial y globalizadora. Dígase
lo que se diga, el dilema de fondo es si me propongo enseñar algo,
es decir, una cosa concreta, un contenido, un valor, una
interpretación específica, y no cualquier cosa, cualquier valor.
Puesto que se supone que hay “diversidad de valores”, cualquier dato
sin jerarquizarlos en series narrativas, cualquier lectura puesto que
todos, supuestamente, leeríamos un poco distinto, le parece a algunos
que “servirá”. En realidad no creen que haya nada que enseñar ni
aprender, salvo a hacer gente flexible y adaptable a lo que sea que se
le venga encima.
Lo
más sorprendente es que el documento se presenta como un ideal a
futuro, cuando todo eso es precisamente lo que ya se hace hoy y desde
hace bastantes años. Y esto que se proponga que se haga y que en
realidad ya se hace, es todo lo que está mal con la educación, la
causa de sus malos resultados. El problema no es, como creen los
jerarcas, que los profesores están anclados en 1930, sino que están
anclados en 1995 o en 2015. El problema es que la comunidad educativa
toda ya hace las cosas que ellos presentan como soluciones, hace décadas.
Y es eso que se hace, precisamente, lo que da los espantosos
resultados que tenemos a la vista. ¿Y por qué pasa eso? Basta pensar
sobre los efectos perlocutivos, por así decir, de una postura como la
que el párrafo recién leído trasunta. ¿Qué efectos
concebibles tendrá en los docentes concretos que tenemos saber que la
información debe pensarse como data, que no hay contenidos fijos y
estables que pasar, que es indeseable cualquier homogeneidad cultural,
y que nadie debe perder un curso? Basta leer esto para entender
que eso es lo que ya cree que hay que hacer la mayor parte de los
docentes: darle escasa importancia a la especificidad de los
contenidos y no corregir demasiado. Pues todo da igual, y corregir da
trabajo y probablemente sea un ejercicio de represión del “distinto”.
Antes, distinto era quien tenía un talento o una rareza que lo
destacaba por encima o al menos por el costado del resto. Hoy lo que
se entiende, pareciera, es que si alguien aprende a hacer las cosas
bien, es un “distinto” a quien hay que castigar para que no se separe
del rebaño de los ignorantes felices y tácticamente “creativos”.
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Nadie
se aburre de que le enseñen algo. Lo que es no aburrido, sino
criminal, es recibir a la gente en la escuela y el liceo y pasarles el
mensaje de que no hay nada que aprender, que hay que aprender a
aprender, que hay que divertirse y jugar, que el Uruguay no existe,
que nada de lo que se ha hecho acá vale nada, que lo que vale es
conseguir un trabajo y borrarse cuanto antes al exterior para alardear
de que hemos estado en tal sitio, que tal multinacional conocida nos
ha contratado, que hemos accedido a tal modelo de tecnología, etc. En
lugares en donde las sociedades tienen un espesor cultural más
resistente que el nuestro, donde la tecnología no se deja aun del todo
librada a sí misma (es decir, sin cultura), la tecnología cruda y la
globalización no han hecho aun la mella que han hecho en nuestro país.
En eso, el Uruguay resulta un país de vanguardia. Nosotros ya
llegamos al infierno de indistinción al que los otros demoran en
llegar aun porque tienen resistencias... Aquí, con un espesor cultural
joven en tiempo histórico, y cada vez más modesto, no tenemos casi
defensa contra la tecnología borradora de todo lo local, destructora
del sujeto, creadora de cabezas inconscientemente integradas a lo mismo
sin tener conciencia de lo que podrían aportar de diferente. Y eso
pasa, precisamente, porque la escuela, el liceo, se han dedicado hace
tiempo a pasar el gran mensaje globalizador y que extirpa los sentidos
propios, para dejar en su lugar tan solo una interactividad diversa,
indistinguible, aburridísima, que se limita a “resolver problemas,
¡qué bueno!”, que genera mentes grupales, tribus, bandas, llenas de
odio violento por lo que se percibe como una amenaza a la propia
inanidad.
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A continuación, el párrafo positivo que sucede al anterior en el artículo que leo: “Por
el contrario, aprender a aprender y a seleccionar y movilizar
creativamente los contenidos cambiantes de un mundo en permanente
transformación, potenciar la diversidad igualando oportunidades y
transversalizando valores de tolerancia y solidaridad, incluir
plenamente con el principio irrenunciable que todos pueden aprender y
fortalecer el aprender y convivir en grupos y en forma colectiva
constituyen los grandes retos de la educación básica y media del siglo
XXI.”
El
párrafo es toda una declaración de impotencias. Nadie sabe cómo se
pasan “valores de tolerancia y solidaridad” desde la nada a la nada.
Pero sobre todo, se quiere adaptar el Uruguay a ser una sucursal
ínfima de la ideología mundializada, lo que equivale al fin completo
del país y de una diversidad que incluya lo propio, lo que este
país podría aportar hacia adentro y un poco también hacia afuera. Lo
que se sigue queriendo hacer es borronear todo posicionamiento y
producir ciudadanos globales para que se vayan a trabajar (en general,
afuera o en las mimesis del afuera que son las zonas francas y las
empresas globales). De la especificidad local después hablamos, por el
momento reduzcámosla a formas superficiales de lo very typical
que nos distingan de lo argentino: el mate, el candombe, Paez Vilaró,
Mujica y ser un equipo “de respuesta” en fóbal. No se percibe el
mundo como un problema de diálogo y contraposiciones fructíferas, sino
como una miríada de “toco y sigo” sin asidero. El tipo de sujeto que
sale de este pensamiento educativo no puede ser otra cosa que un ser
hiperadaptable, completamente instrumental, funcional. Creativo sin
duda, pero creativo en el sentido más pobre de “encontrar
aleatoriamente una forma nueva de funcionar”. A menudo, el mejor mundo
exige que seamos capaces de no funcionar. Que
digamos no. Esa capacidad de ser negativo es lo que no aparece por
ningún sitio en esta ideología educativa. Hay que adecuarse, entender
menos del big picture de
modo de aceptar mejor lo que se me va presentando secuencialmente como
en videogame, borrar toda iniciativa propia salvo las miles de
iniciativas insignificantes que se me puedan ocurrir una vez acepté los marcos de mi accionar, que es lo que no se discute, lo que no está en discusión.
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