jueves, 15 de agosto de 2013

Crece la conflictividad en el mundo islámico






Foto Abdel Barakat/Divulgación

“LAS GUERRAS ISLÁMICAS (I)”



Desde hace ya un buen tiempo, los espacios de la prensa internacional  aparecen diariamente ocupados por más de media docena de noticias relativas a diversos lugares y eventos del vasto espacio geográfico que ocupan los seguidores del Islam.

En primer lugar hay que admitir que ya es de por sí novedosa la contundente multiplicación de noticias provenientes desde esas sociedades. Para un número muy alto de lectores occidentales, cada día aparecen en la prensa temas, conflictos, acontecimientos, informaciones y hasta peculiaridades culturales, de las cuales muy pocos siquiera tenían idea de su existencia. En ese sentido, y con un cierto grado de benevolencia o ingenuidad, parecería ser que estamos ante un proceso positivo y edificante si el público occidental comienza a tomar nota de la dimensión e importancia que tienen los más de 1.100 millones de integrantes de esta opción religiosa y tradición cultural que son, quizás, hoy, las más grandes del mundo en términos demográficos.

Pero, en segundo lugar, es necesario reconocer que este incremento notable de la presencia islámica en la arena informativa internacional muy rara vez se lleva a cabo por la vía de la difusión de acontecimientos medianamente alentadores. Las noticias del mundo islámico aparecen, en un gran número de casos, asociadas a terrorismo, guerra, conflicto político, enfrentamientos callejeros, criminalidad, persecuciones de minorías (de género, religiosas, culturales, de opción sexual, etc.), fundamentalismos demenciales, castigos corporales, uso y abuso de la fuerza, y un número inabarcable de eventos que casi siempre se registran en terrenos éticamente claramente condenables, al menos desde nuestra tradición filosófica.

Creo que no es necesario insistir sobre el hecho de que esta peculiar concentración de desgracias y penurias no provienen del hecho de que el Islam sea una religión particularmente malvada. En todo caso, la hipótesis del “Eje del Mal”, se la dejamos al ex-presidente Bush y sus seguidores. La cuestión es seguramente mucho más compleja.

Igualmente es necesario señalar que hay que dar por descontado que la cobertura que hace lo que llamamos “prensa internacional” (que es una difusa galaxia de medios, mayoritariamente de origen occidental, aunque conviene recordar que, en las últimas décadas, han aparecido poderosos medios de comunicación como  la cadena saudita Al Arabiya y, sobretodo, la poderosa Al Jazeera de origen qatarí), está inevitablemente cargada de una cierta dosis de anti-islamismo.

Esto es evidentemente así, pero, aún dando esto por descontado, es imposible dejar de ver que algo muy especial está pasando en esas latitudes. En realidad, lo que reportan tanto los medios internacionales occidentales como los de origen estrictamente musulmán es, en última instancia, un momento histórico profundamente conflictivo, convulsionado y crítico por el que están pasando los países integrantes del mundo musulmán.

En otros términos: después de más de medio siglo de una suerte de “estabilidad“ que era, sobretodo, una profunda “siesta histórica”, en algún momento el mundo islámico entró en erupción. E insistimos: la metáfora volcánica a la que echamos mano es la que mejor refleja, al menos para nosotros, el grado de conflictividad, tensiones de todo tipo y transformaciones cataclísmicas que están sacudiendo diariamente al mundo islámico desde hace más de una década.

Es necesario admitir que no es posible intentar una enumeración, siquiera aproximada, de los conflictos en curso en el mundo islámico en la actualidad. Yemen, por poner un primer ejemplo, es una unidad política que ha perdido el control de la mitad de su territorio en manos del fundamentalismo islámico; Túnez y Egipto (como lo analizamos en recientes notas editoriales) se inclinan peligrosamente hacia alguna modalidad de guerra civil; Libia, como lo escribiésemos aún antes de la caída de Gadafi, ha dejado de ser un estado y su pasado tribal y regionalista ve resurgir una Cirenaica controlada por algunas tribus, la Tripolitania por otras y una vaga frontera sur con el Sahara invadida por jihadistas argelinos o que retornan de Mali.

No es necesario recordarle al lector que, en Siria, se libra una guerra feroz esencialmente entre musulmanes. Batalla que está desestabilizando no solamente al Líbano sino que, también, a Jordania. Por su parte Turquía, también comprometida inexorablemente en el conflicto sirio, parece empantanarse en la tentativa “erdoganista“ de una islamización subrepticia. Lo que no cambia es que ese país sigue siempre opuesto a la desmesurada ambición expansionista iraní que, aunque hoy se vista de “moderación” (pero mantenga activos en varios frentes a “peones chiítas“ como Hizbollah) nunca logrará convencer a potencias sunníes como Arabia Saudita que, en algún momento, podría haber una convivencia realmente pacífica entre ellas.

