jueves, 28 de octubre de 2010

LA IMAGEN PRESIDENCIAL EN LAS DEMOCRACIAS POSMODERNAS

          

 

  LA IMAGEN PRESIDENCIAL EN LAS DEMOCRACIAS POSMODERNAS
Con fecha 12 de octubre pasado el “New York Times Magazine“ publicó, en el marco de la cobertura de las inminentes elecciones legislativas de medio término, una extensa nota-entrevista de Peter Baker al presidente de los EE.UU. En ella se analizan las dificultades políticas pasadas y actuales de Obama para llevar adelante las ambiciosas reformas que, dos años atrás, el entonces candidato publicitara en su campaña. Para ilustración de los lectores esta entrevista se publica en este mismo número. de ”Letras Internacionales”, en la Sección Documentos.
Aproximadamente en el mismo momento que se publicaba la mencionada entrevista, Francia avanzaba rápidamente hacia una situación social altamente conflictiva cuyo desenlace es aún hoy impredecible aunque el Senado francés aprobó, por su parte, la reforma de las pensiones. El legislativo francés se encuentra ahora en la etapa de compaginar las versiones de ambas cámaras.
Con horas de diferencia, el jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero hubo de reformar enteramente su gabinete ministerial con su popularidad por los suelos y, casi al mismo tiempo, el Primer ministro británico, David Cameron, presentó al Parlamento un ambicioso plan de recortes del gasto público que aspira a ahorrar miles de millones de libras mediante, entre otras medidas, una reducción gradual pero muy significativa de la dotación de funcionarios públicos. Se esperan las reacciones a ambos anuncios.
Una lectura rápida de esta conjunción de intentos de reformas importantes, levantando distintas formas de resistencia en cada uno de los países mencionados, puede fácilmente hacernos caer en la tentación de recurrir a una explicación sencilla. Todo esto se debe a la crisis económica más importante que ha aquejado a la economía global desde los años 1930, o desde la post-guerra. Y, en un cierto sentido, la explicación sería adecuada y admisible. Los efectos de la crisis, y las medidas que ésta reclama, están generando problemas de gobernabilidad en la gestión y de impopularidad en los presidentes, o primeros ministros, que los países en cuestión parecían haber superado o, por lo menos, sus respectivos sistemas políticos habían aprendido a gestionar sin dificultades insalvables.
Sin embargo, lo que aquí nos interesa es explorar la idea de que quizás es posible abordar la cuestión desde un ángulo diferente.
Limitémonos, para este ejercicio, a observar con detenimiento los dos primeros casos mencionados: las actuales dificultades de gobernabilidad y caída de popularidad que enfrentan, respectivamente, Barack Obama en los EE.UU. y Nicolás Sarkozy en Francia.
¿Hasta donde estas dificultades de gobernabilidad, la pérdida de popularidad, la “sensación” de insatisfacción en la opinión pública, de levantamiento de resistencias opositoras a veces inexplicablemente virulentas, no están directamente vinculadas a las modalidades discursivas específicas de las campañas electorales que los llevaron al poder y al tipo de personaje y de liderazgo presidenciales que estos mandatarios pusieron en escena?
La mencionada entrevista a Barack Obama es altamente interesante para explorar esta perspectiva de análisis. Obama se candidateó con una de las agendas políticas más ambiciosas en muchas décadas. Se plantó en la presidencia, en su calidad de primer presidente afro-descendiente, pero al mismo tiempo cultivando una imagen ”especial”, casi aristocratizante, como si estuviese absolutamente seguro de poseer una irresistible capacidad de convencimiento, aún frente a sus más acérrimos opositores (recordemos el histórico discurso al Islam desde El Cairo). Hay, en el personaje que Obama puso en escena, una mezcla sutil de omnipotencia, de autosuficiencia, de “Uds. no entienden nada”, de ”distancia” para con la clase política, para con los partidos y para con la escena política en general, que no puede estar muy desvinculada de la aparición de la actual sensación de desazón, molestia y/o desánimo (que va desde sus más cercanos partidarios hasta el ciudadano medio) y de la sorprendente agresividad en algunos opositores (acaba de ser insultado en Rhode Island por un candidato demócrata).
