“La reforma sin fin de la emigración en Estados Unidos”
Por Demetrios G. Papademetriou
Presidente del Think Tank Migration Policy Institute,Washington, DC.
El
aumento de la población latina en EE UU y su gran apoyo al Partido
Demócrata han situado la inmigración a la cabeza de la agenda política.
Sin embargo, en el Congreso está atascada una legislación que no
responde ni a los valores del país ni a sus intereses económicos.
Una
vez más, el esfuerzo por resolver el estatus de la inmensa población
ilegal de Estados Unidos y reformar el anticuado sistema migratorio ha
flaqueado. Abundan los dedos acusadores y las recriminaciones. Con una
proposición de ley bipartidista aprobada en junio de 2013 por un Senado
controlado por los demócratas, la presión sobre los republicanos, que
controlan la Cámara de Representantes, y sobre el presidente Barack
Obama, es inmensa. Si bien el desenlace es incierto, hay una cosa clara:
para empezar a recomponer el fracturado sistema migratorio
estadounidense, los legisladores deben guiarse tanto por los valores más
elevados del país como por sus necesidades económicas. También deben
reconocer que dichas necesidades evolucionarán con el tiempo, y que la
política migratoria debe evolucionar con ellas.
Un legado de (principalmente) fracasos
Con
casi 42 millones de habitantes nacidos fuera del país, incluidos los
aproximadamente 12 millones de residentes ilegales, EE UU no solo es el
mayor receptor de inmigrantes del mundo, sino que es más grande que los
cuatro siguientes receptores juntos. Puesto que la inmigración es una
cuestión de ingeniería social, la habilidad con que se desenvuelva el
país en este terreno tendrá profundas repercusiones para la sociedad, ya
que las consecuencias de la inmigración abarcan desde la educación y la
asistencia sanitaria hasta la fuerza y legislación laborales, pasando
por el crecimiento económico y la competitividad, sin olvidar las
relaciones exteriores (en particular con la región de Norteamérica). Y,
lo más importante, la forma en que el país trata a sus inmigrantes
constituye una poderosa declaración ante el mundo de los valores y los
principios en los que se asienta.
En
todos estos aspectos, la reciente política migratoria de EE UU ha
destacado más por sus errores que por sus aciertos. Hace casi medio
siglo, en 1965, el país revocó las políticas discriminatorias que a lo
largo de los 80 años anteriores habían impedido, limitado o, como
mínimo, desalentado la inmigración de aquellos que no procediesen del
oeste y el norte de Europa. El resultado fue una política neutral en lo
que se refiere a etnia, país de origen y raza de aquellos a los que les
estaba permitido emigrar a EE UU. Y aunque el Congreso aprobó
importantes leyes enfocadas a la inmigración ilegal en 1986, a la
inmigración laboral en 1990, y de nuevo a la inmigración ilegal en 1996,
ha sido incapaz de reorientar las políticas de manera que respondan y
se adapten a los grandes cambios que han afectado tanto a la economía
estadounidense como a la mundial desde entonces.
En
consecuencia, el sistema de inmigración de EE UU apenas cumple de forma
satisfactoria alguno de los compromisos declarados. Los retrasos en la
reagrupación familiar, aparte de los “parientes inmediatos” (esposas,
hijos pequeños y progenitores), suelen ser enormes. El sistema aún no
consigue adecuarse a la necesidad de promover los intereses más amplios
de los trabajadores estadounidenses (es decir, de los que disfrutan del
derecho legal a trabajar en el país) aprovechando los puestos de trabajo
más abundantes y de mejor calidad que una política migratoria
inteligente podría contribuir a crear. Y hasta hace poco hacía la vista
gorda al establecimiento a gran escala de inmigrantes sin permiso, a las
condiciones en las que vivían muchos de ellos, y a la amplia difusión
de los sectores de bajos ingresos cuya existencia había alimentado.
