A LOS LECTORES:
Quizás deberíamos acordar, con algún tipo primitivo de “creyente” que abunda en muchas latitudes, que no existen las casualidades, que los eventos que habitan nuestra cotidianeidad nada tienen de aleatorios. Hay momentos en los que resulta imposible evitar la idea de que existe una Voluntad ordenadora de los acontecimientos que dispone de su concreción. Eso es lo que sentí, en la tarde de ayer, cuando, retornando de dos días de reuniones en la Universidad de La Plata, me senté en el ferry que retornaba a Montevideo y abrí en mi computadora la página “Dossier“ del No 161 del mes de mayo de la Revista “Letras Libres“.
Había pasado agradables jornadas en La Plata en contacto con sus habitantes y me había reconciliado parcialmente con los argentinos, hombres y mujeres de a pie, francos, tolerantes y educados, de cuya existencia todos dudamos desde hace décadas cuando vemos a la Argentina desde su imagen internacional. Además, hacía demasiado tiempo que, insensiblemente, viajar a la Argentina se había transformado para mí en equivalente a ir rutinariamente a Buenos Aires. Y aunque el patoteo, la chabacanería y la prepotencia kirchnerista estaban en todos los medios de prensa de alcance nacional, los diarios de La Plata y las pocas docenas de personas con las que allí me relacioné, parecían totalmente ajenas a esa penosa debacle cultural que es el peronismo.
Seguramente yo me equivocaba y, en su mayoría, eran peronistas, pero, durante esas 48 horas y en sus diálogos y relacionamiento conmigo, en ningún momento parecieron siquiera tener que disimularlo. Se presentaban, naturalmente, como los habitantes de una Argentina generosa, culta y liberal, ya desaparecida, pero que, particularmente en esa ciudad de La Plata, había dejado sus huellas profundamente grabadas. En ese estado de ánimo regresaba yo cuando apareció (¿causalmente?), en la pantalla del notebook, el último número de “Letras Libres” con este resplandeciente ensayo de Edwin Williamson sobre “El Joven Borges y Argentina” que, con total naturalidad, me reintegraba al reconfortante ambiente intelectual y cultural que me había acogido los dos últimos días. Durante las 3 horas que duró el viaje di cuenta del ensayo y me prometí que lo reproduciría en mi blog como un módico gesto de agradecimiento para con los platenses que me acababan de recibir y para con el conocido biógrafo, autor del ensayo.
El joven Borges y Argentina
Por Edwin Williamson
Se ha querido ver en Borges a un escritor poco
interesado en la política y ajeno a los problemas de su país. Sin
embargo, como cuenta en este ensayo su biógrafo Edwin Williamson, el
joven Borges estuvo atento a las grandes corrientes ideológicas de su
tiempo y participó en las grandes disputas políticas, y singularmente
históricas, de la Argentina del siglo XX.
La figura de Borges ha suscitado varios mitos que han
contribuido a su fama extraordinaria pero que a mi juicio han creado
muchas distorsiones y malentendidos acerca de su vida y obra. El mito
más difundido es el de Borges como un manso escritor que vivía casi
fuera del tiempo en una especie de utopía literaria, y para quien la
creación literaria, por tanto, era un juego autorreferencial o una
reescritura de textos anteriores. Un mito asociado representa a Borges
como un escritor cosmopolita desarraigado de un contexto específico que
muy bien podía haber escrito en inglés o en francés. Estos mitos dieron
lugar a la idea de Borges como un hombre ignorante de la política, si no
es que como un reaccionario que apoyó a las juntas militares de los
años setenta en la Argentina o a Pinochet en Chile. En mi biografía Borges. Una vida
me propuse, entre otras cosas, examinar estos mitos, situando al
escritor en su contexto argentino y analizando sus textos dentro de una
estricta cronología.[1]
El resultado fue bastante sorprendente: descubrí que muchos de sus
textos aludían de manera oblicua tanto a su vida personal como a los
acontecimientos de la historia y la actualidad argentinas. Era evidente
que Borges estaba imbuido de una fuerte conciencia de la responsabilidad
del escritor ante la historia y que hasta el final de su vida se
comprometió con el destino de su patria. En este ensayo voy a dirigirme a
una cuestión que los mitos asociados a la figura de Borges han
contribuido a perder de vista: cómo entendía Borges la historia
argentina, y cómo esto influyó en la formación de sus valores políticos y
en sus escritos. También quisiera demostrar que había una especie de
relación dialéctica entre su visión de la historia argentina y su
concepción de la escritura, y que los cambios en un campo tuvieron
repercusiones en el otro.
En una entrevista de 1973 Borges opinó
que el significado de la independencia de la Argentina residía en el
hecho de que los criollos habían “querido dejar de ser españoles” y
habían hecho un “acto de fe” en la posibilidad de crear una identidad
nacional distinta de la española.[2]
Además, dijo que, si los argentinos no perseveraban en la lucha por
forjar esta nueva identidad, “muchos de nosotros correríamos el albur de
recaer en españoles, lo cual significaría una manera de desmentir toda
la historia argentina”. Es curioso cómo Borges parecía concebir la
identidad nacional argentina como algo bastante frágil, como una obra
colectiva que muy bien podía disolverse, y que por tanto había que
vigilar y preservar activamente para que no se revelara como una mera
ilusión.
Este
sentido de la fragilidad de la identidad argentina había sido una idea
generalizada en la época de la niñez y juventud de Borges.[3]
En las primeras décadas del siglo XX, el tremendo avance económico de
la Argentina había atraído una enorme cantidad de trabajadores
extranjeros al país y Buenos Aires, en particular, era un enorme
hervidero de gente de muchas nacionalidades distintas. Esta inmigración
tan masiva suscitó los temores de que las grandes oleadas de extranjeros
desestabilizaran el país y de que los criollos se convirtieran en
pseudoeuropeos o, peor aún, en una raza mestiza sin cualidades
inherentes propias. ¿Qué significaba ser argentino? El establishment
político buscó una respuesta en su poeta más famoso, Leopoldo Lugones,
que en 1913 pronunció una serie de conferencias magistrales en el Teatro
Odeón de Buenos Aires, a las que asistieron el presidente de la
república y varios ministros del gabinete. El tema fundamental de estas
conferencias era que los gauchos habían suministrado el cimiento de la
identidad criolla, ya que habían formado la columna vertebral de los
ejércitos patriotas en las guerras de independencia, y El gaucho Martín Fierro
de José Hernández debía ser considerado la épica nacional de la
Argentina porque expresaba el espíritu y el carácter esenciales del
pueblo del Río de la Plata encarnados en el gaucho. Cuando Lugones
publicó estas conferencias en un libro titulado El payador, declaró en el prólogo: “El objeto de este libro, es, pues, definir [...] la poesía épica, demostrar que nuestro Martín Fierro
pertenece a ella, estudiarla como tal, determinar simultáneamente, por
la naturaleza de sus elementos, la formación de la raza, y con ello
formular, por último, el secreto de su destino.”[4] Esta interpretación del Martín Fierro
iba a influir en el nacionalismo argentino durante muchas décadas,
dándole un sesgo muy conservador y hasta reaccionario por el lugar
privilegiado concedido al gaucho y a los criollos en la concepción de la
identidad nacional.