Esto es tanto más intrigante cuanto advertimos que Obama logró reformas trascendentes como la de la salud, la de la educación, la de Wall Street y consiguió imponer estímulos para la economía que no se habían visto desde el New Deal. Pero, curiosamente, nada de esto parece figurar hoy en su ”haber”. Sobrevuela la sensación que el desgaste presidencial tiene que ver con que la semiótica de su candidatura y de su presidencia implicaba para la ciudadanía que Obama iba a ser capaz de “hacer milagros”. Y he aquí que estos milagros no aparecen y el todo poderoso candidato/presidente apareció en su dimensión humana.
En un cuadro de tonalidades discursivas algo más sofisticadas (la política europea tiene un lenguaje más afelpado que la norteamericana) y conflictos sociales más duros, Sarkozy navega en un mar con corrientes y meteorologías semióticas algo parecidas.
De origen húngaro, y sin recorrer verdaderamente “la filière académique des Grandes Écoles”, como se espera de todo presidente francés, Sarkozy se inaugura como candidato rompiendo, expresa y ostensiblemente, con la majestuosidad presidencial que Francia conservó siempre durante la Va. República, desde De Gaulle a Chirac.
El candidato puesto en escena, entonces, hace gala de un dinamismo explícito, rayano en la hiper-actividad, cultiva la supuesta “sencillez” norteamericana, transmite “un aire juvenil”, evita (o desconoce) referencias culturales en su lenguaje y ostenta un trato pretendidamente ”directo” y “franco” con sus interlocutores. Todos atributos que nunca cultivó la clase política francesa tradicional. Con estas armas mediáticas Sarkozy se plantó como la encarnación del presidente portador de una nueva “modernidad” para ”una nueva Francia” cuyos avances podían ser sorprendentes e históricos. Ya electo, se casó con Carla Bruni (figura de difícil digestión para el ”establishment” político y cultural pero que catapultó su presencia en los medios para el gran público) e inició una presidencia que despertó, en buena parte del electorado, fuertes expectativas de que algo realmente nuevo iba a suceder en Francia. Para empezar convocó, en la formación de su gobierno, a personajes provenientes de horizontes políticos impredecibles.
Sin embargo, aunque objetivamente la gestión del gobierno no es mala (Francia viene atravesando la crisis con guarismos razonables), lentamente la ”especificidad” del personaje Sarkozy, sus ”diferencias” con los presidentes de la Va. República, comenzaron a tornarse en su contra. El gesto ”modernizador” se volvió caricaturesco, el trato “directo” comenzó a sonar “vulgar”, su dinamismo se tornó en “desprolijidad”, su culto al “tono juvenil” y su conexión con el mundo del “show-bizz” (vía su esposa) le valió el mote de “Président bling bling”. En otras palabras; el personaje imaginario encarnó en el presidente real.
Seguramente que es aún demasiado temprano para ningún tipo de conclusión. Quizás las elecciones de medio término no sean un desastre para el partido demócrata (pero pueden serlo para Obama) y quizás la impostergable reforma de las pensiones francesas se instrumente de alguna manera. Pero lo que debería quedar como material de reflexión para analistas políticos y constructores de imagen, siempre tan activos durante las campañas, es que la imagen que se ofrece de un presidente tiene que ser consistente con las duras reglas del poder político. No hay presidentes omniscientes ni incansables, no hay presidentes geniales ni que lean el futuro, no hay presidentes que puedan ser “celebridades” o “íconos” de los medios, y todo presidente envejece y es parcialmente tributario de la imagen de su esposa Entre otras cosas, porque lo real siempre retorna y lo hace enancado en un nuevo imaginario. Y ese retorno puede ser arrasador.