LA GUERRA EN AFGANISTÁN
De todas las operaciones militares internacionales en marcha en el mundo de hoy, quizás la que cuenta con total legitimidad jurídica, y la que tuvo en su momento más apoyo político en los países desarrollados, es la intervención en Afganistán. Llevada adelante por la OTAN, y con el visto bueno de las Naciones Unidas, muchas veces esta costosa guerra hubo de quedar opacada a los ojos de la opinión pública por la, mucho menos legítima, intervención norteamericana en Irak. En la ISAF, nombre oficial de la misión militar en Afganistán, participan 42 estados miembros de los Naciones Unidas, entre los que se distinguen los EE.UU. con 28.850 hombres, Gran Bretaña con 8.300, Alemania con 3.380, Canadá y Francia con, respectivamente, 2.830 y 2.780 hombres.
En la segura confusión que existe en la opinión pública internacional entre estas dos intervenciones colaboró de manera sustantiva el gobierno de Bush al pretender vincular su presencia en Irak con los talibanes y con el terrorismo internacional.
Durante la visita que realizó a Ghana, el presidente Obama hizo declaraciones importantes en torno a sus expectativas frente a una guerra que, desde que llevó a cabo su campaña electoral, el entonces candidato destacó como una de sus preocupaciones fundamentales en el frente internacional. Obama señaló la urgencia de cambiar la óptica política con la que había sido llevada adelante la guerra: reclamó un esfuerzo militar más intenso, abogó por una paulatina "afganización" de las unidades militares y policiales que combaten a los talibanes y llamó a poner en marcha un proceso de desarrollo económico y social en ese país.
Y vaya si tuvo, y tiene, razón. La guerra en Afganistán no solamente no ha terminado sino que, en muchas aspectos, ha quedado empantanada entre tres elementos que explican bastante claramente la indefinición militar actual: la debilidad relativa del esfuerzo norteamericano que hubo de concentrar sus esfuerzos en la "aventura" irakí, las permanentes dudas de muchos países europeos que renacen regularmente cada vez que algún soldado connacional pierde la vida y la permanente capacidad de recuperación de los talibanes que, en el contexto socioeconómico sin alternativas reales en el que vive el campesinado afgano, resultan ser la única "opción" vital para miles de jóvenes muchas veces desarraigados de sus regiones natales
Con razón, entonces, el presidente Obama se inquieta. Por un lado es consciente que, ante las elecciones presidenciales y provinciales que deben llevarse a cabo el 20 de agosto próximo, es necesario fortalecer un gobierno afgano que todavía está muy lejos de poder garantizar nada parecido a una razonable gobernabilidad en el país. Es más, recordemos que hace aproximadamente un mes, las tropas del vecino Pakistán hubieron de intervenir porque los talibanes no solamente se habían adentrado en territorio pakistaní: estaban a unos 300 kilómetros de la importante ciudad de Peshawar. Es decir que, en la compleja realidad geográfica y social afgana, aunque el norte del país se encuentra medianamente controlado militarmente, la parte sur del país, o "Helmand", es un "no-man´s land" donde los grupos talibanes operan sin mayor riesgo.
Conscientes de ello, y sacando conclusiones de la mencionada ofensiva llevada a cabo en territorio pakistaní por talibanes de ambas países, el nuevo mando militar de ISAF, el Gral. Stanley McChristal, acaba de poner un marcha, desde finales de junio, una fuerte ofensiva en la cual se abandona la táctica de los "raids" aéreos y los bombardeos, para reemplazarla por un despliegue territorial de la fuerza de intervención que asegure el control directo del territorio a largo plazo. Para ello puso en marcha dos operaciones, las dos orientadas directamente hacia el sur del país, en el corazón de los territorios controlados por los talibanes.
La opción es entendible: los bombardeos no eran suficientemente precisos, causaban daños irreparables en la población civil y, sobre todas las cosas, no permitían el contralor del territorio durante un período duradero. En el momento en el que, tanto el Presidente Obama como todas las cancillerías europeas, adquieren consciencia que la guerra en Afganistán sólo habrá de terminarse si en este país se instala un gobierno creíble sostenido políticamente por una sociedad y una población que ya no encuentre más su "modus vivendi" en el bandolerismo, el cultivo de la amapola y el tráfico de droga, es evidente que no alcanza con "despejar" temporalmente regiones afganas de la presencia talibán. Se impone controlarlas y, sobre esa base, comenzar un verdadero trabajo de desarrollo que requiere de la participación sostenida y sistemática de la población civil, de las múltiples tribus, clanes y familias que conforman el entramado de la primitiva pero compleja sociedad civil de Afganistán.
Es en este sentido que se dirigió la intervención del Presidente Obama y es también en esa dirección que el sentido común indica que debe reorientarse el esfuerzo militar en ese país. Mientras la presencia de los países occidentales solo tenga un sentido "punitivo" es muy probable que los talibanes continúen siendo invencibles. Pero si la presencia militar es acompañado de un despliegue de oportunidades de desarrollo económico y social, la ecuación es probable que cambie. Si la población afgana percibe que la presencia la ISAF no es un mero castigo ni una arbitrariedad; si percibe que está asociada a una oportunidad para reconstruir tanto el país como sus vidas, entonces quizás podremos ver un final razonable a esta sangrienta situación.
El desafío para el presidente Obama y algunas cancillerías europeas radica en que este nuevo enfoque lleva implícito un compromiso militar y financiero mucho más fuerte de los países occidentales en aquel país. Aunque los Estados Unidos ya han comenzado el despliegue de 21.000 soldados más, los gobiernos europeos enfrentan dificultades políticas crecientes en sus respectivos frentes internos.
Aunque el gobierno de Sarkozy se mantuvo firme ante la emoción generada en Francia por las primeras muertes significativas de soldados de esa nacionalidad hace algunos meses, la realidad política no es la misma en Gran Bretaña y, sobretodo, en Alemania. En las recientes ofensivas destinadas a controlar mejor el sur de Afganistán, las tropas británicas tuvieron quince bajas en pocos días. Ello levantó una polvareda política de importancia que, aunque no cuestionó la participación británica en el esfuerzo de guerra, si cuestionó al gobierno por las muertes sufridas por el ejército.
Por su parte, el gobierno de Angela Merkel, se encuentra frente a una población cada vez más hostil a la participación de ese país en la guerra. Todavía acostumbrada a una Bundeswehr casi "desmilitarizada", la opinión pública alemana ve con muy malos ojos la participación de sus soldados en una verdadera guerra. Consciente de las dificultades crecientes de sus socios europeos, Obama no se limitó a señalar que el compromiso en Afganistán seguía en pie: señaló con crudeza que el riesgo de un ataque terrorista, cuya última raíz se encuentre en Afganistán, es más alto para Londres que para los Estados Unidos.
Sean cuales fuesen los resultados de las ofensivas en marcha, e independientemente de los avatares políticos a los que se encuentran sometidos los gobiernos europeos por el desgaste político generado por la guerra, es evidente que la presencia occidental en Afganistán ha de durar todavía un largo tiempo. Por desagradable y desdichada que resulte la tarea, se trata de una realidad política que los países occidentales deben de enfrentar. Es necesario que lo hagan de manera inteligiente y en el marco del respeto a los valores que Occidente pretende representar. De no ser así, más allá de los resultados militares finales, el costo ético final de este conflicto terminará recayendo sobre las propias sociedades occidentales.