El presidente Barack Obama comenzó el lunes 6 de julio su primera visita oficial a Rusia. La agenda prevista es relativamente amplia y se compone de temas y actividades de proyección diversa en la medida en que las relaciones entre los EE.UU. y Rusia todavía no han salido de la ambigüedad y el enfriamiento en que quedaron hacia el final de las gestiones respectivas de los presidentes Bush y Putin.
El único punto claro del que disponemos información que nos permita adelantar algo sobre las conclusiones de las reuniones que se llevarán a cabo durante dos días, tiene que ver con el acuerdo entre ambas partes en la cooperación en la lucha contra los talibanes. En principio, este mismo lunes, Medvedev y Obama han de firmar un acuerdo de cooperación que permita a los EE.UU. asegurar el tránsito de tropas y logística hacia Afganistán sin pasar por territorio pakistaní. En ese tema, que fue tratado en reuniones paralelas a la última reunión del G20 por ambos presidentes, no debería de haber problemas. Los talibanes son un viejo problema para Rusia y ambos países comparten preocupaciones sobre la extensión de muchas de sus actividades terroristas a nivel regional e internacional.
Un segundo punto de importancia en el que cabe prever algunas coincidencias, pero también algunos puntos de difícil resolución, es el que tiene que ver con el peligro que significan los programas nucleares de Irán y de Corea del Norte. Tanto Rusia como los EE.UU. ven con justificada aprehensión el desarrollo de nuevas potencias nucleares gerenciadas por regímenes políticamente poco confiables. Pero, aún dentro de este consenso, Rusia mira con mejores ojos que los EE.UU. las actividades del régimen iraní.
En realidad, la dificultad no está en que haya una evaluación muy distinta del gobierno de Teherán en los dos presidentes hoy reunidos en Moscú. Lo que complica seriamente la negociación de una política convergente en materia de proliferación nuclear es que, con certera coherencia, el presidente Obama ha señalado que no es posible seguir proclamando una política de contención de la diseminación de armas nucleares si las dos principales potencias nucleares no se ponen de acuerdo en torno a su propio programa de desarme. Y como es público y notorio, en ese terreno, las posiciones de ambos países están aún muy alejadas.
Para comprender cómo es que se anuda este tercer capítulo de las discusiones de este viaje del presidente Obama a Moscú es necesario recordar en qué situación se encuentra el proceso de desarme recíproco iniciado hace varias décadas y consagrado hoy en dos documentos: el Tratado sobre la Reducción de Armas Estratégicas (START), que data de 1991, y cuya validez caduca en diciembre de este año, y el Tratado sobre Reducción de Armas Estratégicas Ofensivas (SORT) firmado por Putin y Bush, en Moscú, en el 2002.
El primero establecía que ambas potencias debían reducir sus armas nucleares de 10.000 a menos de 6.000 y, al mismo tiempo, restringir el número de instrumentos lanzadores de cabezas a un máximo de 1.600 para cada potencia. Por su parte, el segundo tratado, establecía una reducción del número de armas nucleares de 6.000 a un número que debía estar entre 1.700 y 2.200, pero no decía nada sobre el número de los lanzadores.
Como se podrá apreciar, en realidad el Tratado SORT tuvo algo de retórico ya que alineó el número de cabezas nucleares sobre el número de lanzadores ya establecido en el año 1991 por el Tratado START. Nadie imaginó nunca que ni Rusia ni los EE.UU. pudiesen dedicarse a construir nuevos lanzadores luego de recibir, recíprocamente, unos 1.600 impactos nucleares - por lo que el Tratado Sort tuvo la única virtud de reconocer que lo que contaba estratégicamente hablando en una hipotética confrontación nuclear, era la disponibilidad de cohetes, bombarderos, submarinos, etc. con capacidad para transportar y lanzar cabezas nucleares. Y, por cierto, gran parte de la dificultad del proceso de desarme radicó siempre en la disparidad existente en las modalidades del despliegue del armamento nuclear (esencialmente terrestre en el caso de Rusia, marítimo y aéreo en el caso de EE.UU.) que fueron construyendo, respectivamente, durante la Guerra Fría, ambas potencias.
Pero lo que sucedió en los hechos fue que, más allá que el impulso del proceso de desarme se perdiese por diferentes razones que opusieron a las dos superpotencias nucleares entre sí, lo cierto es que hoy nadie cree realmente en la posibilidad de un enfrentamiento nuclear como los que fueron la pesadilla de la Guerra Fría. Es más, los especialistas entienden que tanto los EE.UU. como Rusia podrían pasar sin problema alguno sus respectivos arsenales por debajo de 1.000 cabezas nucleares ya que ningún otro estado posee actualmente más de 300.
Y algo muy parecido a eso es lo que se acordará en Moscú. Los negociadores del futuro Start II (o como se le llame oportunamente), deberán lograr que las armas nucleares disponibles bajen de las 2.200 actuales a algo más de 1.000 y los lanzadores disminuyan a menos de esa cifra. Todo ello sería perfectamente factible si se resuelven dos temas claves que son, en realidad, la piedra en el zapato del relacionamiento entre las dos potencias: el futuro del escudo antimisiles de los EE.UU. y hasta dónde habrá de seguir el ensanchamiento de la OTAN en el futuro.
Estos dos temas son fundamentales no solamente por las obvias consecuencias militares que pueden tener al generar condiciones que invaliden el laborioso equilibrio que pueda conseguirse en las negociaciones del proceso de desarme. Son dos temas fundamentales para poder construir un razonable equilibrio en el peso relativo que cada una de las dos potencias tenga en un mundo multipolar futuro, que ya no podrá ser exclusivamente resuelto en el diálogo, bueno o malo, entre dos únicos actores.
Es que el gran desafío de este encuentro entre Obama y Medvedev (bajo la atenta mirada de Putin, no lo olvidemos) está allí. Está en lograr, mientras envían al mundo fuertes señales que reaviven el discurso sobre el desarme nuclear, echar las bases políticas de un relacionamiento que logre redefinir cual ha de ser”el lugar” internacional preciso de una Rusia que ya pagó el precio del desmoronamiento del bloque soviético pero que, no por ello, dejó de ser una potencia de envergadura mundial.
Y también, en un sentido quizás menos evidente, sería deseable que estas negociaciones ayuden a redefinir ”el lugar” de los EE.UU., que durante la época de Bush cayó en la tentación de concebirse como única superpotencia y que parecen haber finalmente caído en la cuenta que, en un entorno cada vez más multipolar, ya es imposible pretender a ese papel.
Más allá de lo que suceda con su antiguo enemigo de la Guerra Fría, las nuevas potencias emergentes son suficientes como para comenzar a concebir un mundo en el que la cooperación sustantiva tenga un lugar más relevante que la confrontación sistemática basada en una, cada vez más relativa, superioridad de poderío económico y militar.