domingo, 11 de mayo de 2014

La Reforma de la Legislación Migratoria en los EE.UU.






 Revista “Política Exterior”, No. 159 - Mayo/Junio 2014


“La reforma sin fin de la emigración en Estados Unidos”



Por Demetrios G. Papademetriou
Presidente del Think Tank Migration Policy Institute,Washington, DC.


El aumento de la población latina en EE UU y su gran apoyo al Partido Demócrata han situado la inmigración a la cabeza de la agenda política. Sin embargo, en el Congreso está atascada una legislación que no responde ni a los valores del país ni a sus intereses económicos.


 Una vez más, el esfuerzo por resolver el estatus de la inmensa población ilegal de Estados Unidos y reformar el anticuado sistema migratorio ha flaqueado. Abundan los dedos acusadores y las recriminaciones. Con una proposición de ley bipartidista aprobada en junio de 2013 por un Senado controlado por los demócratas, la presión sobre los republicanos, que controlan la Cámara de Representantes, y sobre el presidente Barack Obama, es inmensa. Si bien el desenlace es incierto, hay una cosa clara: para empezar a recomponer el fracturado sistema migratorio estadounidense, los legisladores deben guiarse tanto por los valores más elevados del país como por sus necesidades económicas. También deben reconocer que dichas necesidades evolucionarán con el tiempo, y que la política migratoria debe evolucionar con ellas.

 Un legado de (principalmente) fracasos

 Con casi 42 millones de habitantes nacidos fuera del país, incluidos los aproximadamente 12 millones de residentes ilegales, EE UU no solo es el mayor receptor de inmigrantes del mundo, sino que es más grande que los cuatro siguientes receptores juntos. Puesto que la inmigración es una cuestión de ingeniería social, la habilidad con que se desenvuelva el país en este terreno tendrá profundas repercusiones para la sociedad, ya que las consecuencias de la inmigración abarcan desde la educación y la asistencia sanitaria hasta la fuerza y legislación laborales, pasando por el crecimiento económico y la competitividad, sin olvidar las relaciones exteriores (en particular con la región de Norteamérica). Y, lo más importante, la forma en que el país trata a sus inmigrantes constituye una poderosa declaración ante el mundo de los valores y los principios en los que se asienta.

 En todos estos aspectos, la reciente política migratoria de EE UU ha destacado más por sus errores que por sus aciertos. Hace casi medio siglo, en 1965, el país revocó las políticas discriminatorias que a lo largo de los 80 años anteriores habían impedido, limitado o, como mínimo, desalentado la inmigración de aquellos que no procediesen del oeste y el norte de Europa. El resultado fue una política neutral en lo que se refiere a etnia, país de origen y raza de aquellos a los que les estaba permitido emigrar a EE UU. Y aunque el Congreso aprobó importantes leyes enfocadas a la inmigración ilegal en 1986, a la inmigración laboral en 1990, y de nuevo a la inmigración ilegal en 1996, ha sido incapaz de reorientar las políticas de manera que respondan y se adapten a los grandes cambios que han afectado tanto a la economía estadounidense como a la mundial desde entonces.
 En consecuencia, el sistema de inmigración de EE UU apenas cumple de forma satisfactoria alguno de los compromisos declarados. Los retrasos en la reagrupación familiar, aparte de los “parientes inmediatos” (esposas, hijos pequeños y progenitores), suelen ser enormes. El sistema aún no consigue adecuarse a la necesidad de promover los intereses más amplios de los trabajadores estadounidenses (es decir, de los que disfrutan del derecho legal a trabajar en el país) aprovechando los puestos de trabajo más abundantes y de mejor calidad que una política migratoria inteligente podría contribuir a crear. Y hasta hace poco hacía la vista gorda al establecimiento a gran escala de inmigrantes sin permiso, a las condiciones en las que vivían muchos de ellos, y a la amplia difusión de los sectores de bajos ingresos cuya existencia había alimentado.

