“El Pueblo de Caracas (…) deliberó constituir
una Soberanía provisional en esta Capital,
para ella y los demás Pueblos de esta
Provincia, que se le unan con su acostumbrada
fidelidad al Sr. Don Fernando VII”.
Proclama de la Junta de Caracas, 27 de abril de 1810.
Desde inicios del año pasado, los distintos países de América Latina han comenzado (o se aprestan) a festejar los 200 años de sus respectivas ”gestas independentistas”. A nadie escapa la importancia de estas celebraciones, a nadie escapa la cercanía temporal existente entre ellas (puesto que, con la excepción de Haití, Cuba, distintas ex-colonias de países con Inglaterra, Holanda, etc. y algún caso que especial que no tengamos presente ahora, casi todas se inician en los cinco años que van de 1808 a 1812) y a nadie escapa tampoco la presencia de unas cuantas ambigüedades conceptuales detrás de la idea de estas independencias “latinoamericanas” que se pretende, con razón pero a destiempo , celebrar.
En realidad los cinco años arriba mencionados fueron el momento crucial para la preparación o, a veces para la puesta en marcha, de la mayoría de los movimientos que culminarían en las independencias de los países de América Latina. Son los años del “juntismo”, durante los cuales la deteriorada autoridad española (recordemos la detención de Fernando VII y los acontecimientos políticos que se estaban desarrollando en España) comienza a ser puesta más o menos radicalmente en cuestión. O sea que lo que América Latina está festejando son los 200 años de los levantamientos contra España porque, en muy pocos casos, estas fechas, son coincidentes con las fechas de las efectivas independencias políticas de los nuevos países.
La pregunta que se impone, entonces, es: ¿por qué estamos festejando una suerte de Bicentenario “avant la lettre"? ¿Por qué festejar los prolegómenos y no el resultado final? ¿Porqué no festejar los 200 años de la independencia de cada uno de los nuevos países cuando se cumplan, efectivamente, en cada caso?
Una explicación de esta curiosa situación tiene que ver, precisamente, con la voluntad de hacer de la celebración un acontecimiento más latinoamericano que genuinamente nacional. Porque, efectivamente, el proceso de cuestionamiento de la autoridad española se dió de manera mucho más concentrada en el tiempo (grosso modo, los 5 años mencionados), a lo largo y a lo ancho del continente, que el bastante más lento y laborioso proceso de creación de los nuevos países independientes. Esta voluntad de “latinoamericanizar” nuestra historia no es ingenua. Es más, nadie ignora que durante décadas se ha insistido, y se insiste, de manera particularmente pertinaz, en dos ideas que creemos se deben poner a discusión.
- La primera idea tiene que ver con la versión que visualiza, precisamente las independencias nacionales como “un fracaso“. Es la idea que las actuales identidades nacionales y sus formatos políticos fueron una suerte de resultado histórico no deseado por nadie en nuestros países o, en todo caso, sólo deseado por un “enemigo“ empeñado en imponernos una malevolente balcanización orientada a la creación de muchos estados nacionales. El relato de Bolívar, el de San Martín, el de Sucre, y hasta el del propio Artigas, son traídos a colación y en socorro de esta idea.
No parece preocupar la evidencia de que, en la primera década de siglo XIX, en este continente, con la excepción de diminutas élites liberales ilustradas, se pensaba en términos de una América española subdividida en unas pocas grandes sub-unidades políticas: dos o tres virreinatos y un puñadito de Capitanías Generales. Pero “debajo“ de esa gran administración colonial tendencialmente unitaria, había una infinita pluralidad (conservamos el pleonasmo expresamente) de ciudades, “pueblos“, comunidades, poblaciones, localidad, puertos, etc. que, a imagen y semejanza de los ”reinos“, “pueblos“, comunidades, etc. que conformaban las bases sociales de la Monarquía española (en América seguramente todavía con mucha más diversidad porque aquí se habían agregado diferencias étnicas, culturales, religiosas y de todo tipo, que no había en la metrópoli) nunca constituyeron UNA sociedad latinoamericana. Como tan bien demostrase François-Xavier Guerra, hace más de dieciocho años, en su "Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas", en este continente no había un ”pueblo” latinoamericano y, menos aún, nada parecido a una ciudadanía de ese tipo. No es casual (como en la frase del acápite) que todas las Juntas y todos los próceres utilizasen el término ”pueblos“ siempre en plural, y aludiesen a una multiplicidad de “soberanías“ durante el proceso. Los “pueblos“ que, casi seguramente sin saberlo, iniciaron el proceso independentista de nuestros países, nada tienen que ver con el “We the people“ de los norteamericanos o “Le peuple de France“ de la Revolución de 1789. ¿Cómo hablar entonces de una independencia única para toda América Latina si no existía una sociedad, un pueblo o una potencial ciudadanía mínimamente coherente como para permitir semejante construcción política?
