LOS DESAFÍOS Y LA OPORTUNIDAD HAITIANOS
La Asamblea General de las Naciones Unidas acaba de llamar a una reunión especial, para el día 3 de diciembre, a los efectos de tratar la situación de Haití. Recién entonces, seguramente algo tarde dada la gravedad de la situación, veremos cuáles son las decisiones que de esa reunión emanan, si es el caso que algo de eso se produce.
No parece pertinente detenerse en este editorial en una descripción de las circunstancias reinantes en Haití: todos sabemos, más o menos, la dimensión de la catástrofe. Buena parte de la prensa cotidiana, nacional e internacional, ha informado con prolífica abundancia y puntilloso detalle sobre lo que allí sucede. Es más, como no nos consta que esto no se haya ya dicho abiertamente, en el caso de la información (y de la forma y calidad de la información) que ha circulado internacionalmente sobre los acontecimientos de Haití, entendemos imprescindible traer a colación por lo menos dos elementos que merecen ser analizados. Ellos hacen a la forma en que la información sobre los graves acontecimientos acontecidos en Haití han sido reportados, a las graves incoherencias que presentó y presenta la ayuda internacional y a las insospechadas limitaciones que tanto el gobierno como la población haitianos encuentran para transitar por los últimos avatares aquí comentados.
Tanto en lo referente a la epidemia de cólera desatada desde hace algunas semanas en Haití, como en ocasión del huracán Tomás que azotó a la isla a inicio de este mes, como a propósito del terremoto que golpeó durante el mes de enero de este año al mismo país, algunos medios de prensa (aunque no todos) utilizaron profusamente reportajes e imágenes, y las utilizaron de manera tal, que resultaba evidente que la intención de su difusión era más horrorizar y concitar la siempre latente morbosidad del público que informar a los televidentes o lectores. Ambos acontecimientos, como tantos otros del pasado reciente, y no tan reciente, haitiano, están siendo utilizados por ese tipo de prensa para organizar una verdadera “exhibición” de la tragedia, de la desgracia, de la pobreza y del desamparo de un pueblo y un país que parecen destinados a convocar todas las calamidades imaginables.
Todo medio de prensa tiene el derecho y el deber de informar de la manera que mejor le plazca dentro los límites que la legislación establece. Y, como tanto se ha dicho, y ojalá se cumpla urbi et orbi, cuanto menos se legisle sobre la actividad de la prensa, mejor. Pero los televidentes, escuchas y lectores, o por lo menos algunos de entre ellos, tenemos también el derecho de evaluar, más allá de cualquier tipo de reglamentación vigente, en nuestro fuero íntimo, la calidad ética de la información presentada y los valores morales de aquellos que producen y que distribuyen la información. Este derecho, derecho de opinión y de conciencia, es el más intocable de todos los derechos. Y ni el estado, ni los partidos políticos, ni las iglesias, ni las empresas y menos aún la prensa del tipo que sea puede incursionar en ese último reducto de la libertad individual.
Es en ese sentido que un primer problema que se ha manifestado con los acontecimientos de Haití es que algunos medios de prensa han organizado, en búsqueda de rating, emisiones construidas como verdaderas “pornografías del horror”. El sistemático regodeo en escenas de sufrimiento explícito, la exhibición sin misericordia de personas al borde de la muerte, la violación de la intimidad de quienes luchan por sobrevivir en la más extrema miseria, siempre en nombre de “la información” y/o “la denuncia”, han sido el eje de la supuesta tarea periodística de muchos medios.
Seguramente, estos medios están en su derecho y es muy probable que no violasen reglamentación alguna. Ello no impide que, para algunos (es presumible que no seamos muchos) de los receptores de esa información, esa manera de hacer prensa sea éticamente inadmisible, moralmente reprobable y culturalmente deleznable.
Entre uno de los tantos efectos que tuvo este uso impúdico de la información, particularmente la gráfica, fue la absoluta banalización de la tragedia haitiana ya que, cuando la opinión pública internacional estaba saturada de la exhibición de los desastres vinculados al terremoto acontecido en Port au Prince, la llegada del huracán y la aparición de la epidemia de cólera volvieron a generar la oportunidad de un show mediático, ahora centrado en la catástrofe sanitaria en curso.
Las falencias de la ayuda internacional, no son novedosas ni habrán de sorprender a nadie. Quien haya transitado por el mundo de las agencias de cooperación internacional sabe de larga data que, cuando el problema a enfrentar es realmente de proporciones, la capacidad de operación de los organismos de ayuda está muy por debajo de los reales requerimientos de la situación. En este caso, Médecins sans Frontières viene denunciando la morosidad de la reacción a la emergencia sanitaria y el gobierno español está intentando movilizar a la Unión Europea para que participe con más intensidad en el apoyo a la problemática haitiana. Pero, más allá de éstas y otras iniciativas, lo cierto es que la ayuda internacional no está pudiendo ni reconstruir los daños del terremotos, ni paliar las secuelas del huracán ni mucho menos detener la epidemia de cólera que ya ha pasado la frontera hacia República Dominicana y que, según la Oficina Panamericana de la salud (PAHO), está desbordando hacia otras islas del Caribe y el continente americano.
No es posible dejar de mencionar, al mismo tiempo, la increíble capacidad de resistencia de algunos sectores de la sociedad haitiana que se esfuerzan por sobrevivir haciendo como si la situación fuese normal y la, por lo menos pálida, actitud de lo que quedó en pie del gobierno nacional.
Situaciones catastróficas relativamente parecidas a las que está viviendo Haití ha habido innumerables. De tal intensidad, sistematicidad y peligrosidad dada la precariedad de la infraestructura física e institucional del país, no demasiadas. Lo que está pasando en Haití es, desde luego, un desafío para la comunidad internacional en la medida en que no es posible seguir asistiendo al incontrolable hundimiento de un pueblo en la miseria, la enfermedad y la muerte. Las consecuencias políticas terminarán por ser incontrolables.
Pero lo que está sucediendo en Haití desde el punto de vista sanitario es también un desafío real para un número muy importante de países que pueden encontrarse ante una revitalización de la pandemia de cólera que, iniciada hace casi años 50, está activa en muchos países del mundo y latente en unos cuantos más. Sólo como recordatorio, en 1991 la enfermedad causó 400.000 casos en América Latina: al año siguiente resurgió en Bangladesh y en 1994 en Rwanda.
Pero quizás lo más importante que pueda concluirse de esta exorbitante catástrofe es que ésta puede ser una oportunidad para que la comunidad internacional se plantee seriamente cuáles han de ser los pasos para contar, por fin, con un mecanismo multilateral eficaz con capacidad para enfrentar este tipo de contingencias. La duda, sin embargo, como siempre es política: ¿tiene la comunidad internacional la voluntad de iniciar ese camino? ¿Está el gobierno haitiano dispuesto a aceptar esta nueva opción? Nada de esto es seguro.