 Del teatro político al teatro del absurdo

 Tras la más bien holgada reelección del presidente Obama en 2012 daba la impresión de que la reforma migratoria por fin se haría realidad. El incesante aumento demográfico de la población latina (actualmente representa casi el 16 por cien de la población total) y su abrumador apoyo a Obama en esas elecciones (obtuvo más del 70 por cien de sus votos) situó la inmigración a la cabeza de la agenda política. Los asiáticos, que representan menos del seis por cien de la población, han apoyado al presidente con la misma fuerza. Después de las elecciones, los expertos predecían de forma casi unánime una ventaja aún mayor de los demócratas en la carrera por la presidencia, con su correspondiente amenaza mortal a la capacidad del Partido Republicano para ganarla, a no ser que moderasen su retórica y modificasen su postura con respecto a la inmigración. Y demasiados demócratas, en un descarado juego de forzada empatía política, “recomendaban” a los republicanos que aceptasen una proposición de ley de inmigración si querían tener posibilidades en las siguientes elecciones presidenciales.

 Sin embargo, las razones por las que la reforma migratoria parecía ganar fuerza iban más allá de la amenaza cuasi existencial al Partido Republicano. (Aunque exagerada, esta amenaza es real pero, con el tiempo, su influencia sobre las bases del partido se relajó, y con ello también la exigencia inexcusable de reformar.) La reforma recibía la energía de un gran movimiento a favor de los inmigrantes cada vez más influyente, cuyo ascendiente sobre la Casa Blanca y el presidente –junto con el de los sindicatos y los grupos progresistas– no se puede calificar sino de extraordinario.
 El país también parecía preparado para superar los eslóganes políticos que durante tanto tiempo han impedido el diálogo. Una pequeña muestra incluye los siguientes: no se debe “recompensar a los infractores de la ley” o a los “que se cuelan en la cola”, este último en referencia a “colarse” por delante de aquellos que tenían permiso legal para inmigrar a EE UU pero que, en la irritante complejidad del sistema, llevaban años esperando (en algunos casos, incluso décadas) para conseguir un visado; “ya lo intentamos antes, y no funcionó”, en referencia a una ley federal de 1986 que otorgaba una amplia amnistía a cambio de una caja de herramientas políticas repleta de medidas coercitivas adicionales centradas en las fronteras y los centros laborales. Por último, la insinuación insuperablemente vana de que los inmigrantes que vivían en el país en situación ilegal tendrían que “autodeportarse” de alguna manera, una expresión que popularizó en 2012 Mitt Romney, candidato republicano a la presidencia, para su colosal descrédito.

 Una serie de nuevas circunstancias contribuyó también al ambiente casi eufórico a favor de la reforma. La más significativa era que se calculaba que el número neto de inmigrantes procedentes de México, independientemente de su situación legal, era nulo o prácticamente nulo desde 2010, a pesar de que desde 2012 ha ido en aumento (por el contrario, entre 1995 y 2006, la inmigración ilegal procedente de México creció en aproximadamente 4,3 millones). Además, las detenciones en la frontera se encuentran en su nivel más bajo en 40 años (alrededor de 420.000 en 2013), al tiempo que las cuantiosas inversiones en cuerpos de seguridad relacionados con la inmigración han dado como resultado la expulsión de unos 400.000 residentes ilegales y delincuentes extranjeros anuales durante los últimos seis años. En 2012 se dedicaron aproximadamente 18.000 millones de dólares a medios para luchar contra la inmigración a lo largo de la frontera, un presupuesto un 24 por cien mayor que el conjunto de los presupuestos de todos los principales cuerpos de policía federales.
 Otras cuestiones también parecían alinearse a favor de la reforma. Dos de ellas merecen mención especial: el retroceso conjunto en gran parte del país de las severas medidas contra la inmigración ilegal, que algunos Estados del oeste y el sur habían adoptado en los últimos años (las disposiciones clave de esas medidas fueron abolidas por el Tribunal Supremo en 2013), y la sensación cada vez mayor de que era urgente cambiar el sistema de inmigración legal con el fin de mejorar las ventajas empresariales y tecnológicas, y por consiguiente competitivas del país.