De hecho, las realidades sociales y políticas
de la Argentina contemporánea no permitían semejante visión elitista y
retrospectiva de la historia de la nación: había millones de personas en
el país además de los criollos, y la población de las ciudades superaba
con mucho a la del campo. Unos pocos años después de que Lugones diera
sus conferencias sobre el gaucho, la voz de las masas urbanas se hizo
oír cuando el líder del Partido Radical, Hipólito Yrigoyen, fue elegido
presidente en 1916. Su período de gobierno vio un aumento de demandas
populares de reformas y una inflación alta acompañada de una creciente
militancia obrera que provocó temores de un retorno a la inestabilidad
crónica entre la clase política.
Cuando la familia Borges regresó a
la Argentina en 1921, después de siete años en Europa, se encontró con
una situación política muy agitada y conflictiva. Al poco tiempo de su
llegada, el joven Borges aborda la cuestión de la identidad nacional en
un texto titulado “Buenos Aires”, publicado en octubre de 1921, donde
contempla su ciudad natal después de su larga ausencia en el extranjero y
ve en sus casas chatas “la traducción, en cal y ladrillo” del
“fatalismo vergonzante del criollo que intenta hoy ser occidentalista y
no puede”.[5]
Concibe a los criollos viviendo en una especie de vacío cultural, en un
estado indeterminado entre el pasado español y un futuro incierto que
muy bien podría resultar en su conversión en pseudoyanquis:
¡Pobres criollos! En los subterráneos del alma nos brinca la españolidad, y empero quieren convertirnos en yanquis, en yanquis falsificados, y engatusarnos con el aguachirle de la democracia y el voto.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa o de cinc, huérfanas de torres excepcionales o de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Pero ¿qué importa? En una de ellas murió Evaristo Carriego [...] Y en otra de ellas ha de nacer nuestro Mesías.
Este es el
embrión de una idea de Borges que va a crecer en los años siguientes: la
idea de un mesías que “salvaría” a los criollos de su condición
indeterminada en cuanto a su identidad cultural.
El primer brote
de esta vocación mesiánica del joven Borges se manifestó durante su
segunda visita a España en 1923-1924, donde escribió un ensayo llamando a
los jóvenes poetas de la Argentina a expresar el espíritu de su tierra
natal en sus versos: “Creo que nuestros versos deberían tener sabor de
patria, como guitarra que sabe a soledades y a campo y a poniente detrás
de un trebolar.”[6]
Pero esta vocación mesiánica encuentra un escollo en su pesimismo
acerca del curso de la historia argentina. La naturaleza de este escollo
es evidente en el ensayo “Queja de todo criollo”.[7] Según
Borges, el carácter de los criollos se había definido en los primeros
días de la república, pero el progreso económico había casi destruido lo
distintivo de la cultura criolla. El advenimiento del ferrocarril, el
reemplazo de la fácil ganadería por la “logrera agricultura”, el
“encarcelamiento” de la pampa por el alambre de púa, el sojuzgamiento de
los gauchos, todo había conspirado para convertir al criollo en un
extraño en su tierra natal. Todo aquello había provocado “la tragedia
criolla”, y lo único que les quedaba a los criollos era aprender a
“morirse bien”, a morir sin quejarse demasiado, debían “morir cantando”.
De hecho, el propio Borges escribió un poema que tituló “Dulcia linquimus arva”, una cita de las primeras líneas de la primera égloga de las Bucólicas de Virgilio, en la que el poeta latino lamenta dejar sus tierras ancestrales, sus “dulces campos”, por la ciudad de Roma.[8] Aquí
Borges alabó a los “soldados y estancieros” que construyeron la patria
después de la independencia. Pero el poeta mismo no sabía nada de
aquellos “altos (...) días”; era un “hombre de ciudad, de barrio, de
calle”, cuya tristeza encontraba voz en la queja larga de los tranvías
lejanos en las tardes. En un epígrafe caracterizó este poema como “mi
canción de criollo final”, y era, de hecho, una especie de canto de
cisne para los criollos, destinados a morir espiritualmente en la gran
urbe cosmopolita de Buenos Aires, convertida ya en un lugar de
alienación, una gran Babel, para los propios nativos.
Esta
interpretación de la historia argentina tiene varios puntos en común con
la de Leopoldo Lugones. Para empezar, presenta la cuestión de la
identidad nacional como un asunto privilegiado de los criollos; también
concuerda con la idea de la pampa y el gaucho como las auténticas señas
de identidad argentina. Este enfoque representa la marcha de la historia
argentina, no en términos de “progreso” –esa tan potente idea liberal
del siglo XIX– sino como un deslizamiento irresistible hacia el vacío,
como un callejón sin salida para los criollos. En esta coyuntura, pues,
la visión de la Argentina del joven Borges es tan nostálgica y
potencialmente reaccionaria como la de Lugones.
Sin
embargo, alrededor de octubre 1924, Borges empezó a vislumbrar una
salida a esta interpretación tan pesimista. Las cosas empezaron a
cambiar cuando leyó el Ulises de James Joyce, que se había
publicado en París dos años antes. En una reseña, Borges expresó su
admiración por la manera en que Joyce había combinado lo cotidiano con
lo mítico en una novela épica que abarcaba un solo día en la Dublín
contemporánea pero que ofrecía una variedad de episodios comparable a la
Odisea.[9]
El irlandés había sido capaz de captar lo específico del tiempo y el
lugar de su ciudad natal y al mismo tiempo realzar sus cualidades
universales.
A raíz de su encuentro con Ulises, Borges
concibió la idea de componer una obra extensa y sustancial sobre la
Argentina. Pero para realizar tal empresa tenía que cambiar su
concepción de la escritura: tenía que romper con la poética de la
vanguardia hispánica, dominada entonces por el ultraísmo, el futurismo y
el dadaísmo. En “Después de las imágenes”, Borges declara que el poeta
debía ir mas allá de las imágenes y “alucinar ciudades y espacios de la
conjunta realidad”.[10]
La idea de conseguir una visión de conjunto es una preocupación
insistente en este período, como se ve en una reseña de las memorias de
Ramón Gómez de la Serna, donde afirma que era preciso buscar “una visión
total del vivir”, una “concordia”, una “síntesis”.[11]
Lo que a Ramón le faltaba, observa Borges, era el tipo de principio
unificador que en la nueva matemática estaba representado por el “signo
Alef [sic]”, “el señalador del infinito guarismo que abarca los demás”.
Esta es la primera vez que Borges emplea el término “Alef” y es
significativo que la idea de un “Alef” que le ofreciera al escritor “una
visión total del vivir” coincidiera con el enamoramiento de Borges de
una muchacha argentina de origen noruego llamada Norah Lange. Esto
ocurrió en los últimos meses de 1924 y comienzos de 1925, y fue la causa
principal de su ruptura final con Concepción Guerrero.[12] Su amor por Lange va a transformar su concepto de la poesía e imbuirle de una enorme confianza en sus poderes creativos.
