La terapeuta de Alemania
DIEGO ÍÑIGUEZ
11/01/2016
Canciller desde hace diez
años, Angela Merkel se encuentra en el cénit de su poder en Alemania
y en Europa. ¿Podrá mantenerse en la cumbre o ha empezado ya su
decadencia? ¿Podría llegar a presidir una Europa más unida? Y, sobre todo,
¿cómo ha llegado a convertirse Angela Kasner, hija del pastor luterano de una
pequeña ciudad de la República Democrática Alemana (RDA), en la
canciller Merkel, la mujer más poderosa de la Tierra?
La primera canciller de la República
Federal Alemana (RFA), se crió en la Alemania rival, la RDA, sin meterse
en política hasta la caída del muro de Berlín. Nació en Hamburgo en 1954,
hija de un pastor protestante que se trasladó pocas semanas después con su familia
a la Alemania del Este. Pasó su niñez en Templin, una ciudad gris de 15.000
habitantes en el Estado de Brandenburgo –que, según el cabaretista berlinés
Lüdecke, ha sido abandonado por los humanos a los lobos y los jabalíes–. Bien
integrada en el colegio, la pequeña Angela destacó en matemáticas y ruso,
lengua en la que habla con Vladimir Putin (jefe de la estación del KGB
en Dresde entre 1985 y 1990).
Merkel estudió Física en la
universidad Karl Marx de Lepizig entre 1973 y 1978, fue investigadora en el
campo de la Física-Química en la Academia de Ciencias de la RDA y se doctoró en
1986 con una tesis sobre el cálculo de las constantes en la velocidad de las
reacciones de los hidrocarburos sencillos. No es la biografía de una opositora
al régimen comunista: estudiar en la universidad, y más siendo hija de un
pastor protestante, requería una cierta prueba de lealtad. Un velo de misterio
corre sobre la eventualidad de que ampliara estudios en Moscú. Y sus biógrafos
debaten sobre el alcance de su militancia en la FDJ, la Juventud Comunista
vinculada al SED (Partido Socialista Unificado de Alemania), el partido
reinante en la RDA, durante sus años en la Academia de Ciencias: hizo labores
culturales, dicen sus colaboradores y acepta Stefan Kornelius; fue secretaria
de Agitación y Propaganda, denuncian biógrafos menos complacientes.
Curiosamente, su defensor más eficaz ha sido Gregor Gysi, el portavoz de
La Izquierda, un partido formado por la unión del antiguo SED con grupos
de izquierda de la Alemania del Oeste: no hay que sobrevalorar esas funciones
en la FDJ, “Merkel llevó una vida francamente normal en la RDA, con todos sus
tonos de grises”.
La iglesia luterana ha
solido llevarse bien con el poder: desde luego, en su origen; siempre, durante
el reino de Prusia; con dificultades, pero sin quedar proscrita, en la RDA.
Entre los disidentes de la Alemania Oriental hubo un número considerable de
pastores, teólogos y cristianos comprometidos: por ejemplo, Joachim Gauck,
que fue pastor en Rostock, luego director de la oficina que gestionó los
archivos de la Stasi (el ministerio de Seguridad de la RDA) tras la
caída del muro y es hoy el presidente federal de Alemania. No fue el caso de
Merkel, ni de su familia: la comparación con los disidentes que se enfrentaron
al ostracismo, a largas penas de prisión –en los tiempos peores, en la Unión
Soviética, como el padre de Gauck– y a la imposibilidad de estudiar da qué
pensar. Merkel, ya canciller, hizo lo que pudo por evitar que Gauck fuera el
elegido.
Merkel saltó a la política
tras la caída del muro, a los 35, una edad a la que la personalidad ya se ha
consolidado. Se afilió primero a Resurgimiento Democrático, uno de los muchos
grupos que desaparecieron tras las elecciones de marzo de 1990 –las únicas
libres de la RDA–, en las que arrasó la rama del Este de la Unión
Democristiana (CDU) gracias al respaldo del canciller federal Helmut
Kohl y a su programa de reunificación rápida. El volumen de la victoria
democristiana (más del 41% de los votos) dejó fuera de la política a la mayoría
de los disidentes durante la RDA y a numerosos grupos que defendían “una
sociedad diferente”, ni comunista ni capitalista –entre ellos a Resurgimiento
Democrático, que obtuvo un 0,9% de los votos. Uno de los principales ministros
de Merkel sigue siendo Thomas de Maizière, primo de Lothar de
Maizière, el único y breve primer ministro democrático de la RDA, que tomó
a Merkel como colaboradora de su equipo de prensa por consejo de aquel.
