Como es de todos conocido, la reelección de Mahmud Ahmadinejad, el 12 de junio pasado, resultó ser el inicio de una serie de conmociones políticas que muchos analistas consideran ha desembocado en la mayor crisis padecida por el régimen político creado en 1979 por la Revolución Islámica del Ayatollah Jomeini.
Cuando del régimen imperante en Irán se trata, conviene, al menos en lo que nos concierne, recordar imperativamente dos cosas. La primera es que nuestro conocimiento de lo que acontece efectivamente en el Irán post-Jomeini es siempre limitado y relativo. Por mucha información que tengamos de los distintos enviados de los medios y de las diversas fuentes presentes en ese país, subsiste una importante cuota de desinformación que parece ser un "gap" difícil de zanjar para una mirada occidental. La segunda cuestión que conviene tener en cuenta es que ese "desconocimiento" relativo de la mecánica política, económica, social reinante en el Irán teocrático de nuestro tiempo no sólo es achacable a las limitaciones de nuestras fuentes y/o al secretismo del régimen. No, lo que hay que tener en cuenta es que hay una serie de principios, de elementos consuetudinarios y de fundamentos constitutivos de la vida política iraní que resultan ser perfectamente ajenos a nuestra aproximación intelectual y filosófica de la política. Un buen ejemplo de este malentendido se refleja en buena parte de la prensa occidental internacional que trata al movimiento contestatario de las elecciones encabezado por Mir Hussein Musavi, como si fuese un movimiento "de izquierda", "progresista" o "democrático", casi de occidental, que se encontrase enfrentando una dictadura totalitaria parecida a las que estamos habituados en Occidente.
En realidad, la aplicación de estos adjetivos al movimiento contestatario iraní es más una necesidad de los medios, que requieren designar, de manera inteligible para los lectores occidentales, las diferencias aparecidas, que una precisa y adecuada descripción de las reales diferencias políticas que parece emerger. Desgraciadamente para nuestra vocación simplificadora y occidentalo-centrista, las cosas parecen ser infinitamente más complicadas.
Por alguna razón que no comprendemos a cabalidad, el actual Presidente Ahmadinejad, apoyado por el "Guía supremo", Alí Khamenei, hubo de intervenir de manera ilegítima y más o menos abiertamente en los resultados de las pasadas elecciones. Esta intervención determinó que vastos sectores de la población iraní saliesen a las calles y protagonizasen una serie de manifestaciones sistemáticas de protesta (que todavía no han terminado totalmente a pesar de la represión). Igualmente, una poderosa oleada de contactos y redes de Internet se desarrolló intensamente, burlando los intentos de control de las autoridades. Esta "movilización popular", cuyo objetivo más aparente era la más que improbable anulación de las elecciones y su nueva realización, parece haber entrado en una fase de lento decaimiento luego de que tanto Ahmadinejad como Khamenei, incapaces de divisar la trascendencia de lo que estaba en juego, decidieron hacer caso omiso de esos reclamos.
Hoy, lo que resulta altamente sorprendente es que, en los últimos días, desde las entrañas mismas del régimen, y también desde su cúpula, aparecen voces dispuestas a retomar y reformular las demandas populares y, en esencia, vuelven a pedir una nueva consulta de tipo referendario que salde de una buena vez la disputa abierta sobre la legitimidad de las cuestionadas elecciones.
En un régimen como el iraní, nadie pensó nunca que las demandas populares tuviesen algún tipo de chance de ser oídas "per se". Pero lo que sí resulta novedoso es que personajes provenientes del más puro "establishment" de la Revolución Islámica se hallen ahora alineados contra el Presidente Ahmadinejad. El candidato perdedor, Mir Hossein Musavi, prácticamente detenido en su domicilio desde hace semanas, es un conservador, cofundador con el Ayatollah Jomeini del Partido Islámico, que desde el primer momento reclamó contra el resultado de las elecciones. Pero el sábado pasado, Alí Hashemi Rafsanjani, antiguo presidente, reclamó la liberación de los detenidos y declaró que el gobierno Ahmadinejad había perdido la confianza de los iraníes. Como si esto fuese poco, el domingo, es decir 48 horas después, otro ex presidente, Mohamed Khatami, que también pertenece al cerno más íntimo de la Revolución, acaba de hacer un llamado público para que se convoque a un plebiscito que se pronuncie sobre las cuestionadas elecciones. En otros términos: en el seno mismo de la Revolución Islámica, aparecen hoy dos sectores abiertamente enfrentados, que desde hace tiempo mantenían distintas escaramuzas y tironeos tanto en política nacional como internacional. Pero nada indica, sin embargo, que esto sea una disputa entre una fracción "moderada" y "reformista" y otra mucho más "tradicionalista" e "integrista". Es más; creer que estamos ante una dicotomía de este tipo es como pretender que existan "talibanes moderados". Semejante afirmación está al límite de la aporía.
Lo que permanece siendo cierto es que la división en el interior del régimen cada vez es más notoria y lo más probable es que el conflicto esté planteado entre las dos grandes "driven forces" de la República Islámica: la élite clerical de los Ayatollahs, por un lado, y las fuerzas armadas (particularmente los Guardianes de la Revolución Islámica) por el otro. En los treinta años de revolución que han pasado ambos sectores han sido quienes han tomado las decisiones clave, impulsado los proyectos más importantes (entre los que destaca el programa nuclear) e, incluso, manipulado abiertamente la (s)elección de las autoridades políticas. Todo indica que los países limítrofes, así como los analistas internacionales de todas partes, harían bien en olvidarse de la posibilidad de algún tipo de "apertura" política de parte del régimen iraní. Allí todo indica que, de lo que se trata, es de una contienda entre integrismo religioso y autoritarismo militar. Y esta disyuntiva, vista desde Occidente, no es particularmente atractiva.