Hacia
finales de 1925, Borges empezó a aludir a “una historia en verso de la
Argentina” que pensaba componer. Hay solo dos alusiones existentes a ese
proyecto, así que es difícil decir cuándo se le ocurrió por primera
vez, pero le contaría a Guillermo de Torre que los poemas de ese libro,
al cual le había puesto el titulo Cuaderno San Martín, tendrían el estilo de “El general Quiroga va en coche al muere”, poema publicado por primera vez en Luna de enfrente.[13] Seis meses más tarde publicó dos poemas en la revista Nosotros y mencionó que podían ser incluidos en un libro que estaba planeando escribir llamado Cuaderno San Martín.[14]
Podemos
reconstruir hasta cierto punto la naturaleza de este proyecto. Tomados
en secuencia, los tres poemas trazan una línea de continuidad desde los
días de la primera república hasta la época de la infancia del poeta. En
“El general Quiroga va en coche al muere”, un poema sobre el famoso
episodio donde el caudillo Facundo Quiroga fue asesinado por agentes del
tirano Rosas, Borges expresa una especie de envidia del arraigo de
Quiroga: el caudillo está “afianzado y metido en la vida / como la
estaca pampa bien metida en la pampa”. Borges no se había despojado del
todo de su mentalidad de “criollo final”: sus sentimientos de
inferioridad en relación con los héroes de la república temprana siguen
siendo evidentes. El segundo poema es una evocación de Villa Ortúzar,
suburbio pobre del noroeste de Buenos Aires. La tristeza del poeta
encuentra un correlativo en la nostalgia de Villa Ortúzar por la vida de
la pampa – se dice del campo que “pesa” sobre el arrabal–. También
aparece una actitud de pesimismo con respecto al transcurso de la
historia argentina. El tercer poema, “La fundación mitológica de Buenos
Aires”, gira sobre la idea de que la ciudad fue fundada por los
conquistadores españoles en el barrio de Palermo, y específicamente en
la misma manzana en la que el propio Borges fue criado de niño. Aquí
encontramos una suerte de celebración de la ciudad en un tono alegre y
despreocupado que indica una actitud nueva hacia Buenos Aires. La
evocación de este Palermo culmina en los versos: “A mí se me hace cuento
que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eterna como el agua y el aire.”
La ciudad de Buenos Aires se transformará en mito, se hará parte de una
realidad eterna; más precisamente, Borges tomará el Palermo de su niñez
y transformará con su pluma ese barrio marginal en la esencia misma de
su ciudad natal.
Los tres poemas de esta “historia en verso de la
Argentina” en ciernes son tan distintos en forma, tono y tema que
indican una falta de unidad orgánica en el proyecto. Es evidente que
Borges no había dado todavía con la idea que le permitiera superar el
pesimismo de “criollo final” derivado de Lugones y conseguir una visión
más positiva del futuro de la Argentina y su propia relación con ella.
Sin embargo, el tercer poema constituye un importante avance en su
pensamiento. El Palermo retratado ahí es un barrio de tabernas pintadas
de rosa, música de tango, partidas de truco, gemido de organitos y besos
de novias. Representa, en realidad, un homenaje a Evaristo Carriego,
que fue el poeta que cantó por primera vez la vida de los suburbios
pobres de Buenos Aires. Esta “fundación mitológica” de la ciudad,
entonces, se realizaría gracias a la voluntad creadora del propio
Borges, pero la esencia de este Buenos Aires mitológico no sería el
producto de la imaginación de Borges sino un remedo del Palermo ya
esbozado en los versos de Carriego. Además, este Buenos Aires
supuestamente esencial se presenta como desligado de la historia
argentina: el poema da un salto desde la fundación española hasta el
Palermo imaginado por Carriego, un hiato que señala que Borges no ha
podido concebir una visión coherente todavía de la historia real del
país.
Sin
embargo, la evolución aquí notada hacia una actitud más positiva en
relación a Buenos Aires corre en paralelo con su enamoramiento de Norah
Lange en el curso de 1926. En junio, un mes después de publicar “La
fundación mitológica de Buenos Aires”, Borges publicó “Profesión de fe
literaria”, donde expuso los principios de su credo literario basado en
una íntima dialéctica entre el poeta y su medio ambiente.[15]
Era una poética de un expresionismo extremo: la escritura era “plena
confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana”. El lenguaje
literario tenía que estar empapado con la experiencia del mundo
particular del escritor, de manera que la obra tuviera el sello de la
personalidad única de su hacedor: “las palabras hay que conquistarlas,
viviéndolas”. Unos meses más tarde declararía: “Yo hago versos para
sentirme más en Buenos Aires, para afianzarme la intimidad recuperada de
Buenos Aires.”[16]
Su
amor por Norah Lange no solo le inspiró una nueva fe literaria sino que
le dio la clave para superar su pesimismo histórico, su complejo de
“criollo final”. En primer lugar, Lange había nacido en la Argentina
pero era de familia noruega por las dos partes, con mezcla irlandesa; o
sea, no era una criolla, era un producto de la gran inmigración al país.
En segundo lugar, vivía en un caserón de la calle Tronador, en el
barrio noroeste de Villa Urquiza, bordeando la pampa. El barrio de la
amada, por tanto, estaba situado en las extremidades de la gran urbe;
formaba parte de “las orillas” de Buenos Aires, como el barrio de
Palermo en que Borges mismo se había criado. Y era precisamente esta
situación liminar de las orillas lo que le inspiró la idea que buscaba
para crear su gran obra joyceana.
En un ensayo que publicó en enero de
1926, con el estrambótico título de “La pampa y el suburbio son dioses”,
observaba que era natural que la pampa y el gaucho fueran reverenciados
como “arquetipos” o “tótems” en una comunidad pastoral como la
Argentina, pero los barrios de Buenos Aires también habían adquirido un
estatus totémico, porque aunque la gran ciudad era “babélica”, un sitio
que atraía inmigrantes “de las cuatro puntas del mundo”, los barrios
periféricos seguían impregnados por la influencia de la pampa.[17]
Es decir que en las orillas de Buenos Aires se podía imaginar una
continuidad entre el heroico pasado criollo y el presente urbano del
país, con su mezcla de criollos e inmigrantes. Y en las orillas, además,
Borges iba a encontrar precisamente el símbolo que buscaba para
representar la ciudad de Buenos Aires. Ese símbolo era la figura del
compadrito, el cuchillero del suburbio. Era el símbolo adecuado porque
era una figura liminar, a la vez un hombre de ciudad, producto por ello
de la fusión entre criollo e inmigrante, y, en tanto cuchillero,
heredero del gaucho de la pampa.[18]
Ahora
Borges podía articular una visión positiva de la historia argentina. Su
amor por Norah Lange le ofreció un “Alef”: una “concordia” entre el
pasado y el presente, un símbolo que representaba una “síntesis” de la
ciudad y la pampa, lo cual suponía, si no exactamente “una visión total
del vivir”, una visión coherente de su país que le abría la posibilidad
de crear una gran obra mitológica a la manera de Joyce. Esto permitió a
Borges ir más allá de la obra de Carriego: reconocía su deuda con
Carriego en tanto que había sido él el primer poeta que había cantado
las orillas de Buenos Aires; pero Carriego, aunque había intuido las
posibilidades épicas del arrabal, solo había cultivado sus aspectos
sentimentales, según Borges; el arrabal, por tanto, seguía siendo un
“símbolo a medio hacer”.[19]
Así pues, Borges pudo relegar a Carriego a la función de un Juan
Bautista, mientras que él se otorgaba el papel de verdadero mesías de
los criollos, capaz de redimir a su pueblo de ese estado indeterminado
entre españoles y yanquis que había lamentado en su ensayo sobre Buenos
Aires de 1921.