Del teatro político al teatro del absurdo
Tras
la más bien holgada reelección del presidente Obama en 2012 daba la
impresión de que la reforma migratoria por fin se haría realidad. El
incesante aumento demográfico de la población latina (actualmente
representa casi el 16 por cien de la población total) y su abrumador
apoyo a Obama en esas elecciones (obtuvo más del 70 por cien de sus
votos) situó la inmigración a la cabeza de la agenda política. Los
asiáticos, que representan menos del seis por cien de la población, han
apoyado al presidente con la misma fuerza. Después de las elecciones,
los expertos predecían de forma casi unánime una ventaja aún mayor de
los demócratas en la carrera por la presidencia, con su correspondiente
amenaza mortal a la capacidad del Partido Republicano para ganarla, a no
ser que moderasen su retórica y modificasen su postura con respecto a
la inmigración. Y demasiados demócratas, en un descarado juego de
forzada empatía política, “recomendaban” a los republicanos que
aceptasen una proposición de ley de inmigración si querían tener
posibilidades en las siguientes elecciones presidenciales.
Sin
embargo, las razones por las que la reforma migratoria parecía ganar
fuerza iban más allá de la amenaza cuasi existencial al Partido
Republicano. (Aunque exagerada, esta amenaza es real pero, con el
tiempo, su influencia sobre las bases del partido se relajó, y con ello
también la exigencia inexcusable de reformar.) La reforma recibía la
energía de un gran movimiento a favor de los inmigrantes cada vez más
influyente, cuyo ascendiente sobre la Casa Blanca y el presidente –junto
con el de los sindicatos y los grupos progresistas– no se puede
calificar sino de extraordinario.
El
país también parecía preparado para superar los eslóganes políticos que
durante tanto tiempo han impedido el diálogo. Una pequeña muestra
incluye los siguientes: no se debe “recompensar a los infractores de la
ley” o a los “que se cuelan en la cola”, este último en referencia a
“colarse” por delante de aquellos que tenían permiso legal para inmigrar
a EE UU pero que, en la irritante complejidad del sistema, llevaban
años esperando (en algunos casos, incluso décadas) para conseguir un
visado; “ya lo intentamos antes, y no funcionó”, en referencia a una ley
federal de 1986 que otorgaba una amplia amnistía a cambio de una caja
de herramientas políticas repleta de medidas coercitivas adicionales
centradas en las fronteras y los centros laborales. Por último, la
insinuación insuperablemente vana de que los inmigrantes que vivían en
el país en situación ilegal tendrían que “autodeportarse” de alguna
manera, una expresión que popularizó en 2012 Mitt Romney, candidato
republicano a la presidencia, para su colosal descrédito.
Una
serie de nuevas circunstancias contribuyó también al ambiente casi
eufórico a favor de la reforma. La más significativa era que se
calculaba que el número neto de inmigrantes procedentes de México,
independientemente de su situación legal, era nulo o prácticamente nulo
desde 2010, a pesar de que desde 2012 ha ido en aumento (por el
contrario, entre 1995 y 2006, la inmigración ilegal procedente de México
creció en aproximadamente 4,3 millones). Además, las detenciones en la
frontera se encuentran en su nivel más bajo en 40 años (alrededor de
420.000 en 2013), al tiempo que las cuantiosas inversiones en cuerpos de
seguridad relacionados con la inmigración han dado como resultado la
expulsión de unos 400.000 residentes ilegales y delincuentes extranjeros
anuales durante los últimos seis años. En 2012 se dedicaron
aproximadamente 18.000 millones de dólares a medios para luchar contra
la inmigración a lo largo de la frontera, un presupuesto un 24 por cien
mayor que el conjunto de los presupuestos de todos los principales
cuerpos de policía federales.
Otras
cuestiones también parecían alinearse a favor de la reforma. Dos de
ellas merecen mención especial: el retroceso conjunto en gran parte del
país de las severas medidas contra la inmigración ilegal, que algunos
Estados del oeste y el sur habían adoptado en los últimos años (las
disposiciones clave de esas medidas fueron abolidas por el Tribunal
Supremo en 2013), y la sensación cada vez mayor de que era urgente
cambiar el sistema de inmigración legal con el fin de mejorar las
ventajas empresariales y tecnológicas, y por consiguiente competitivas
del país.
