jueves, 15 de septiembre de 2011

"TWIN TOWERS"






"TWIN TOWERS"

Hace diez años, los EE.UU. vivieron uno de los acontecimientos más conmovedores de su historia reciente. Cuatro aviones comerciales fueron secuestrados, al mismo tiempo, y tres de ellos lograron sus objetivos: destruir las Torres Gemelas de Nueva York y dañar seriamente el edificio del Pentágono. El balance final de víctimas superó los 3.000 muertos pero, lo más impactante fue que la gran potencia exhibió su fragilidad y desnudez transmitiendo, al mundo entero, una vivencia de desamparo difícil de explicar. Un puñado de asesinos fanáticos habían sido capaces de golpear en el corazón mismo del país más poderoso del mundo con facilidad. Dos son las reflexiones que pueden hacerse al respecto mientras que, en infinidad de lugares del planeta, se conmemora este luctuoso acontecimiento con un fervor no del todo convincente.
                 
En primer lugar se puede concluir que una “cosa“, que había surgido lenta y sigilosamente durante años, pero que pocos habían percibido, se hizo patente ese 11 de septiembre. Así como “el huevo de la serpiente“ del nazismo incubó calladamente durante algunas décadas, los gérmenes de fundamentalismo totalitario crecieron y se esparcieron sin que el mundo siquiera advirtiese la dimensión de lo que se preparaba. En el Islam, en el seno de aquella vieja religión y cultura que fue el centro del saber universal por muchísimos siglos, estaba en marcha una nueva aberración histórica, ahora adaptada a las condiciones de nuestro tiempo. En el editorial del 19 de agosto del año pasado escribíamos a propósito de algunos horrores cometidos por los talibanes ”…el 11 de septiembre de 2001 está allí, con sus prolegómenos y sus ramificaciones cada vez más evidentes, para recordarnos que el siglo XXI ya se ha dotado de una nueva versión del Terror totalitario“.
Nada de búsquedas de “religiones puras“, nada de “regreso a las fuentes“, nada de belicosidad intrínseca del Corán, nada de ”defensa de identidades” amenazadas por Occidente: todos esos relatos fueron reacciones inmediatas al atentado pero no lograban capturar la médula del asunto. Lo que cambió, efectivamente, el 11 de septiembre de 2001 fue que tuvimos la prueba palmaria que había, nuevamente, quienes estaban dispuestos a usar el terror indiscriminado como herramienta para sus más bajos intereses políticos. Como con Stalin, como con Hitler, como con Mao, como con Pol-Pot y como con varios más, nuevamente estábamos, desamparados, ante el uso inmoral del Terror. Que ahora viniese con barbas y turbante, adscrito al Corán y utilizando los relatos anti-occidentales que, por décadas, se cultivaron desde que declinó la civilización musulmana y, finalmente, desapareció el Imperio Otomano, no cambia un ápice el fondo de la cuestión. Lo sucedido fue terrorismo puro y simple; injustificable e inmoral.

En segundo lugar parece que, para algunos analistas, el 11 de septiembre de 2001 marca el principio del fin de la hegemonía internacional que los EE.UU. habían consolidado notoriamente desde la caída del muro de Berlín, unos 10 años antes. Esta apreciación, que se ha escuchado centenares de veces este fin de semana, se nos antoja estrictamente “gratuita”, por no llamarla “frívola”. Ningún historiador serio puede relacionar un acontecimiento puntual, por importante que haya sido, con el inicio de una tendencia histórica, que por definición, se concreta como mínimo a lo largo de muchas décadas.

Los viejos historiadores franceses de l´”École des Annales”,  (como Fernand Braudel, para ser más específicos), renegaron largamente contra la tendencia a ver la historia política, nacional e internacional, como una “histoire événementielle”  (“historia de acontecimientos”), esencialmente “descriptiva” y de corto plazo. Propugnaban la importancia de la historia “de largo plazo” (de longue durée) que, partiendo de los casi imperceptibles deslizamientos que, desde el clima a las mentalidades, impactaban en la política, permitía  construir, “ex-post”, una explicación de la tendencia en cuestión y adonde habían llegado las cosas.