En el curso del año 1926 Borges escribió una serie
de ensayos sobre su nuevo proyecto literario-cultural cuyo objetivo
fundamental era “la poetización” de Buenos Aires:
¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! [...] Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización.[20]
Se proponía componer una novela épica en la que los cuchilleros de los arrabales serían elevados al nivel de héroes.[21] Esa
épica de Buenos Aires sería creada desde la cultura popular de los
barrios: las leyendas, anécdotas, canciones y dichos de la gente común
que vivía en los arrabales populosos de la gran metrópolis. Sus ideas
aún estaban en un estado de flujo: no había decidido todavía si la épica
de Buenos Aires debía ser escrita en verso o en prosa –de hecho, se
refería a ella como una “novela” ya fuera en prosa o en verso–, pero se
inclinaba hacia el verso porque las guitarras de la gente común podrían
entonces darle “su fraternidad”.[22]
Tampoco había resuelto la cuestión del lenguaje y el estilo en el que
sería escrita esta épica: ¿debía ser una forma del “arrabalero”, el
dialecto basado en el argot criminal conocido como lunfardo? Se decidió
por un español castellano con inflexiones de acento argentino, porque el
“arrabalero” era un medio demasiado limitado para hacer frente a la
amplitud de sentimiento e ideas que exigiría una épica de Buenos Aires, a
menos que se encontrara un poeta que pudiera hacer por los compadritos
de la ciudad lo que José Hernández había hecho por los gauchos con su Martín Fierro.[23]
De hecho, solo ha sobrevivido un ejemplo del tipo de tratamiento épico
del arrabal que Borges tenía en mente en ese período: un bosquejo
narrativo titulado “Leyenda policial”, en que Borges buscó dotar un
duelo a cuchillo entre dos compadritos de dignidad ética y resonancia
mítica.[24]
La
exposición más plena de la nueva vocación mesiánica de Borges puede
encontrarse en “El tamaño de mi esperanza”, ensayo que demuestra que ya
había superado por completo su complejo de “criollo final”.[25]
En ese ensayo Borges mantenía aún que el proceso de modernización había
amenazado la identidad criolla tradicional. El carácter de los criollos
había sido establecido en los primeros días de la república, y el más
grande de estos criollos fue el tirano Juan Manuel de Rosas. Sin
embargo, gracias a Sarmiento, un hombre que, afirmaba Borges, odiaba y
repudiaba todas las cosas criollas, el proceso de desarrollo económico
se había puesto en marcha, y ese “progresismo” se reducía a “someternos a
ser casi norteamericanos o casi europeos, un tesonero ser casi otros”.
Aun así, Borges ya no pensaba que el progreso provocaría una “tragedia”
para los criollos; en vez de la aversión por la metrópolis babélica que
había sentido apenas un año antes, uno encuentra cierto orgullo
afectuoso por su ciudad natal: su enormidad y diversidad planteaban un
desafío creativo al escritor: la gran urbe debía ser domada por la
imaginación del poeta y convertida en una realidad en la que sus
habitantes se sintieran tan arraigados como los antiguos criollos habían
estado arraigados en la pampa. Borges llamaba a su nueva empresa
“criollismo”, pero señaló que el término tenía que ser entendido en un
sentido amplio, porque no se trataba de un culto nostálgico del gaucho y
de la pampa este nuevo criollismo sería “conversador del mundo y del
yo, de Dios y de la muerte”. Así pues, el criollismo de Borges, basado
en las realidades urbanas de Buenos Aires, suponía una forma de
construir la nación:
Ya Buenos Aires, más que una ciudá [sic], es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación.[26]
No
cabe duda de que Borges tenía plena conciencia de la dimensión política
de su programa literario-cultural. En 1928 Yrigoyen volvió a
presentarse como candidato para la presidencia. Durante su primer
mandato (1916-1922), Yrigoyen había desencadenado una revolución de
expectativas entre las masas urbanas, pero su sucesor en la presidencia
fue un terrateniente patricio que trató de regresar al país al control
de los estancieros y los inversores extranjeros. Así pues, ante la
perspectiva de un regreso de Yrigoyen al poder, hubo una explosión de
entusiasmo popular. Borges no solo se pronunció a favor de Yrigoyen sino
que fundó un Comité de Jóvenes Intelectuales Yrigoyenistas que atrajo a
una buena cantidad de escritores. Él mismo fue nombrado presidente y
las oficinas del comité quedaron establecidas en su propio departamento
de Quintana 222. El 24 de marzo de 1928 redactó una carta en la que
expuso su sentido de la historia argentina y sus valores políticos
fundamentales:
Razonar esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil. Equivale a pensar ante los demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la continuidad argentina. Es el caballero porteño que supo de las vehemencias del alsinismo y de la patriada grande del Parque y que persiste en una casita del Sur (lugar que tiene clima de patria, hasta para los que no somos de él) pero es el que mejor se acuerda con profética y esperanzada memoria de nuestro porvenir. Es el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose con él, se hace porvenir.[27]
La
carta nos permite apreciar cómo su visión política iba de la mano de su
proyecto literario-cultural. Si Yrigoyen representaba “la continuidad
argentina” en el campo político, es decir, “el presente que, sin
desmemoriarse del pasado y honrándose con él, se hace porvenir”, Borges
se proponía crear una continuidad análoga en el campo cultural, una
continuidad entre el pasado y el presente, entre la pampa y la ciudad,
entre el gaucho y el compadrito.
En septiembre 1928 Borges dio un
discurso ante un grupo de nacionalistas que revela claramente la
vocación mesiánica del joven escritor:
En esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora.[28]
Por
inverosímil que parezca si tenemos en cuenta el mito posterior de
Borges como un hombre encerrado en una torre de marfil, aquí tenemos a
un joven poeta que quiere crear nada menos que un “hombre nuevo” –una
nueva identidad nacional–, no ya para los criollos sino para todos los
argentinos.
Vamos a resumir, pues, la visión de la historia
argentina de Borges, y su idea de la función del escritor en relación a
ella. La independencia había creado un problema de identidad nacional,
ya que los criollos se encontraban ante la necesidad de diferenciarse de
los españoles. En los primeros tiempos de la república, la identidad
criolla se basó en la cultura del gaucho y su vida en la pampa, una
identidad que encontró su expresión simbólica en el Martín Fierro
de José Hernández. Esta fase rural había dado paso a una fase urbana,
pero el progreso amenazaba una “tragedia criolla” –la destrucción de esa
identidad cultural–. A causa del desarrollo económico de la pampa y la
avalancha de inmigrantes al país, el criollo se encontraba actualmente
en una especie de vacío, obligado a coexistir con hombres venidos de
todo el mundo, y en la gran ciudad “babélica” de Buenos Aires sobre
todo. Así pues, era necesario construir una nueva identidad argentina en
el presente, pero, al igual que Yrigoyen en el campo político, había
que rehacer esta identidad “sin desmemoriarse del pasado y honrándose
con él, al hacerse porvenir”. Esta tarea ofrecía al escritor una
oportunidad de convertirse en constructor de la nación en tanto que
tenía la capacidad de forjar una identidad cultural para sus
compatriotas. De ahí surgiría un “hombre nuevo”, una fusión de los
criollos y los inmigrantes, un verdadero argentino para los tiempos que
corrían.