La proposición de ley del Senado
En
junio de 2013 el Senado aprobó una proposición de ley de inmigración
por el cómodo margen de 68 votos (de un total de 100). Pero el impulso
acabó allí. El proyecto contiene una serie de elementos polémicos: una
condición legal provisional vinculada a una vía (más bien tortuosa) que
desemboque en la obtención de la ciudadanía para los inmigrantes en
situación irregular que cumplan una serie de requisitos razonables en
términos generales; disposiciones pensadas para dinamizar la economía
estadounidense mediante un gigantesco aumento (casi 2,5 veces más que el
límite actual) de la cantidad de visados a disposición de los
inmigrantes cualificados; ofertas de tarjetas verdes (residencia
permanente) para los estudiantes extranjeros que se licencien y obtengan
un máster o un doctorado en ciencia, tecnología, ingeniería o
matemáticas (STEM) de una universidad estadounidense si tienen una
oferta de trabajo;1 un sistema que identifique de forma fiable a las
personas con permiso de trabajo con la esperanza de reducir la
contratación de trabajadores sin permiso y, por tanto, atenuar el
“efecto llamada”; un complejo proceso para admitir más trabajadores
extranjeros de cualificación baja o media, al tiempo que se protegen
mejor sus derechos; acabar en un plazo de siete años con las enormes
esperas de posibles emigrantes que cumplen los requisitos para obtener
un visado de EE UU, pero que no pueden entrar en el país porque no hay
suficientes visados para facilitarles (y cuyo número también se eleva a
más de cuatro millones); cambios en la normativa de admisión de
familiares con el fin de conceder más visados y eliminar las esperas de
una categoría de parientes más restringida a cambio de excluir a los más
lejanos; y, en una decisión que levantó un gran clamor en contra entre
los activistas a favor de la inmigración, los conservadores y la mayor
parte de los analistas, la asignación de 46.000 millones de dólares
durante 10 años para intensificar los controles fronterizos mediante un
incremento masivo tanto de los medios técnicos como humanos.
En
Washington se dice que, en la mayoría de los asuntos relacionados con
la legislación, “el diablo está en los detalles”, lo que es
especialmente cierto cuanto más complejo es el texto legal. En materia
de inmigración, la complejidad tiene múltiples facetas. La más evidente
es la dificultad de combinar textos voluminosos (la proposición de ley
del Senado tiene casi 1.300 páginas) en los que los aspectos políticos
de cada uno de ellos tienen que conciliarse con los de los otros textos
principales. Por ejemplo, quienes insisten en la legalización deben
acceder a la aplicación enérgica de las leyes sobre inmigración, y los
que se pronuncian a favor de modernizar el sistema de inmigración tienen
que aceptar un programa de legalización de amplio alcance.
La
proposición de ley del Senado ofrece una solución “amplia” a los
problemas de inmigración del país. El argumento a favor de una solución
de este tipo es que, si se hace bien, el conjunto equivaldrá a mucho más
que la suma de las partes, aunque con la condición de que la lógica de
la política que haya detrás de un determinado texto refuerce la de otro.
El sentido político es similar: todos los electores a los que se dirige
la proposición de ley, incluidos los adversarios históricos, están
interesados en lograr un resultado satisfactorio con el fin de que este
supere a lo esperado.
Pero la
perspectiva amplia también tiene sus inconvenientes. Su propia
naturaleza la convierte en un blanco de primer orden para los que se
oponen a la reforma, y es habitual que los compromisos que exige una
legislación tan políticamente compleja resulten contrarios a la
coherencia política. Es más, la ineludible complejidad del proyecto
requiere un general con exquisitas dotes políticas en el que se pueda
confiar, algo de lo que carecen en este momento las dos cámaras del
Congreso.