Nada podemos decir sobre el debilitamiento (o el fortalecimiento) de la hegemonía norteamericana “a partir” de lo sucedido el 11 de septiembre. Si debilitamiento hay, éste tendríamos que irlo a buscar en los múltiples errores políticos de “gestión” de la Guerra Fría. Por ejemplo, en las décadas de apoyo a regímenes (en América Latina, en Medio Oriente, en África) que practicaban y defendían valores exactamente opuestos a los que los EE.UU. decían defender. Por ejemplo, en el ejercicio de una política internacional muchas veces autocomplaciente que pretendía obtener sus objetivos con el simple despliegue de la fuerza, cuando el problema a resolver era de tal índole que el uso de la fuerza nada solucionaba y era preferible recurrir a algún mecanismo multilateral. Por ejemplo, cuando, en 1971, el presidente Nixon decidió llevar hasta sus últimas consecuencias una vieja tendencia “anti-orista” (que venía desde 1933 y el presidente Roosevelt) presente en la clase política y “cortó” toda relación entre el dólar y el oro haciendo inconvertibles los dólares a oro, incluso para bancos centrales de otros países. Por ejemplo, cuando, en la cultura nacional norteamericana, pasó a ser más importante el consumo que el ahorro y el país pasó a “vivir a crédito”, lo que trastocaba todo el paradigma cultural originario basado en un protestantismo tan estricto que, no por casualidad, fue bautizado de “puritanismo”.

Si alguien quiere hablar de “decadencia norteamericana” que recorra prolija y disciplinadamente esos caminos. Pero no construyamos una historia pretendidamente “seria” en base a la reproducción “urbi et orbi” de algunos episodios catastróficos. Desde luego que afirmamos su importancia, pero no por ello debemos otorgarles el rango de “causas” históricas.

Dicho esto, no es menos cierto que una serie de acontecimientos que se desencadenaron a partir de los atentados del 11 de septiembre, no figurarán nunca en los anales de la mejor historia norteamericana.

Ni el presidente George W. Bush, que acababa de acceder al gobierno, ni su partido, fueron capaces de gestionar la reacción al ataque de manera atinada. Con una población amedrentada y fuertemente golpeada por los atentados, jugaron, en más de una ocasión, a permitir que se esparciera una cierta islamofobia en los sectores más conservadores de la ciudadanía. Tan grave como ello fue el mal manejo de la información relativa a Al Qaeda y sus centros de actividad. De buena fé, o a sabiendas, el presidente decidió replicar a los atentados con un ataque a Irak: precisamente uno de los regímenes más laicos y menos proclives a fomentar el fundamentalismo del mundo musulmán. También, de buena fé, o a sabiendas, hubo de argumentar sobre la existencia de “armas de destrucción masiva” en manos de Saddam Hussein para justificar la invasión.

Todo eso era seguramente inquietante, pero era evidente que poca relación tenía con los ataques del 11 de septiembre. El resto de la historia es conocida. La descomunal operación militar en Irak se llevó a cabo a pesar de que el presidente Bush había puesto en marcha un ambicioso programa de reducción de impuestos al inicio de su mandato. No tuvo el coraje de dar marcha atrás y las finanzas superavitarias que el gobierno republicano había recibido de Clinton se evaporaron. Algunos años después el déficit fiscal de los EE.UU. volvía a batir records.

Un balance general sería demasiado ambicioso. Lo que seguramente es cierto es que la emergencia del fundamentalismo totalitario cambió radicalmente el perfil del mundo en el siglo que se iniciaba. Los EE.UU., la potencia que era el objetivo central de ese fundamentalismo, sobre todo al principio, no supieron responder con la precisión y contundencia que las circunstancias requerían. Si el terrorismo fue relativamente contenido (no olvidemos, tampoco, los grandes atentados de Madrid y Londres, entre otros) fue seguramente porque, además de en Irak, pero más calladamente, los EE.UU. reaccionaron con más precisión en otras latitudes. Es importante decir que, en buena parte del mundo occidental, y aún más allá, un importante grupo de países estuvo del lado de los EE.UU..

Hoy nos hemos de alguna manera “habituado” a convivir con esa amenaza. No sé si esto es un signo positivo o negativo. Sólo sé que lo mejor sería que no existiese. Ya veremos, con el tiempo, lo que finalmente retendrá la historia de los atentados del 11 de septiembre y de la década inmediatamente posterior.