A PROPOSITO DE UN PRESIDENTE DIFUNTO
La súbita muerte del ex-presidente Néstor Kirchner, verdadero ”hombre fuerte“ de la Argentina, ha trastocado de manera notoria toda la escena política de ese país y, en alguna medida, ha introducido una variable inesperada en las relaciones internacionales en América Latina.
Como su defunción sobrevino de manera muy repentina (aunque todo el mundo estaba al tanto de las agudas patologías que lo aquejaban y de su incapacidad para administrar su ya debilitado estado físico de forma racional), y no estuvo precedida siquiera de un breve momento de disminución física que hubiese podido habituar a la población argentina sobre el carácter mortal de Kirchner, su desaparición adoptó la forma de la irrupción de algo “impensado” e incluso “impensable”. De alguna manera, aún a 6 días de su desaparición física, ésta resulta todavía impensable tanto para sus partidarios como para la oposición. Ello habla, simultáneamente, del enorme espacio de poder que el personaje ocupaba, de la debilidad institucional del régimen por él construido y de la flacura política de la oposición.
En buena medida resulta reveladora de estos problemas una atenta lectura de las reacciones de la prensa argentina. Nos referimos, desde luego, a la prensa opositora toda vez que los medios oficialistas naufragaron en el previsible uso exponencial del panegírico. Pero aún la prensa opositora, gran parte de la cual fuera perseguida por el difunto y seguramente continuará siéndolo por su viuda, la presidente en ejercicio, reaccionó de manera más bien curiosa.
En los días transcurridos desde la muerte del ex-presidente, no hemos podido leer aún ningún verdadero análisis del significado político de su desaparición. Si ese análisis existe, ha de ser falencia nuestra no haberlo ubicado. Pero lo cierto es que la súbita muerte del personaje más poderoso del país vecino, si bien requería un gesto de recogimiento, más no fuese por respeto a la familia y a sus muchos seguidores, no por ello justifica la suerte de ”parálisis“ o ”estupor” que pareció cundir en la escena política y en las salas de redacción. Lo que llamó poderosamente la atención, con pocas y honrosas excepciones, fue que en los medios surgió una tendencia a encarar el acontecimiento por dos caminos que, en el fondo, parecían elegirse para postergar el impostergable análisis político que esta muerte requería y requiere.
Por un lado, los columnistas más serios y reconocidos intentaron avanzar en la disección del acontecimiento pero no pusieron evitar la trampa de ”personalizar” y ”psicologizar” el análisis. La retórica de la mayoría de los artículos publicados casi siempre apareció construida ”desde” el personaje Kirchner y nunca ”a partir” de la situación política, nacional e internacional, en la que el fallecimiento del ex-presidente adquiriese un sentido político mejor inserto en la actual sociedad argentina. Era la única manera de evitar que el abordaje del acontecimiento no terminase en una mera crítica personal descalificatoria, en una crónica descriptiva de los hechos o en un lamentable y pegajoso discurso alabatorio.
Por el otro, al mismo tiempo, se generó una tendencia a transformar en espectáculo los rituales que siguieron al fallecimiento. Velatorio privado, velatorio público, desplazamientos del ataúd, entierro, etc., son eventos que, por lo general, cuando se trata de personajes relevantes, suelen derrapar del estatuto de homenaje al de espectáculo. En este caso parece haber habido, por una vez, un acuerdo implícito entre el gobierno K y los medios. El primero se dedicó a montar el espectáculo del entierro de un improbable ”prócer nacional” y, para la difusión de ello, contó con la colaboración de la mayoría de los medios nacionales. La sobriedad, el respeto y la concisión que mostraron los enviados internacionales a cubrir el tema contrastó con la eternidad de las transmisiones televisivas argentinas, la sobreabundancia retórica y la grandilocuencia que, también por su lado, emplearon incluso muchos medios impresos.
Todos conocíamos las peculiaridades psicológicas del difunto ex-presidente, más o menos estamos informados de la mecánica que regulaba su “círculo íntimo”, identificamos desde hace tiempo los ”hombres fuertes” y ”los mandaderos” de ese entorno, y somos conscientes de las diferencias de temperamento entre el difunto y la presidenta en ejercicio, etc. Pero, a parte de repetirnos hasta el hartazgo éstas y otras evidencias, ¿qué pasará ahora en Argentina, luego de la desaparición de Kirchner?
La presidenta Cristina Kirchner acaba de hacer lo único que podía hacer: reafirmar verbalmente una continuidad que ya ha sido de hecho quebrada políticamente. La continuidad que acaba de ser evocada es meramente declarativa porque la muerte física del centro de generación de poder, de un régimen autoritario basado en el uso personal y discrecional del poder, del abuso de los dineros públicos y privados, del recurso sistemático a la amenaza verbal y física, de la utilización de las instituciones para fines personales (políticos y no políticos) y para tantas arbitrariedades más, ha quedado vacante.
En consecuencia, dado que las instituciones fueron sistemáticamente puestas al servicio de la voluntad arbitraria del Sr. Kirchner y de su Sra., hoy presidenta, no es de extrañar que esas mismas instituciones, que deberían estar precisamente destinadas a garantizar la continuidad de la gestión política de la sociedad argentina, no puedan hoy darnos ninguna garantía.
Lo más probable, si es que la historia lejana y reciente sirven de algo para intentar atisbar (no sin una buena dosis de soberbia epistemológica) lo que viene, es que cabe pensar que ahora se desatará una cruenta y sórdida disputa por ocupar el enorme espacio de poder que ha quedado”vacío”. Las vicisitudes de esa lucha son impredecibles y seguramente no auguran tiempos tranquilos para Argentina.
Ojalá nos equivoquemos y que quien ocupe el centro de poder del régimen kirchnerista heredado comprenda que el país no encontrará un rumbo cierto hasta que los detentadores del poder político, delegado por el pueblo argentino, respeten escrupulosamente la institucionalidad democrática. Desgraciadamente, la afirmación de este deseo, después de la desaparición del ex-presidente, no deja de sonar como algo desoladoramente ingenuo.