Es evidente que esta visión de Borges estaba en conflicto
con la de Leopoldo Lugones. La diferencia puede representarse como una
contienda entre dos conceptos de “épica nacional”: por un lado, estaba
la idea de Lugones del Martín Fierro como la épica de los
criollos; por el otro, estaba el proyecto de Borges de crear una nueva
épica, una épica basada en Buenos Aires, y particularmente en las
“orillas” de la gran ciudad “babélica” donde el compadrito heredaría la
función simbólica que desempeñaba el gaucho en el poema de Hernández.
Lugones deseaba fijar la identidad argentina en el pasado, manteniendo
al gaucho como símbolo trascendente de la “raza” criolla; Borges pensaba
que los criollos debían aceptar la actualidad del país e incluir en la
idea de la nación a toda la gente que se había asentado en la Argentina
desde la independencia. Borges, por tanto, tenía un concepto dinámico de
una identidad nacional capaz de evolucionar con el paso del tiempo,
mientras que Lugones se aferraba a una visión fija y nostálgica, y no es
de extrañar que para los años veinte se deslizara hacia el fascismo,
propugnando una teoría de la Argentina como una especie de jerarquía en
la cual había que reservar una posición privilegiada a la cultura de los
criollos, garantizada si fuera necesario por el poder militar.
En
1927, cuando ya asomaba la posibilidad de un retorno de Yrigoyen a la
presidencia,el conflicto ideológico entre Lugones y Borges se actualizó
en el campo político: un grupo de escritores encabezado por Ernesto
Palacio, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta y Juan E. Carulla
emprendieron una campaña en contra de la reelección de Yrigoyen y se
enfrentaron precisamente al comité de intelectuales yrigoyenistas
fundado por Borges. Este nuevo grupo de intelectuales opuestos a
Yrigoyen apoyaba una ideología de derecha que de aquí en adelante
denominaremos nacionalismo, a secas, para distinguirlo del
criollismo de Borges, y que, aunque no estrictamente fascista, tenía
varios temas en común con el nacionalismo fascista de Lugones. Su
objetivo era instituir una sociedad corporativa conducida por un
caudillo supremo cuyos principios rectores derivarían de la doctrina
social católica y los valores criollos tradicionales que consideraban
amenazados por la inmigración masiva. Un elemento clave en su estrategia
era provocar un golpe de Estado; incluso antes de las elecciones de
1928, los nacionalistas empezaron a acercarse a simpatizantes en las
fuerzas armadas, instándolos a tomar el poder para impedir la reelección
de Yrigoyen.
El
primero de abril de 1928, Yrigoyen fue elegido presidente por una gran
mayoría, pero para entonces el proyecto criollista de Borges había
empezado a desintegrarse. La causa principal fue el rechazo de su musa
Norah Lange. En noviembre de 1926 Lange se había enamorado bruscamente
de Oliverio Girondo, el más odiado rival de Borges dentro de la
vanguardia. Sin embargo, la relación de Norah con Girondo resultó ser
bastante tormentosa, lo cual mantuvo vivas las esperanzas de Borges de
recuperar a la mujer que había sido la inspiración de su proyecto
literario-cultural y no fue hasta febrero de 1929 que Norah Lange
rechazó definitivamente a Borges.[29] La
pérdida de Norah es seguida por el derrocamiento de Yrigoyen el 6 de
septiembre de 1930 en un golpe militar que fue acompañado por gran
regocijo popular –incluso la casa de Yrigoyen fue saqueada por una
turba– y esa traición colectiva de su héroe político hacía imposible
para Borges sentir su viejo entusiasmo por una mitologización de Buenos
Aires.
El ensayo “Nuestras imposibilidades” expresa su desilusión
con el criollismo basado en los cuchilleros y compadritos de las
“orillas”.[30]
Desaparece cualquier noción de continuidad entre la pampa y la ciudad,
entre el pasado y el presente. Borges escribe que el gaucho se ha
convertido en un objeto del folclor más grosero, y el criollo auténtico
solo puede encontrarse en las zonas más remotas, como en el norte de
Uruguay, donde la inmigración extranjera aún no lo ha “estilizado y
falseado”. Esta última afirmación, además, contradecía su visión de los
criollos y los inmigrantes volviéndose “conjurados” en la creación de un
“hombre nuevo” en la Argentina. Al contrario, Borges ahora muestra una
actitud totalmente negativa hacia sus compatriotas; los argentinos
sufren de dos “rasgos (...) fáciles”: “penuria imaginativa” y “rencor”,
actitudes que “definen nuestra parte de muerte”.[31]
Este
desastre personal –el doble golpe del rechazo de Norah Lange y el
derrocamiento de Yrigoyen– es lo que explica la extraordinaria evolución
de Borges del poeta whitmaniano que aspiraba a ser de joven hacia el
escritor kafkiano que aparece una década más tarde. Su amor por Lange
estaba tan compenetrado con sus ideas estéticas que estas ya entran en
crisis en 1927, como he analizado en mi biografía.[32] A
partir de febrero de 1929, cuando pierde sus esperanzas de recuperarla,
se desvanece su sentido del “Alef” –ese principio unificador, esa
capacidad de crear una unión entre la experiencia individual del artista
y la realidad exterior del mundo que lo rodea, tal como consiguió Joyce
en Ulises–.[33] Después de la publicación en agosto de 1929 de Cuaderno San Martín
(un exiguo libro de doce poemas que solo comparte el título con esa
ambiciosa “historia de la Argentina en verso” que Borges había concebido
en 1925), abandona la poesía y comienza a buscar una nueva salida para
su escritura como autor de ensayos y cuentos, una búsqueda que va a
durar hasta el final de la década del treinta.