 La proposición de ley del Senado

 En junio de 2013 el Senado aprobó una proposición de ley de inmigración por el cómodo margen de 68 votos (de un total de 100). Pero el impulso acabó allí. El proyecto contiene una serie de elementos polémicos: una condición legal provisional vinculada a una vía (más bien tortuosa) que desemboque en la obtención de la ciudadanía para los inmigrantes en situación irregular que cumplan una serie de requisitos razonables en términos generales; disposiciones pensadas para dinamizar la economía estadounidense mediante un gigantesco aumento (casi 2,5 veces más que el límite actual) de la cantidad de visados a disposición de los inmigrantes cualificados; ofertas de tarjetas verdes (residencia permanente) para los estudiantes extranjeros que se licencien y obtengan un máster o un doctorado en ciencia, tecnología, ingeniería o matemáticas (STEM) de una universidad estadounidense si tienen una oferta de trabajo;1 un sistema que identifique de forma fiable a las personas con permiso de trabajo con la esperanza de reducir la contratación de trabajadores sin permiso y, por tanto, atenuar el “efecto llamada”; un complejo proceso para admitir más trabajadores extranjeros de cualificación baja o media, al tiempo que se protegen mejor sus derechos; acabar en un plazo de siete años con las enormes esperas de posibles emigrantes que cumplen los requisitos para obtener un visado de EE UU, pero que no pueden entrar en el país porque no hay suficientes visados para facilitarles (y cuyo número también se eleva a más de cuatro millones); cambios en la normativa de admisión de familiares con el fin de conceder más visados y eliminar las esperas de una categoría de parientes más restringida a cambio de excluir a los más lejanos; y, en una decisión que levantó un gran clamor en contra entre los activistas a favor de la inmigración, los conservadores y la mayor parte de los analistas, la asignación de 46.000 millones de dólares durante 10 años para intensificar los controles fronterizos mediante un incremento masivo tanto de los medios técnicos como humanos.
 En Washington se dice que, en la mayoría de los asuntos relacionados con la legislación, “el diablo está en los detalles”, lo que es especialmente cierto cuanto más complejo es el texto legal. En materia de inmigración, la complejidad tiene múltiples facetas. La más evidente es la dificultad de combinar textos voluminosos (la proposición de ley del Senado tiene casi 1.300 páginas) en los que los aspectos políticos de cada uno de ellos tienen que conciliarse con los de los otros textos principales. Por ejemplo, quienes insisten en la legalización deben acceder a la aplicación enérgica de las leyes sobre inmigración, y los que se pronuncian a favor de modernizar el sistema de inmigración tienen que aceptar un programa de legalización de amplio alcance.

 La proposición de ley del Senado ofrece una solución “amplia” a los problemas de inmigración del país. El argumento a favor de una solución de este tipo es que, si se hace bien, el conjunto equivaldrá a mucho más que la suma de las partes, aunque con la condición de que la lógica de la política que haya detrás de un determinado texto refuerce la de otro. El sentido político es similar: todos los electores a los que se dirige la proposición de ley, incluidos los adversarios históricos, están interesados en lograr un resultado satisfactorio con el fin de que este supere a lo esperado.
 Pero la perspectiva amplia también tiene sus inconvenientes. Su propia naturaleza la convierte en un blanco de primer orden para los que se oponen a la reforma, y es habitual que los compromisos que exige una legislación tan políticamente compleja resulten contrarios a la coherencia política. Es más, la ineludible complejidad del proyecto requiere un general con exquisitas dotes políticas en el que se pueda confiar, algo de lo que carecen en este momento las dos cámaras del Congreso.

