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A PROPÓSITO DEL TERROR
El domingo pasado, aproximadamente unas cuarenta y dos personas murieron y más de dos docenas resultaron heridas en Irán como resultado de un atentado suicida en el distrito de Pishin, relativamente cerca de la frontera entre ese país, Pakistán y Afganistán. El atentado no tenía nada de rutinario; entre las víctimas fatales figura el Gral. Noor Ali Shooshtani, comandante adjunto de la infantería y el Gral. Rajab Ali Mohammad Zadek, comandante de la región Sistán-Baluchistán, en cuya jurisdicción se realizó el atentado. Junto con ellos perecieron, además, 3 otros altos oficiales y 10 soldados más. Todos ellos, al igual que los dos primeros, pertenecen a la poderosa Guardia Revolucionaria, la élite de la República Islámica de Irán que es el núcleo duro del poder militar, político y económico del régimen iraní y que controla, inclusive, el programa nuclear de ese país.
Como no podía ser de otra manera, Ahmadinejad y los distintos voceros del régimen acusaron inmediatamente a los EE.UU., a Gran Bretaña, a Pakistán y a una confusa entidad designada como “la arrogancia global” por el ataque.
Pero he aquí que, casi inmediatamente después del atentado, el movimiento terrorista “Jundalá”, de obediencia suní, identificado con la etnia de Baluchistán, y dirigido por Abdolmalek Righi reivindicó el atentado. Su función: denunciar la opresión que el régimen del chiísmo iraní lleva a cabo sobre la población y los territorios de la etnia baluch que, religiosamente, es suní. Por otra parte, la existencia de este grupo no es novedad. Tiene en su haber, al menos hasta donde hemos podido investigar, por lo menos 3 grandes atentados previos. El primero, en marzo 2006, en el que fueron ametralladas 22 personas; el segundo, en febrero 2007, realizado mediante un explosivo en el que murieron 11 personas, incluidos oficiales de la todo poderosa Guardia Revolucionaria en la ciudad de Zahedan y, el tercero, perpetrado en mayo de este año, cuando el mismo movimiento ultimó a 19 personas y hirió a 60 en un atentado en una mezquita.
Increíblemente, al día siguiente, Teherán, en una exorbitante figura de incoherencia política, acusó al grupo “Jundalá” de ser, simultáneamente, el brazo de “la arrogancia global” (sobreentendemos que de origen “occidental”), de recibir apoyo de Al-Qaeda y de los Talibanes afganos desde el vecino país y, al mismo tiempo, culpó a las autoridades pakistaníes que, en el mismo momento, están desatando una fuerte ofensiva contra los Talibanes. En pocas palabras: el régimen iraní pretende hacer responsable a cualquiera antes de hacerse cargo de sus propios errores, extravíos o limitaciones. Es un viejo y desgastado recurso político el presentarse como la víctima propiciatoria de las maldades del mundo poderoso y, al mismo tiempo, de los vecinos no dispuestos a vivir subyugados.
Lo que sucede exactamente en la región de Sistán-Baluchistán seguramente no resulta fácil de desentrañar con precisión desde América Latina. Pero tampoco es tan difícil hacerse una idea aproximada sobre la base de las sorprendentes y escasas noticias que por aquí llegan.
Se trata una zona ocupada por una minoría étnica y religiosa, más que probablemente oprimida por un régimen teocrático feroz, que intenta resistir usando los más repudiables métodos que ha aprendido de los maestros de la capital, Teherán. Agréguese a eso que la zona está atravesada por varias rutas de transporte de opio y otros estupefacientes, que las tradiciones tribales, localistas, clánicas e irredentistas son moneda común en ese vasto espacio común, y de fronteras imprecisas entre los tres países, que nunca ha estado efectivamente controlado por sus respectivos poderes políticos centrales.
En un acto realmente sorprendente, el gobierno de Teherán se dirigió formalmente al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mediante una carta presentada por el embajador iraní ante el presidente en ejercicio del organismo, exigiendo la más firme condena del atentado. Nadie ha de dudar que el atentado es condenable pero tampoco a nadie ha de escapar de quien proviene la denuncia. Recordemos, simplemente, que entre los ministros del actual gobierno de Irán reviste, como Ministro de Defensa, el Sr. Ahmad Vahidi que ha sido una persona por lo menos requerida para ser investigada por la justicia argentina por sus conexiones con el atentado de la AMIA en Buenos Aires.
En resumen. Si todo esto no fuese uno de los compendios más terribles del horror que se ha instalado en esa parte del mundo (aclaremos que no es la única región altamente conflictiva, y que hay más de un candidato en disputa por el Oscar a la demencia política), no deja de ser paradójico que esto le sucediese nada menos que a Irán. Capital internacional del terrorismo, promotor y financista de múltiples grupos, grandes y chicos, de terroristas suicidas especializados en sembrar el terror, Irán está hoy enfrentado a los frutos de su propia política irracional.
Ante este despliegue del terror, que de tanto repetirse comienza a banalizarse ante los ojos de los lectores de la prensa internacional, es inevitable terminar cayendo en lo que, en última instancia, no es sino un lugar común. El uso de la violencia nunca está justificado, y el uso del terrorismo, entendido como el recurso a la violencia indiscriminada, lo está menos aún. Pero más allá de la ilegitimidad ética y política de ambos métodos, lo que fácticamente la historia tarde o temprano nos muestra, es que el uso del terrorismo pone en marcha procesos que se tornan incontrolables y que, en muchos casos, terminan golpeando a sus promotores iniciales.