Sin embargo, el desafío
al que se enfrenta la norma del Senado va mucho más allá de quién se
ocupará de guiarla a través del Congreso. Muchas de sus disposiciones
son verdaderos “tratados sobre el exceso”. Bastarán tres ejemplos. En
primer lugar, los inmensos nuevos recursos destinados a los controles
fronterizos no son solo excesivos, son poco más que el “precio” por
persuadir a más senadores republicanos para que voten a favor de la
proposición. Y mientras que algunos de ellos lo han hecho, hasta los
autores republicanos de la disposición reconocieron que habían
sobrepasado lo necesario para garantizar y mantener el control
fronterizo. En segundo lugar, la admisión en un periodo de siete años de
los más de cuatro millones de inmigrantes en potencia que están a la
espera de un visado es algo igualmente excesivo, dado que el mercado de
trabajo estadounidense no sería capaz de absorberlos en tan poco tiempo,
sobre todo considerando su probable cualificación y su composición
desde el punto de vista de la formación (la gran mayoría serían
parientes mayores con perfiles formativos y de capacitación modestos).
En tercer lugar, el aumento propuesto del número de admitidos
cualificados despertará la indignación de los trabajadores
estadounidenses, que se sentirán amenazados por esta apertura, al tiempo
que desincentivará aún más a los estudiantes y a los profesionales en
ciernes para que se introduzcan y se queden en los sectores en los que
probablemente se concentrarán los nuevos inmigrantes. Esta disposición
hará que muchos de los países de origen de estos inmigrantes
cualificados se echen a temblar, y alentará más debates sobre la “fuga
de cerebros”.
Pero si bien estos
excesos responden claramente a poderosos intereses electorales, es
probable que también representen un cálculo más profundo por parte de
los ocho autores de la proposición (cuatro por cada partido). Puesto que
las dos cámaras del Congreso están en igualdad y son controladas por
diferentes partidos, la “generosidad” del Senado requiere una
explicación más matizada. Incluso en el supuesto más optimista, la
mayoría de los republicanos de la Cámara de Representantes simplemente
se opone a un programa de legalización que desemboque en la obtención de
la ciudadanía a menos que sea a muy largo plazo. Además, estos
republicanos se imaginan una legislación mucho menos expansiva que los
del Senado en prácticamente todos los aspectos menos en uno: el número
de trabajadores y los trámites que se les exijan. Prefieren cantidades
mucho más grandes, trámites mucho más simples y muchos menos derechos y
privilegios.
Puesto que las dos
propuestas tendrán que coordinarse antes de que, al final, cada cámara
vote una sola, es de esperar que comenzar las negociaciones con una
propuesta “maximalista” produzca compromisos aceptables por
circunscripciones clave del Senado y que, por tanto, facilite su
aprobación. Por supuesto, esta estrategia no garantiza ni que la
proposición de ley que se acuerde sea aceptable ni que se apruebe, y los
republicanos de la Cámara de Representantes han dejado claro que no
negociarán con el Senado tomando como base su proposición de ley.
La tormenta perfecta para el presidente Obama
Durante
mucho tiempo, los tribunales han interpretado que la Constitución de EE
UU garantiza “plenos” poderes (en la práctica, absolutos) al Congreso
de la nación en materia de inmigración, una atribución que el Congreso
protege celosamente. De este modo, el poder del ejecutivo queda
limitado, excepto en lo que se refiere a la aplicación de la ley, y eso
solo dentro de ciertos márgenes. Esto significa que Obama, que ha hecho
grandes promesas sobre la reforma migratoria a sus principales
electores, tiene poco margen de maniobra excepto en dos terrenos:
servirse de su posición privilegiada para instar a llevar a cabo la
reforma, una herramienta que ha empleado suficientes veces como para
mostrar que es completamente ineficaz; y utilizar su discrecionalidad de
enjuiciamiento –o, más bien, la del influyente departamento del
gabinete de presidencia– (es decir, decidir hasta qué punto llegar en la
aplicación de la ley o en una acción judicial sin justificarlo) para
ofrecer asistencia en cuestiones de emigración a determinados grupos (la
discrecionalidad es más fácil de aplicar a casos concretos) cuando la
discrecionalidad se pueda defender de forma “razonable” y políticamente
plausible.