 Sin embargo, el desafío al que se enfrenta la norma del Senado va mucho más allá de quién se ocupará de guiarla a través del Congreso. Muchas de sus disposiciones son verdaderos “tratados sobre el exceso”. Bastarán tres ejemplos. En primer lugar, los inmensos nuevos recursos destinados a los controles fronterizos no son solo excesivos, son poco más que el “precio” por persuadir a más senadores republicanos para que voten a favor de la proposición. Y mientras que algunos de ellos lo han hecho, hasta los autores republicanos de la disposición reconocieron que habían sobrepasado lo necesario para garantizar y mantener el control fronterizo. En segundo lugar, la admisión en un periodo de siete años de los más de cuatro millones de inmigrantes en potencia que están a la espera de un visado es algo igualmente excesivo, dado que el mercado de trabajo estadounidense no sería capaz de absorberlos en tan poco tiempo, sobre todo considerando su probable cualificación y su composición desde el punto de vista de la formación (la gran mayoría serían parientes mayores con perfiles formativos y de capacitación modestos). En tercer lugar, el aumento propuesto del número de admitidos cualificados despertará la indignación de los trabajadores estadounidenses, que se sentirán amenazados por esta apertura, al tiempo que desincentivará aún más a los estudiantes y a los profesionales en ciernes para que se introduzcan y se queden en los sectores en los que probablemente se concentrarán los nuevos inmigrantes. Esta disposición hará que muchos de los países de origen de estos inmigrantes cualificados se echen a temblar, y alentará más debates sobre la “fuga de cerebros”.

 Pero si bien estos excesos responden claramente a poderosos intereses electorales, es probable que también representen un cálculo más profundo por parte de los ocho autores de la proposición (cuatro por cada partido). Puesto que las dos cámaras del Congreso están en igualdad y son controladas por diferentes partidos, la “generosidad” del Senado requiere una explicación más matizada. Incluso en el supuesto más optimista, la mayoría de los republicanos de la Cámara de Representantes simplemente se opone a un programa de legalización que desemboque en la obtención de la ciudadanía a menos que sea a muy largo plazo. Además, estos republicanos se imaginan una legislación mucho menos expansiva que los del Senado en prácticamente todos los aspectos menos en uno: el número de trabajadores y los trámites que se les exijan. Prefieren cantidades mucho más grandes, trámites mucho más simples y muchos menos derechos y privilegios.

 Puesto que las dos propuestas tendrán que coordinarse antes de que, al final, cada cámara vote una sola, es de esperar que comenzar las negociaciones con una propuesta “maximalista” produzca compromisos aceptables por circunscripciones clave del Senado y que, por tanto, facilite su aprobación. Por supuesto, esta estrategia no garantiza ni que la proposición de ley que se acuerde sea aceptable ni que se apruebe, y los republicanos de la Cámara de Representantes han dejado claro que no negociarán con el Senado tomando como base su proposición de ley.

 La tormenta perfecta para el presidente Obama

 Durante mucho tiempo, los tribunales han interpretado que la Constitución de EE UU garantiza “plenos” poderes (en la práctica, absolutos) al Congreso de la nación en materia de inmigración, una atribución que el Congreso protege celosamente. De este modo, el poder del ejecutivo queda limitado, excepto en lo que se refiere a la aplicación de la ley, y eso solo dentro de ciertos márgenes. Esto significa que Obama, que ha hecho grandes promesas sobre la reforma migratoria a sus principales electores, tiene poco margen de maniobra excepto en dos terrenos: servirse de su posición privilegiada para instar a llevar a cabo la reforma, una herramienta que ha empleado suficientes veces como para mostrar que es completamente ineficaz; y utilizar su discrecionalidad de enjuiciamiento –o, más bien, la del influyente departamento del gabinete de presidencia– (es decir, decidir hasta qué punto llegar en la aplicación de la ley o en una acción judicial sin justificarlo) para ofrecer asistencia en cuestiones de emigración a determinados grupos (la discrecionalidad es más fácil de aplicar a casos concretos) cuando la discrecionalidad se pueda defender de forma “razonable” y políticamente plausible.