Algo, no obstante,
se salva del naufragio de la visión de los años veinte, y es
precisamente la idea que expresó en su carta a los intelectuales
yrigoyenistas de marzo 1928: “[Yrigoyen] es el caudillo que con
autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo
caudillismo”. Este, en efecto, es el ideal inamovible de Borges: acabar
con el caudillismo e instaurar un régimen de democracia liberal. Es un
ideal que da la consistencia a todos los subsiguientes cambios y giros
en sus adhesiones políticas. También sobrevive una actitud de apertura
hacia el mundo exterior, ya que su criollismo había sido hospitalario y
ecuménico, “conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte”.[34]
De
hecho, Borges seguiría siendo un intelectual público durante el resto
de su vida y su tarea desde ese momento en adelante sería la de combatir
el autoritarismo y, más precisamente, la de defender la libertad de
expresión y de la cultura en un ambiente político que en los años
treinta y cuarenta se estaba haciendo cada vez más autoritario e
intolerante. Un notable ejemplo de esta militancia política fue la
publicación del “Poema conjetural” en La Nación apenas un mes
después de que el gobierno del presidente Castillo sucumbiera a un golpe
organizado por jóvenes militares de ideología fuertemente nacionalista
(entre ellos el coronel Juan Domingo Perón).[35] La
nueva junta proclamó su misión de salvar los “intereses sagrados de la
nación” y de resistir cualquier intento de subvertir los cimientos de la
“identidad nacional”; dos semanas más tarde emitió un decreto
condenando a los artistas e intelectuales que mostraran un interés
insuficiente en los “temas históricos”, con lo que se refería a la
historia argentina tal como era interpretada por los nacionalistas.[36]
El
“Poema conjetural” toma la forma de un monólogo dramático en el que
Borges asume la voz de su antepasado Francisco Laprida, que fue
asesinado en 1829 por una banda de gauchos que actuaba por órdenes de un
caudillo tradicionalista. Laprida era el presidente del Congreso de
Tucumán cuando este proclamó la independencia de las Provincias Unidas
del Río de la Plata en 1816. Borges, por tanto, estaba impugnando a la
junta militar al retroceder hasta la fuente misma de la identidad
nacional argentina y reclamándola para los liberales como Laprida, que
habían rechazado el yugo colonial para crear una república basada en los
valores de la Ilustración europea. Borges alude a la famosa dicotomía
de “civilización y barbarie” en “Poema conjetural” y toma la parte de
Sarmiento, como deja bien claro el verso “Vencen los bárbaros, los
gauchos vencen”.
No obstante, esta postura en contra de los
gauchos va a durar apenas un año porque, conforme Perón se va haciendo
con el poder real del Estado, Borges empieza a poner en marcha una sutil
operación ideológica destinada a minar la idea de la identidad
argentina derivada de Lugones y activamente promovida por los
nacionalistas. Concretamente, Borges va a tomar la figura del gaucho y
redefinirla como símbolo del carácter esencial de los argentinos, pero
en un sentido radicalmente opuesto a la idea de los nacionalistas: en
vez del gaucho como símbolo de “la raza”, Borges va a representarlo como
símbolo de un individualismo que se resiste a la autoridad del Estado.
Este proceso comienza en 1944 con “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, una elaboración del episodio del Martín Fierro
en el que Cruz, un sargento de policía, queda tan impresionado por la
valentía de Fierro que decide ponerse del lado del gaucho fugitivo y
pelear contra sus propios hombres. En este cuento Borges imagina el
momento en que el sargento Cruz “comprendió su íntimo destino de lobo,
no de perro gregario” y “se puso a pelear contra los soldados, junto al
desertor Martín Fierro”.[37] En
1946, cuando Borges dimitió de su puesto en la biblioteca Miguel Cané
después de su insultante “ascenso” por los peronistas a inspector de
aves, vuelve a esta idea del individualismo del gaucho en un discurso a
la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) en el que denunció la
dictadura:
Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez [...] Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a los lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?[38]
Ese
mismo mes Borges amplió esta idea en un ensayo titulado “Nuestro pobre
individualismo”, donde declaró que el argentino no se identifica con el
Estado: “el argentino es un individuo, no un ciudadano”.[39]
Este “individualismo” de los argentinos podía demostrarse por “una
noche de la literatura argentina” –es decir, el episodio ya elaborado en
la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” en que Cruz se une a Martín Fierro
en contra de la policía. Para Borges, esto significaba que es “el
hombre que pelea contra la partida” que es considerado un héroe por los
argentinos, como en el caso de famosos “gauchos malos” como Juan Moreira
y Hormiga Negra. Ahí veía Borges una ejemplaridad política en contra
los nacionalistas:
El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciada con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha contra ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontraría su justificación y deberes.
¿Por qué aludió al Martín Fierro
tanto en su discurso a la SADE como en “Nuestro pobre individualismo”?
Habiendo abandonado desde finales de los años veinte el proyecto de
escribir una épica de Buenos Aires con el compadrito de las orillas como
héroe, estaba volviendo a la idea de Lugones del gaucho como símbolo de
la raza, pero dándole un sesgo inesperado y subversivo de la
interpretación nacionalista del gaucho –Borges quería caracterizar al
gaucho ahora como un símbolo de la libertad individual contra el Estado,
como un precursor primitivo del liberalismo, o hasta del anarquismo de
Herbert Spencer–. Era una operación ideológica de considerable
atrevimiento porque Borges, en efecto, estaba disolviendo la famosa
dicotomía de Sarmiento en la que la “barbarie” se asociaba con el gaucho
que se oponía a la “civilización” moderna derivada de la Ilustración.
Borges pretendía transformar al gaucho en una especie de anarquista
primitivo cuya independencia presagiaba los derechos del individuo que
el liberalismo defiende contra un Estado autoritario.
Esta
operación ideológica continúa en sus ficciones de principios de los años
cincuenta, en una época sumamente peligrosa en que el peronismo se
encontraba vulnerable y en crisis después de la muerte de Evita, en
julio de 1952. Borges publica en La Nación tres relatos
seguidos sobre el gaucho –“El desafío” (28 de diciembre de 1952), “El
Sur” (8 de febrero de 1953) y “El fin” (11 de octubre de 1953)–.[40]
En “El Sur”, por ejemplo, Juan Dahlmann, un manso bibliotecario porteño
de ascendencia germano-criolla que “se sentía hondamente argentino” a
pesar de “la discordia de sus dos linajes”, se encuentra detenido en una
pulpería en la pampa y fantasea con enfrentarse a una patota de
rufianes con un cuchillo que le entrega un gaucho viejo.[41] Y
en “El fin” Borges desvirtúa la figura de Martín Fierro como símbolo
representativo de los criollos, tal como había propuesto Lugones.[42]
En
realidad, en todo lo que Borges escribió sobre el tema de los gauchos
en estos años corría un argumento implícito contra la idealización del
poema que había hecho Lugones en El payador y, por tanto, sus escritos estaban impregnados de significado político antiperonista.[43]
La implacable oposición de Borges a Perón es notoria, pero lo que no se
ha apreciado debidamente es que se opuso tan rotundamente a Perón por
la misma razón que apoyó con tanto entusiasmo a Yrigoyen en los años
veinte. Recordemos que para Borges, Yrigoyen era “el caudillo que con
autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo
caudillismo”, y Perón representaba para él la defraudación de esas
esperanza políticas –Perón era, precisamente, el caudillo que estaba
empeñado en resucitar y consolidar el caudillismo en la Argentina–. Por
eso se puso al servicio de la Revolución Libertadora –el golpe militar–
que derrocó a Perón en 1955; la veía como el preludio a la creación de
un sistema de democracia liberal que, según él, no había echado raíces
sólidas en el país.[44]
El caudillismo de Perón, sin embargo, no resultó tan fácil de erradicar
como Borges había esperado en 1955; de hecho, iba a mantenerse durante
todo el período de los años sesenta y setenta.