Y cuando más nos alejemos del Mediterráneo, hacia el Oriente o hacia el sur del continente africano, más y más conflictos entre musulmanes vamos a encontrar. Un primer ejemplo a la vez reciente y francamente escandaloso: ¿qué hace en Pakistán el General Pervez Mussaraf retornado, luego de casi 5 años de exilio entre Londres y el Golfo Pérsico, presumiblemente apoyado por Arabia Saudita pero amenazado por los talibanes de Afganistán, volviendo a enfrentar una acusación por culpabilidad más o menos directa en el asesinato de Benazir Bhutto?  ¿Vuelve por un ataque de “responsabilidad moral” o más bien forma parte de un complejo juego político de Arabia Saudita que “avanza” sobre Pakistán?

Un segundo ejemplo no menos detonante: Indonesia, el país con mayor población musulmana del mundo (más que Egipto y Pakistán) enfrenta desde hace años una sublevación fundamentalista contra el poder político establecido, que es de filiación claramente musulmana, porque reclama la “desaparición física” de pequeñas minorías chiítas de la secta musulmana Ahmadiya y, además, las minorías no musulmanas. Los Jihadistas tienen prácticamente acorralado al gobierno, de acuerdo a los informes de Human Rights Watch, que está plegándose cada vez más claramente a una política de absurda intolerancia religiosa en un país cuya tradición en la materia era, justamente, la contraria.

Y, advertirá el lector, podríamos seguir enumerando conflictos altamente candentes tanto en Asia como en Medio Oriente, como en más de la mitad de África. Es decir que, por el momento es posible concluir que, la extraordinaria conflictividad que sacude espasmódicamente al mundo islámico, tiene su lugar de gestación en las sociedades musulmanes mismas. No son ni los EE.UU., ni Israel, ni un peculiar activismo anti-islámico de Occidente lo que ha desatado esta infinidad de conflictos. Aunque minorías religiosas, grupos económicos o influencias políticas occidentales puedan estar vinculados a los conflictos del mundo islámico, los conflictos profundos han nacido, han estallado y se están desarrollando desde el seno mismo de la civilización islámica.

Una de las dificultadas estrictamente “epistemológicas” que plantea la visualización de esta explosiva coyuntura que atraviesa el mundo musulmán radica, notoriamente, en las fuertes limitaciones de perspectiva (que terminan siendo limitaciones cognitivas) que tiene “la mirada” occidental sobre los intensos e innumerables cataclismos mencionados y hoy en marcha.

En general, tanto la prensa internacional occidental, como la mayoría de los analistas académicos, tienden a leer el conjunto de acontecimientos que padecen los países del Islam como si fuesen exclusivamente comprensibles como empresas “anti-occidentales”. En otras palabras: todo indica que estamos visualizando este conjunto de acontecimientos bélicos del mundo islámico con una mirada que, por occidental, termina siendo una mirada claramente reduccionista.

Desde luego que somos conscientes que el predominio de esta lectura y de esta perspectiva tiene raíces y razones históricas profundas en la memoria occidental. Comenzando por la existencia de un lejanísimo inconsciente histórico que visualizó, desde la ribera norte del Mediterráneo, las reiteradas incursiones moras como una amenaza permanente para la Cristiandad, (cuando, en definitiva, no eran sino una más de las acciones bélicas de los muchos contendientes en un espacio marítimo y comercial siempre disputado y que, en los hechos, sólo dejaron fuertes improntas en la península ibérica y en el sur de Italia) hasta el reciente 11/9, Occidente se obstina en ver en el Islam la esencia de la Otredad Malévola. Y, desde luego que, desde el acoso al Estado de Israel por más de 65 años, hasta “la invasión migratoria” de los países de Europa Occidental por magrebíes o turcos o, históricamente más lejanas, las embestidas del imperio otomano contra los Balcanes y la frontera sureste del Imperio austro-húngaro, todo ello retroalimenta esa idea de que toda política que se desarrolle en terreno religioso y cultural islámico, no tiene otra razón de ser que intentar, abierta o subrepticiamente, algún tipo de ataque al Occidente.

Esa es quizás la principal dificultad que encontramos para reconstruir una nueva forma de análisis de esta terrible instauración del caos en el mundo islámico. Aunque nadie dude de que, desde Al Qaeda y demás versiones fundamentalistas, hasta muchos gobiernos y partidos del mundo islámico, viven y se alimentan del odio al Occidente, lo que tenemos que terminar de comprender es que el mundo islámico ha entrado en un período de conflictos y guerras que son esencialmente internas más allá de lo que real o de manera propagandística se piense del Occidente.

Si intentamos desembarazarnos de esa mirada, más “defensiva“ que analítica, quizás podremos comenzar a entender, con más precisión y profundidad, qué es lo que históricamente está pasando en el universo musulmán; comenzar a identificar qué procesos históricos se han desatado en esas sociedades ingresadas en un proceso de verdadera ebullición. Y ésa mejor comprensión es la receta más adecuada para prevenirnos eficazmente de aquellos que puedan, efectivamente, concebir al Occidente como un enemigo.



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