 En agosto de 2012, el gobierno utilizó la discrecionalidad para proteger de la deportación a las personas a las que sus padres habían traído ilegalmente a EE UU cuando eran niños. A finales de 2013, unas 520.000 personas se beneficiaron de este amparo y, a falta de movimiento en el frente legislativo, la Casa Blanca se encuentra bajo una enorme presión para que extienda la misma medida a otros grupos de inmigrantes en situación irregular.

 Pero la apuesta es gigantesca para un hombre al que no le gusta correr riesgos. Si extiende la protección frente a la deportación a otros grupos de inmigrantes ilegales, como piden los abogados latinos que le han apodado “deportador en jefe”, u ordena al departamento de Seguridad Nacional que revise (léase “suavice”) sus normas sobre expulsiones con el fin de evitar, por ejemplo, dividir a familias compuestas tanto por miembros en situación legal como ilegal (hay millones), se enfrenta a un riesgo doble: animaría a los abogados a aumentar sus exigencias y reforzaría la tesis republicana de que no se puede confiar en él para que obligue a respetar la ley. Eso, a su vez, proporcionaría a los republicanos aún más munición para justificar por qué no deben aprobar la reforma migratoria. Más concretamente, abre la puerta a una posible moción de censura. Cualquiera de los dos resultados heriría de muerte a su presidencia, y prácticamente obligaría a Obama a pasar el resto de su mandato en la impotencia política, ya que, pase lo que pase, el presidente sale perdiendo.

 Las lecciones del pasado: la Ley de Inmigración de 1986

 El tortuoso camino hacia la reforma migratoria refleja el distanciamiento entre los dos partidos en la mayoría de los asuntos y, de forma más general, la notable desconfianza de los republicanos hacia el presidente. Pero si bien esto es cierto, las políticas de inmigración siguen siendo inhumanas, lo cual refleja que hay profundos y complejos desacuerdos ideológicos en todos los ámbitos.

 En 1986, la última vez que el Congreso intentó llevar a cabo una amplia reforma de la legislación sobre inmigración, hicieron falta más de cinco años para que se cerrasen todos los compromisos políticos y para que los diversos grupos interesados aprendiesen a convivir con un proyecto de ley imperfecto. Cuando la proposición se convirtió en ley, la sensación dominante era de agotamiento más que de entusiasmo. Y eso cuando la inmigración solo era un asunto político para los pocos Estados que habían experimentado la llegada de un número significativo de inmigrantes ilegales (hoy día es una preocupación para la mayor parte de los 50 Estados de la nación), cuando los movimientos pro y antiinmigración estaban en sus primeros años de vida, y cuando la mayoría de los miembros del Congreso parecían dispuestos a dejarse guiar por los tres senadores y los pocos miembros de la Cámara de Representantes “especialistas” en la materia. Eran tiempos más fáciles también en otro sentido. Pocos congresistas tenían el equipo necesario para no perder el paso de las voluminosas proposiciones de ley de carácter técnico que se iban modificando a medida que se cerraban acuerdos de última hora para añadir el apoyo de otro grupo particular más, así como los votos que este aportaría.

 La ley de 1986 fue aprobada sobre una triple base: regularizaba la situación de los inmigrantes ilegales que llevaban mucho tiempo en el país; imponía sanciones a los empresarios por contratar a trabajadores sin permiso de trabajo; y se comprometía a poner en marcha con­troles fronterizos más estrictos para prevenir las entradas ilegales. Hoy día, los tres puntales son aún más decisivos que entonces, lo cual es una manifestación elocuente tanto de la ineficacia de la ley como de la dificultad para aplicar la normativa.

 Quizá sea aún más importante recordar que la ley cometía dos errores de cálculo fundamentales, uno por omisión y el otro por comisión. El primero consistía en la incapacidad de facilitar un mecanismo flexible que permitiese admitir más trabajadores extranjeros cuando la economía lo requiriese. Dicha omisión demostró ser extremadamente significativa. Al prescindir de los ciclos económicos, la ley no pudo prever que, cuando se registrase de nuevo una significativa creación de empleo, quedaría de manifiesto la insuficiencia del exiguo número de visados para trabajadores extranjeros que la ley autorizaba. Esta falta de previsión sembró la semilla de la inmigración ilegal a gran escala en los años noventa y en décadas posteriores.