Por
otra parte, mientras Perón seguía dominando la política argentina,
Borges creía mantener una posición política coherente, ya que sabía a
quién culpar por la situación en deterioro; pero, después de la muerte
de Perón, Borges quedó cada vez más desorientado, y no sabía cómo
explicarse lo que estaba pasando en el país. En un soneto de 1974
dirigido a su amigo Mujica Láinez observó que, así como la Sagrada
Escritura podía tener tantos sentidos como lectores, así también había
muchas versiones posibles de la patria.[45]
Su propia versión era meramente una “nostalgia” de “ignorantes
cuchillos y de viejo coraje”, una nostalgia que lo hacía lamentar el
final de una Argentina que había conocido en otros tiempos. El soneto
terminaba con los versos atribulados: “Manuel Mujica Láinez, alguna vez
tuvimos / una patria –¿recuerdas?– y los dos la perdimos.”
Es por
esta razón que el golpe militar del general Videla en 1976 lo llenó de
alegría. Fue para él otra Revolución Libertadora como la de 1955, y en
este sentido le ofrecía la posibilidad de recuperar su manera de
entender la historia del país. Pero el hecho es que su entusiasmo por
Videla y los generales no duró más de un año –los militares lo
decepcionaron con su nacionalismo agresivo, su incompetencia económica y
finalmente por la barbarie de la represión.[46]
Ya
hemos visto la estrecha relación que había entre la visión de la
Argentina que tenía Borges y su concepción de la escritura. Y así como
la historia de Argentina volvía a complicarse, a hacerse misteriosa,
también el fenómeno de la escritura se volvía misterioso para él. En la
última década de su vida ya no intentaba explicarse la razón de la
escritura –era un misterio, algo así como un sueño impulsado por un
poder que no se revelaba sino en el acto mismo de escribir–. El
escritor, por tanto, era un mero “tejedor de sueños” a la merced de su
misteriosa inspiración.[47]
Una
de las grandes ironías de la vida de Borges fue que en las últimas
décadas encontró cierta felicidad en el amor, pero al mismo tiempo tuvo
la desgracia de ver a su patria sufrir tremendos conflictos. Los últimos
años fueron especialmente dolorosos en este sentido: la tremenda crisis
económica, la dictadura y la guerrilla, el desastre de las Malvinas y,
para colmo, la revelación de desapariciones y torturas. Fue esa
experiencia tan penosa lo que causó la radicalización política de Borges
al final de su vida.[48]
En 1975 había regresado a Ginebra, ciudad donde vivió de adolescente, y
desde entonces le gustaba pasar una temporada en Ginebra cada vez que
visitaba Europa. En el poema “Los conjurados”, escrito en 1983, señala a
Suiza como modelo de convivencia cívica para sus compatriotas.[49]
Los “conjurados” son “hombres de diversas estirpes, que profesan
distintas religiones y que hablan en diversos idiomas” y que han “tomado
la extraña resolución de ser razonables”, “olvidar sus diferencias y
acentuar sus afinidades”. Hay que fijarse en la palabra “conjurados”,
porque esa es la palabra que empleó Borges en 1928 en ese discurso ante
jóvenes nacionalistas al que ya hemos aludido arriba. Ahí, declaró que
los criollos deberían formar parte de los “conjurados” en crear “un
hombre nuevo”, o sea, una nueva identidad argentina compuesta por
hombres venidos al país de las varias naciones del mundo. Desde esta
perspectiva, el poema “Los conjurados” era una reivindicación del
criollismo juvenil de Borges, pero aquí supera por completo el
nacionalismo y apunta a Suiza como un presagio de la hermandad
universal, como una prefiguración de esa utopía “anarquista” que su
padre le había propuesto cuando la familia vivía en Ginebra durante la
Primera Guerra Mundial: una confederación de individuos libres que se
reunían sobre la base de la cooperación racional y dejaban de lado la
parafernalia de Estados, ejércitos, iglesias y banderas. En 1985 Borges,
consciente de que su vida va a consumirse pronto, vuelve a esos ideales
de su juventud, y de ahí surge la idea de morir en Ginebra, como un
acto ejemplar, como un intento de dotar su vida de un significado
político a la vez que personal. ~
[1] Edwin Williamson, Borges. Una vida, Buenos Aires/Madrid, Seix Barral, 2005.
[2] Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, El Ateneo, segunda edición, 1996, p, 212.
[3] Para
un excelente repaso de las tendencias nacionalistas y criollistas en la
Argentina de esta época, véase Rafael Olea Franco, El otro Borges. El primer Borges, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 23-116.
[4] Leopoldo Lugones, El payador [1916], Buenos Aires, Centurión, 1961, p. 16.
[5] “Buenos Aires”, en Cosmópolis 33, 4 de octubre de 1921. Reimpreso en Textos recobrados. 1919-1929, Buenos Aires, Emecé, 1997, pp. 102-104.
[6] “La traducción de un incidente”, en Inicial 5, mayo de 1924, e Inquisiciones, Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral, 1993, pp. 18-19.
[7] “Queja de todo criollo”, en Inquisiciones, pp. 139-146.
[8] “Dulcia linquimus arva”, publicado por primera vez en Revista de América 4, 26 de julio de 1925, y más tarde en Luna de enfrente [1925] y Obras completas i, Buenos Aires, Emecé, 1996, p. 74.
[9] “El Ulises de Joyce”, en Proa 6, enero de 1925, e Inquisiciones, pp. 23-28.
[10] “Después de las imágenes”, en Proa 5, e Inquisiciones, pp. 29-32.
[11] “Ramón y Pombo”, en Martín Fierro, 24 de enero de 1925, p. 93, y “Ramón Gómez de la Serna”, en Inquisiciones, pp. 132-135. Las referencias son a la edición en facsímil, Revista Martín Fierro, 1924-1927. Edición facsimilar, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1995
[12] Véase Borges. Una vida, capítulo 7, pp. 148-155.
[13] Carta inédita a Guillermo de Torre, 31 de diciembre de 1925.
[14] “Arrabal en que pesa el campo” y “La fundación mitológica de Buenos Aires”, en Nosotros 204, mayo de 1926, pp. 52-53.
[15] “Profesión de fe literaria”, en La Prensa, 27 de junio de 1926, y en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Espasa-Calpe/Seix Barral, 1993, pp. 127-133.
[16] Véase la reseña de Júbilo y miedo de Pedro Leandro Ipuche por “J.L.B.” en Martín Fierro, 3 de septiembre de 1926, p. 248.
[17] “La pampa y el suburbio son dioses”, en Proa 15, enero de 1926, y en El tamaño de mi esperanza, pp. 21-25.
[18] Olea Franco (op. cit.,
pp. 238-251) ha visto que el compadrito es un símbolo clave en la
mitificación de Buenos Aires que Borges se proponía, y tiene razón en
decir que había “antigauchismo” en Borges en relación a Güiraldes y
otros contemporáneos, pero Borges, en mi opinión, quería ver una continuidad
entre el compadrito y el gaucho, no una oposición, y esta continuidad
tenía un importante significado cultural y político para él, como
propongo en este ensayo.
[19] Ibíd., p. 21, y también “Carriego y el sentido del arrabal”, en La Prensa, 4 de abril de 1926, recogido más tarde en El tamaño de mi esperanza, pp. 27-31.
[20] “Invectiva contra el arrabalero”, en La Prensa, 6 de junio de 1926, y en El tamaño de mi esperanza, pp. 121-126.