Merkel ascendió
vertiginosamente por la jerarquía democristiana en la Alemania (re)unificada:
miembro del Bundestag desde 1990, fue ministra federal de Mujeres y Juventud
entre 1991 y 1994, ministra federal de Medio Ambiente, Protección de la
Naturaleza y Seguridad de los Reactores Nucleares entre 1994 y 1998 y secretaria
general de la CDU entre 1998 y 2000, siempre con el apoyo de Kohl (se le
llamaba en esos años “la niña de Kohl”).
Alcanzó la presidencia del
partido gracias a su extraordinaria habilidad táctica, o a su intransigente
defensa de la legalidad, en la crisis que estalló en noviembre de 1999, cuando
Kohl, ya en la oposición, reconoció haber recibido donaciones ilegales para la
CDU y se negó a descubrir a los donantes porque les había dado su palabra de
honor. El excanciller y presidente de honor del partido arruinó con ello su
prestigio de artífice de la unificación y pasó a un duro destierro interior. Wolfgang
Schäuble, principal redactor de los tratados de reunificación y heredero
llamado a suceder a Kohl, acabó salpicado y tuvo que dimitir como presidente
del partido. Merkel criticó abiertamente a quien había sido su constante
protector, denunció cualquier ilegalidad, fue elegida presidente de la CDU el
10 de abril de 2000 y lo es desde entonces.
Fueron años duros: en la
oposición, de derrotas en elecciones regionales. En las elecciones nacionales
de 2002, Merkel tuvo que ceder la candidatura a Edmund Stoiber,
presidente de la Unión Socialcristiana (CSU), aliada bávara de la CDU.
Volvió a ganar Schröder, que siguió gobernando al frente de la coalición entre
los socialdemócratas del SPD y Los Verdes de Joschka Fischer.
En las elecciones de
septiembre de 2005, la CDU de Merkel (35,2%) y el SPD de Schröder (34,2)
acabaron casi empatados. Schröder intentó seguir gobernando y luego arrastrar a
esta en su caída, pero Merkel logró ser elegida canciller y encabezar su
primera gran coalición con el SPD, entre 2005 y 2009.
Es canciller desde hace una
década: entre 2009 y 2013 en coalición con los liberales; desde septiembre de
ese año, en una segunda gran coalición con los socialdemócratas. Fue presidenta
del Consejo Europeo en el primer semestre de 2007. Está en el cénit de su
poder, en Alemania –sin rivales dentro del partido ni coaliciones alternativas
posibles a la CDU– y en Europa.
Sus rivales internos han
ido muriendo políticamente. Ya nadie se acuerda de Stoiber, de Merz, de Koch,
del brevemente presidente federal Christian Wulff. El bávaro Karl
Theodor zu Guttenberg cayó por su prisa excesiva y por su falta de honestidad
redactando, o dejándose hacer, la tesis doctoral –como otros políticos tan
cercanos a Merkel como Anette Schavan–. Horst Seehofer,
presidente de Baviera y de la CSU, rivaliza con ella para mantener su autonomía
y evitar que le crezca la Alternative für Deutschland a su derecha, pero
no es rival para ella.
Merkel ha centrado la CDU
hasta hacerla irreconocible para su ala más conservadora. Ha conquistado
espacio y temas clásicos de los socialdemócratas, como el salario mínimo, la política
de integración de los inmigrantes o los refugiados; de Los Verdes,
con la decisión de abandonar gradualmente la energía nuclear tras el accidente
de Fukushima. Después de su segundo gobierno, en coalición con los liberales,
estos desaparecieron del parlamento. En 2012, contaba con un 66% de aprobación
entre los votantes democristianos, pero también del 60% de los verdes y del 50%
de los socialdemócratas.