- Por ello es que, la segunda idea que conviene revisitar, a propósito de esta tan ”latinoamericana“ celebración, es la de preguntarse si alguna vez existió, eso que nos obstinamos en apellidar “América Latina“.
Dejando de lado la poco convincente calificación de “latina” (que, en sentido estricto, refiere a Roma y no al mundo ibérico), lo que parece cuestionable es la aceptación de una unidad donde, a simple vista, predomina y predominó una extrema heterogeneidad. En el punto anterior vimos que la concepción unitaria de “América Latina” es más consistente con la visión hispanizante de la administración colonial que con la de sus innumerables y por demás diversas sociedades que la componían.
Por eso quizás las razones de la persistencia de esta obstinada referencia a una América Latina responda a la supervivencia de una visión de raíz hispánica y colonial. Paradójicamente, aunque el discurso “latinoamericanista” tiende a imaginarse a sí mismo como “progresista”, o “de izquierda”, su insistencia en la unidad latinoamericana parece no ser otra cosa que la prolongación de la lógica del discurso colonial hispánico.
América nunca había sido ni América ni una antes de Colón. Este concepto unitario es el correlato de "La invención de América", cuidadosamente analizada en texto ya clásico, por Edmundo O´Gorman, y sólo es concebible desde la perspectiva de la Conquista y la Colonización. Es decir desde la mirada de la metrópoli. Para los que fueron rebautizados como “aborígenes americanos” siempre había habido una pluralidad de historias. No hay un relato precolombino, hubo múltiples historias en el continente previas a 1492.
Pero después de Colón las cosas no cambian radicalmente. Cuando la Corona española pretendió colonizar "su América", con una misma lógica y en un mismo proyecto, se encontró con una gran diversidad de situaciones históricas, demográficas, geográficas, sociales, culturales. etc. Por ello, en realidad, con una misma voluntad, puso en marcha una gran diversidad de procesos sociales muy divergentes entre sí y, por ello, portadores de resultados históricos muy diferentes de los que eran buscados por la política metropolitana. Esa voluntad metropolitana de proceder a "una colonización", y todos los proyectos que ella impulsaba (incluido el de la evangelización), sufrieron un radical proceso de reelaboración cuando enfrentaron las múltiples realidades americanas. Como si, por refracción, la política colonial española, al "aplicarse" en las Américas, desviara, estallara y se diversificara siguiendo trayectos y derroteros imprevisibles. Por ello no hubo, tampoco, una historia colonial de América; siempre existieron múltiples historias coloniales americanas en hispanoamérica.
En consecuencia, hace 200 años, cuando se empieza a debilitar el control político de España, el resultado político no ha de ser, ni podía ser, una América Latina independiente. El resultado será, después de un laborioso trabajo histórico, el surgimiento de múltiples historias nacionales a partir de la forja de los nuevos países nacientes.
Si, con fines prácticos, se quiere designar a esos países y esas nacionalidades como “latinoamericanos”, como podemos decir que Argelia, Mozambique y Africa del Sur son países “africanos”, estamos ante una mera forma de designación. Al igual, entre México, Brasil y Chile, a parte de cierta (no completa) comunidad de cultura religiosa, no hay demasiados rasgos en común que los hagan parte de algún tipo de comunidad identitaria históricamente construida “por encima” de sus perfiles nacionales.
A reserva de extendernos sobre el tema en próximos editoriales, digamos que es exactamente en este punto donde descansa la cuestión de la siempre fracasada integración de nuestros países. Como indica el ejemplo europeo, la integración avanza mediante el lúcido reconocimiento de las distancias, diferencias y heterogeneidades que separan a los pueblos. Nunca avanza enancada en la invocación demagógica de supuestas unidades, hermandades e historias aparentemente compartidas que, en realidad, nos escribieron otros.