[21] Borges
no abandonaría de inmediato la “historia en verso de la Argentina”,
pero a lo largo de 1926 este proyecto parece haberse marchitado. En mayo
escribiría sobre “un libro posible de poemas titulado Cuaderno San Martín”, y más tarde ese año se referiría a Cuaderno San Martín meramente como “un libro de versos porteños”. Véanse, respectivamente, la nota al pie en Nosotros 204, mayo de 1926, p. 53, y la nota autobiográfica en Exposición de la actual poesía argentina de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, que fue reimpresa en Martín Fierro, 28 de marzo de 1927, p. 320.
[22] “Invectiva contra el arrabalero”, p. 126.
[23] Ibíd., p. 126.
[24] Véase Martín Fierro, 26 de febrero de 1927, p. 306. Se le dio el título “Hombres pelearon” cuando se publicó en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928. Véase El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Seix Barral, 1994, pp. 126-128.
[25] Escrito en enero de 1926, “El tamaño de mi esperanza” fue publicado por primera vez en Valoraciones, marzo de 1926, y, más tarde, en la colección del mismo título, pp. 11-14.
[26] Ibíd., p. 14.
[27] Carta manuscrita consultada por cortesía de Eduardo Álvarez Tuñón, Buenos Aires.
[28] “Página
relativa a Figari. Leída con motivo de la inauguración de la exposición
de cuadros de Pedro Figari realizada en el Convivio de los Cursos de
Cultura Católica”, en Criterio 30, 27 de septiembre de 1928. Reimpreso en Textos recobrados. 1919-1929, pp. 362-364.
[29] Para un relato detallado de esta relación, véaseBorges. Una vida, capítulos 9, 10, 11 y 13.
[30] “Nuestras imposibilidades”, en Sur 4, 1931. Reimpreso en Borges en Sur, 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, pp. 117-120.
[31] Ibíd., p. 120.
[32] Véase Borges. Una vida, capítulo 10, pp. 183-186.
[33] En
este contexto, es interesante notar que en el cuento “El Aleph” Beatriz
Viterbo muere en febrero de 1929 y en “El Zahir”, un cuento que Borges
definió como “‘El Aleph’ una vez más”, la moneda que encuentra Borges
después de la muerte de Teodelina Villar tiene la fecha 1929.
[34] Víctor Farías (La metafísica del arrabal,
Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1992, p. 21) piensa que Borges
evoluciona desde una concepción “positiva y democrática de la vida” del
criollismo de su juventud hasta su conversión “en el mejor escritor
europeo que produjera la Argentina”. A mi juicio, no hubo tal evolución
porque, por una parte, el criollismo del joven Borges tenía un horizonte
abierto a la cultura universal mientras que, por otra, el Borges maduro
siguió escribiendo sobre temas argentinos y criollos. La evolución se
debió más bien a que Borges abandonó el proyecto de mitologizar Buenos
Aires porque sufrió una desilusión con su visión de la historia
argentina y su propia relación con ella.
[35] “Poema conjetural” se publicó por primera vez en La Nación el 4 de julio y más tarde en Poemas (1922-1943); después apareció en El otro, el mismo de 1964. Véase Obras completas ii, pp. 261-262.
David Rock, Authoritarian Argentina: The Nationalist Movement, It’s History and It’s Impact, Berkeley, University of California Press, 1993, p. 135.
David Rock, Authoritarian Argentina: The Nationalist Movement, It’s History and It’s Impact, Berkeley, University of California Press, 1993, p. 135.
[36] David, Rock, Authoritarian Argentina: The Nationalist Movement, Its History and Its Impact, Berkeley, University of California Press, p. 135.
[37] Obras completasI, p. 563. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” fue publicado por primera vez en la revista Sur 122, diciembre de 1944, y se incluyó en El Aleph (1949).
[38] El
discurso se publicó con el título “Palabras pronunciadas por Jorge Luis
Borges en la comida que le ofrecieron los escritores”, en Sur 142, agosto de 1946, y con el título, “Déle, Déle”, en Argentina Libre, el 15 de agosto de 1946. Reimpreso enBorges en Sur1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, pp. 303-304.
[39] “Nuestro pobre individualismo”, en Sur 141, julio de 1946. Fue incluido en Otras inquisiciones (1952). Véase Obras completas II, p. 36.
[40] Tanto “El Sur” como “El fin” fueron incorporadosa la edición de 1956 de Ficciones. “El desafío” fue incluido en la edición de 1974 de Evaristo Carriego.
[41] Obras completasI, p. 524.
[42] He estudiado este proceso en detalle en mi ensayo “Borges Against Perón: A Contextual Approach to ‘El fin’”, en Romanic Review 98, marzo-mayo de 2007, pp. 275-296. Véase también Beatriz Sarlo, Jorge Luis Borges: A Writer on The Edge, Londres, Verso, 1993, pp. 35-42.
[43] Por
ejemplo, el 17 de diciembre de 1951, a poco más de un mes después de la
aplastante victoria de Perón en las elecciones presidenciales del 11 de
noviembre, Borges pronunció un discurso titulado “El escritor argentino
y la tradición” donde reconoció que el Martín Fierro era una
de las obras más duraderas creadas por los criollos, pero no era la
Biblia ni el texto canónico de los argentinos. En 1952 publicó un breve
estudio de la obra de José Hernández (El Martín Fierro, Buenos
Aires, Columba) y, una vez más, criticó a Lugones por haberla querido
calificar como una épica. Pero no se trataba de una épica, entre otras
cosas porque el protagonista distaba de ser ejemplar: era un asesino, un
borracho y un desertor, y como tal poseía las cualidades
contradictorias de un personaje de novela y no las de un héroe épico.
Era precisamente el complejo carácter novelístico de su protagonista lo
que había conferido cierta inmortalidad al Martín Fierro.
[44] Véase el artículo de Borges “Apoyar la obra de la Revolución”, en El Hogar, 2 de noviembre de 1956, y Borges. Una vida, pp. 367-374.
[45] “A Manuel Mujica Lainez” se publicó por primera vez en La moneda de hierro, 1976. Véase Obras completas III, p. 147.
[46] Véase Borges. Una vida, capítulos 29, 30 y 32.
[47] Empleó esta frase en una entrevista con Amelia Barili que se publicó por primera vez en The New York Times Book Review, 13 de julio de 1986, y fue reimpresa en Richard Burgin (ed.), Jorge Luis Borges. Conversations, Jackson, University Press of Mississippi, 1998, pp. 240-247. Véase también Edwin Williamson, “Jorge Luis Borges, lector del Quijote: o la exaltación, muerte y resurrección (parcial) del autor”, en Antes y después del Quijote,
Actas del Cincuentenario de la Asociación de Hispanistas de Gran
Bretaña e Irlanda, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2006, pp. 129-147.
[48] Véase Borges. Una vida, capítulos 32, 33 y 34.
[49] El poema se publicó por primera vez en la revista Lyra 12, en 1983, y después dio el título al último libro de poemas de Borges. Véase Obras completas III, p. 543.
LINK ORIGINAL DE “LETRAS LIBRES”
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/el-joven-borges-y-argentina?page=full