Es liberal, pero tiene una
raíz verde que puede facilitarle pactar con el partido de ese color si llega el
caso. Se la identifica con una expresión que también usó –en su propia lengua– Margaret
Thatcher: alternativlos (sin alternativas). La aplicó en 2007 al
cambio a peor de las cotizaciones sociales; en 2008 a sus propuestas frente a
la crisis financiera; en 2009 a la garantía para los ahorradores alemanes; en
2010 a las ayudas a Grecia, durante toda su defensa de la “política de la austeridad”
en la Unión. Pero en sus labios no suena como en la boca de Thatcher, que
hubiera considerado anatemas el mecanismo de supervisión de los bancos o su
recapitalización aprobados en 2013.
Es habilísima. Durante su
primera gran coalición, los ministros socialdemócratas de Hacienda, Exteriores
y Trabajo fueron sin duda los más eficaces de su gobierno, pero la gloria fue
para Merkel, y el SPD pagó un alto precio en las siguientes elecciones. Ha
enviado soldados alemanes a distintos
conflictos sin el escándalo que supuso la intervención en la antigua
Yugoslavia durante la coalición presidida por Schröder. Anunció el abandono
gradual de la energía nuclear bajo el impacto del accidente de Fukushima, que
llevó a Los Verdes a una insospechada victoria en el Estado de
Baden-Württemberg, hasta entonces un feudo democristiano. Pero la complejísima
transición energética debe gestionarla ahora el socialdemócrata Sigmar
Gabriel, ministro de Economía, vicecanciller y principal rival de Merkel,
que no ha logrado que su estimación o la de su partido crezca ni un punto desde
las elecciones de 2014.
Su política de la
austeridad es muy criticada en Estados Unidos y Reino Unido, que crecen desde
hace dos años con una receta bien distinta. Merkel responde con ambivalencia y
un cuidadoso control de los tiempos, al servicio del interés alemán: evitar una
investigación excesivamente cuidadosa del estado real de sus bancos, asegurar
que estos recuperarán los créditos con que financiaron la burbuja inmobiliaria
en Europa, al contrario de lo que les ocurrió en EE UU. Espera al último minuto
para adoptar las medidas que precisan sus socios para no ahogarse: fue el caso
de las primeras ayudas para Grecia en 2010 o de la estabilización del euro en
2012. O, como denuncia un número creciente de economistas anglosajones o de los
países del Sur de Europa, sin que parezcan importarle las consecuencias
sociales o políticas del desclasamiento actual y futuro de la clase media, de
la falta de perspectivas para los desempleados jóvenes y mayores y de la nueva
desigualdad. “No hay alternativas”, repite, apoyándose en una estadística que
contó por primera vez en Davos en 2013: Europa tiene el 7% de la población y el
25% del PIB mundiales, pero el 50% de las prestaciones sociales.
El éxito de Merkel responde
a elementos de su personalidad, de su acción política y de su imagen. En primer
lugar, una acusada sencillez, propia de la RDA en la que creció y de la ética
protestante. La vida de Silvio Berlusconi, que le inspira una indisimulada
repugnancia, o los lujos de Nicolas Sarkozy son inimaginables en una canciller
que paga un alquiler por cada día que duerme en la cancillería federal y tiene
una segunda residencia en un pueblecito de la RDA. Compra en Ikea, se la ve en
la cola del teatro con su segundo marido, un discreto profesor universitario
del que no ha tomado ni el apellido –Merkel es el del primero, con el que se
casó en la universidad, en 1977, y del que se divorció cinco años más tarde–.
De su sobriedad dan buena cuenta sus trajes Mao-Merkel, de diferentes colores e
idéntica hechura.
La ética protestante –que
también impregna al catolicismo alemán en comparación con el de allende los
Alpes– de Merkel representa un modo de ser… muy alemán. También sus valores
“verdes”, arraigados en el Romanticismo. Su padre, el pastor Kasner, es un
clásico Bildungsbürger, un ciudadano ilustrado, en la tradición cultural
alemana. La sencillez de Merkel no le lleva a pretender un aprecio que no
siente por la cultura popular: le gusta la ópera, disfruta sobre todo la de
Wagner, va al festival de Bayreuth –un tabú hasta ahora entre los altos
dirigente de la RFA–. Pasa sus vacaciones en las montañas austriacas o en una
playa italiana, en condiciones que permitieron a The Sun publicar una
gran portada con una foto de la canciller cambiándose el bañador. Su afición
por el fútbol sí parece real: durante la gran Eurocopa española, dijo que no le
importaría comer –Merkel no da cenas– un día con Vicente del Bosque, del que
aprecia su sencillez.