 La omisión se explica por el contexto. La estructura básica de la ley fue ideada en 1981, una época en la que las limitaciones eran excepcionales, dada la estanflación (estancamiento económico e inflación) de gran parte de la década de los setenta y las dos recesiones de 1979-80 y 1981-82, esta última mucho más profunda. En ese momento, nada estaba más lejos de la mente de cualquiera que la posibilidad de que se necesitasen más trabajadores inmigrantes. Pero cuando esa fase dio paso a la expansión económica en la última parte de la década, la estructura básica de la proposición de ley no se adaptó al cambio. Por decirlo llanamente, ya se había invertido demasiado capital político, y cualquier intento de introducir una disposición nueva y altamente polémica habría sido recibido con abierta hostilidad. ¿Cuál es la lección? Las leyes concebidas en una determinada época no se pueden promulgar en otra sin que el Congreso reconsidere si se mantiene la validez de los supuestos y las disposiciones clave.

 El segundo error de cálculo fue ofrecer la condición de legalidad solo a aquellos que habían estado “presentes ininterrumpidamente” en EE UU desde el 1 de enero de 1982, cinco años antes de que se aprobase la ley. En este caso, la falta fue de comisión. Y a pesar de que la legislación ofrecía la condición legal a casi 2,9 millones de personas, excluía a otros 1,6 millones que no cumplían el plazo exigido por la ley. Este último grupo de población se convirtió en el núcleo alrededor del cual se desarrollarían sucesivas oleadas de nuevos recién llegados ilegales. Además, marginó aún más a estos trabajadores al hacerlos más vulnerables a la explotación. Los autores de la ley sostuvieron con éxito que, a falta de controles fronterizos fiables, y dado el prolongado periodo de gestación de la ley, un gran número de inmigrantes había entrado ilegalmente en el país anticipándose al programa de legalización. Estos recién llegados oportunistas no deberían ser recompensados regularizando su situación legal, sobre todo teniendo en cuenta que era probable que muchos no estuviesen arraigados ni en la comunidad, ni en el mercado de trabajo.

 Abordar las cuestiones difíciles

 Si en esta ocasión EE UU va a aprobar una legislación que justifique el enorme esfuerzo político que ello exigirá, la ley debe abordar con inteligencia y responsabilidad una serie de cuestiones difíciles. He aquí una lista de los desafíos a los que el Congreso debe enfrentarse:

-Debe otorgar la condición legal al mayor número de residentes ilegales estableciendo unos requisitos que se puedan cumplir, más que exigencias que harán que muchos fracasen o ni siquiera lo intenten. Es lo más próximo a un imperativo moral y político que se pueda imaginar.

-Debe comprometerse a escala nacional a controlar las fronteras y aplicar las leyes de inmigración. Es lo mínimo exigible para que la opinión pública confíe en que la prioridad número uno es obligar a cumplir la ley y evitar la llegada de nuevas oleadas de inmigrantes ilegales. Ninguna proposición de ley se puede convertir en norma sin un esfuerzo verosímil por salvaguardar la integridad del nuevo sistema.