El método político de
Merkel se caracteriza por su pragmatismo, su control del tiempo, su
sensibilidad hacia las preferencias del electorado, una gran resistencia a la
presión y un liderazgo que consiste en no dirigir.
Merkel evita las
definiciones y las discusiones de principio, no hace grandes discursos ni
declaraciones sobre sus políticas o sus cambios de dirección. Está muy atenta a
la evolución de sus votantes y de la sociedad alemana: es célebre su cálculo de
que no había votos en las posiciones con que quiso plantarle cara la derecha de
su partido. No es agresiva –echó un capote a Zu Guttenberg, aspirante a
desbancarla, durante la crisis que le costó la carrera política– y sí muy
prudente, al contrario que la mayoría de sus rotundos rivales masculinos en la
CDU, hoy jubilados políticos. Es implacable cuando hace falta: con la política
de la austeridad, frente a Kohl en la crisis de los donativos…
Merkel no dirige, no
adelanta un análisis o una posición, no encabeza a su partido o a su país:
espera a identificar la opinión mayoritaria de la sociedad alemana y se pone al
frente, como ha hecho con el abandono de la energía nuclear, para decidir sobre
las ayudas a Grecia (esperando a que pasara el efecto de la campaña de la
derecha política y de la prensa populista y a una sentencia del Tribunal
Constitucional) o durante la crisis de los refugiados.
No tiene favoritos,
sucesores, ni cortesanos. Gestionó algunos de los perores momentos de la crisis
financiera de la Unión Europea desde sus vacaciones en Austria, para mantener
una sensación de normalidad. No hizo más que un leve reproche al presidente Barack
Obama durante la crisis del espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad
estadounidense, que había pinchado hasta el móvil de la canciller: “Espiarse
entre aliados no puede ser. Somos aliados y una asociación así solo puede estar
basada en la confianza”.
Habla con la voz suave de
una terapeuta, con las manos haciendo un característico gesto inclusivo. Es la
terapeuta de Alemania, escribe Ralph Bollmann. Porque a la firmeza, el
control del tiempo y la implacabilidad de su política europea, une
manifestaciones de compasión, de sensibilidad hacia la opinión, de prudencia.
“Si tenemos que empezar a disculparnos por mostrar una cara amigable en
situaciones de necesidad, esto no será mi país”, dijo en agosto de 2015
defendiendo su política sobre los refugiados. Una apertura que es otro buen ejemplo:
despierta recelos en una parte de la población alemana, pero responde también
al interés económico y demográfico alemán y ha dulcificado la percepción del
país y de su canciller tras los largos años de austeridad sin alternativas
y las dudas sobre el carácter benévolo del nuevo hegemón alemán.
En un país con tradición de
consenso político y mandatos largos, sin rivales en su partido ni una
alternativa clara en los otros, con sus niveles de aprobación entre sus
votantes y los de los demás partidos y con posibilidades de pactar con tres de
los cuatro partidos que son o han sido parlamentarios, la canciller tiene
cuerda para rato. Ha defendido el interés nacional alemán con eficacia y un
coste que, aunque perceptible en la pérdida de simpatías de su país, ha sido
mucho menor que el que hubieran causado otros dirigentes europeos.
¿Podría la doctora Merkel
ser la dirigente que una a la UE? Es verdad que cosas más raras se han visto,
pero parece difícil, se le identifica demasiado con la imposición de la política
de la austeridad que ha despeñado a las clases asalariadas y pobres
de muchos de sus Estados miembros. Merkel no es Europa raptada por Zeus: es el
propio raptor, el toro. Pero quizá la mayor razón para dudarlo sea otra: que su
método de liderazgo, basado en una exquisita sensibilidad para sintonizar con
la opinión, el interés y las emociones de sus conciudadanos y orientar sus
declaraciones y sus políticas en consecuencia, quizá no sea fácilmente
adaptable o traducible y pudiera no funcionar en el conjunto de una Unión que
es todavía más e pluribus que unum.