-Tiene que hacer gala de un poco de modestia, o incluso humildad, y reconocer que en ningún caso se puede predecir cuántos inmigrantes, y con qué clase de capital humano, puede necesitar la economía estadounidense en el futuro. Con unos 20 millones de personas sin trabajo o subempleadas, y la atención de los ciudadanos en la creación de empleo, dedicar capital intelectual y político a permitir la llegada de más trabajadores inmigrantes cuando las circunstancias lo requieran puede parecer absurdo. Y, sin embargo, eso es lo que la legislación debe hacer exactamente si quiere estar preparada para el momento en que esos trabajadores sean necesarios. La población de EE UU está envejeciendo, e incluso en tiempos adversos para la economía muchos puestos de trabajo quedan por cubrir debido a incompatibilidades geográficas o de cualificación o, más a menudo, porque hay trabajos –muchos de ellos estacionales– que los trabajadores estadounidenses rechazan. A esto se añade que, a medida que crezcan los nuevos sectores de la economía (la industria del gas natural, por ejemplo), es probable que se necesite un número cada vez mayor de trabajadores para cubrir puestos para los que no se dispone de trabajadores nacionales. Si la legislación no quiere ser irrelevante el mismo día que se convierta en ley, debe incluir un proceso de admisión de trabajadores extranjeros tanto permanentes como temporales que abarque todo el abanico de cualificaciones, y no solo las de los extremos superior e inferior.

-Debe aceptar el hecho de que las leyes de inmigración se tienen que reexaminar y adecuar con la frecuencia que exige una economía auténticamente dinámica. Teniendo en cuenta el lamentable historial del Congreso en este aspecto, la única solución sería establecer un cuerpo analítico independiente que asesore con regularidad en cuestiones de inmigración laboral. No obstante, para que ese organismo cumpliese su objetivo tendría que estar encabezado e integrado por analistas expertos y ser ferozmente no partidista y transparente en sus deliberaciones y propuestas. Solo así podrá ser una fuente fiable de datos y asesorar con buen criterio. De este modo, EE UU estará en condiciones de desarrollar y mantener por fin un sistema de inmigración que sienta “curiosidad” y aprenda de los efectos de sus políticas para las familias, los empresarios, los trabajadores y, de manera más general, la economía y la sociedad, y que asuma que la adaptación de dichas políticas es un cometido corriente del buen gobierno.

 -Por último, debe reflexionar mucho más profundamente sobre la importancia de la integración. Los sistemas de inmigración triunfan o fracasan en enorme medida según lo bien que los recién llegados y sus hijos se integren en las comunidades y los mercados de trabajo de las sociedades receptoras. Sin embargo, esta es una cuestión que prácticamente nadie –ni en el Congreso, ni en el gobiero– quiere abordar por miedo a que los costes fiscales de la integración puedan socavar los apoyos a la política de inmigración. Ayudar a los inmigrantes en situación regular a integrarse es un obstáculo político aún más arduo de escalar. No obstante, esta responsabilidad no puede ser eludida si el país quiere ganar la partida de la inmigración.

 Una política de inmigración inteligente

 EE UU no puede pasar por los mismos debates cada vez que intenta poner al día sus leyes de inmigración y enmendar los errores. Es preciso hacer frente a los contextos cambiantes. Los empresarios, los trabajadores, los ciudadanos y las comunidades no deberían tener que enfrentarse al dilema de elegir entre la eterna inacción del Congreso y la infracción de la ley.

En el núcleo de los sistemas de inmigración mejor gestionados hay una idea sencilla: una política de inmigración inteligente adapta fórmulas de selección para garantizar que cada uno de los elementos principales de un programa de inmigración responda a los valores del país y a sus prioridades estratégicas. Cualquier observador del esfuerzo por llevar a cabo la reforma migratoria sabe también que el Congreso de EE UU solo conseguirá hacer correctamente algunas cosas, y que no hay respuesta perfecta a ciertos problemas de inmigración a los que se enfrenta el país. Por tanto, ¿por qué no aprovechar la ocasión y atender los asuntos más difíciles (legalización y reforma del sistema), tomar en consideración ideas que otros países han probado con éxito notable, y encauzar uno de los mayores desafíos sociales, morales y económicos que afronta EE UU?

Respecto a las cuestiones en las que el Congreso probablemente se equivocará, ¿por qué no encomendárselas a un mecanismo capaz de liberarlo de parte de la presión y permitir que un organismo independiente proponga con regularidad modificaciones, antes de que los pequeños problemas se conviertan en grandes? Ha llegado el momento de que la legalidad, la seguridad, el orden, el beneficio propio y los valores vuelvan a centrar la política de inmigración de EE UU.

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