En agosto de 2012, el
gobierno utilizó la discrecionalidad para proteger de la deportación a
las personas a las que sus padres habían traído ilegalmente a EE UU
cuando eran niños. A finales de 2013, unas 520.000 personas se
beneficiaron de este amparo y, a falta de movimiento en el frente
legislativo, la Casa Blanca se encuentra bajo una enorme presión para
que extienda la misma medida a otros grupos de inmigrantes en situación
irregular.
Pero la apuesta es
gigantesca para un hombre al que no le gusta correr riesgos. Si extiende
la protección frente a la deportación a otros grupos de inmigrantes
ilegales, como piden los abogados latinos que le han apodado “deportador
en jefe”, u ordena al departamento de Seguridad Nacional que revise
(léase “suavice”) sus normas sobre expulsiones con el fin de evitar, por
ejemplo, dividir a familias compuestas tanto por miembros en situación
legal como ilegal (hay millones), se enfrenta a un riesgo doble:
animaría a los abogados a aumentar sus exigencias y reforzaría la tesis
republicana de que no se puede confiar en él para que obligue a respetar
la ley. Eso, a su vez, proporcionaría a los republicanos aún más
munición para justificar por qué no deben aprobar la reforma migratoria.
Más concretamente, abre la puerta a una posible moción de censura.
Cualquiera de los dos resultados heriría de muerte a su presidencia, y
prácticamente obligaría a Obama a pasar el resto de su mandato en la
impotencia política, ya que, pase lo que pase, el presidente sale
perdiendo.
Las lecciones del pasado: la Ley de Inmigración de 1986
El
tortuoso camino hacia la reforma migratoria refleja el distanciamiento
entre los dos partidos en la mayoría de los asuntos y, de forma más
general, la notable desconfianza de los republicanos hacia el
presidente. Pero si bien esto es cierto, las políticas de inmigración
siguen siendo inhumanas, lo cual refleja que hay profundos y complejos
desacuerdos ideológicos en todos los ámbitos.
En
1986, la última vez que el Congreso intentó llevar a cabo una amplia
reforma de la legislación sobre inmigración, hicieron falta más de cinco
años para que se cerrasen todos los compromisos políticos y para que
los diversos grupos interesados aprendiesen a convivir con un proyecto
de ley imperfecto. Cuando la proposición se convirtió en ley, la
sensación dominante era de agotamiento más que de entusiasmo. Y eso
cuando la inmigración solo era un asunto político para los pocos Estados
que habían experimentado la llegada de un número significativo de
inmigrantes ilegales (hoy día es una preocupación para la mayor parte de
los 50 Estados de la nación), cuando los movimientos pro y
antiinmigración estaban en sus primeros años de vida, y cuando la
mayoría de los miembros del Congreso parecían dispuestos a dejarse guiar
por los tres senadores y los pocos miembros de la Cámara de
Representantes “especialistas” en la materia. Eran tiempos más fáciles
también en otro sentido. Pocos congresistas tenían el equipo necesario
para no perder el paso de las voluminosas proposiciones de ley de
carácter técnico que se iban modificando a medida que se cerraban
acuerdos de última hora para añadir el apoyo de otro grupo particular
más, así como los votos que este aportaría.
La
ley de 1986 fue aprobada sobre una triple base: regularizaba la
situación de los inmigrantes ilegales que llevaban mucho tiempo en el
país; imponía sanciones a los empresarios por contratar a trabajadores
sin permiso de trabajo; y se comprometía a poner en marcha controles
fronterizos más estrictos para prevenir las entradas ilegales. Hoy día,
los tres puntales son aún más decisivos que entonces, lo cual es una
manifestación elocuente tanto de la ineficacia de la ley como de la
dificultad para aplicar la normativa.
Quizá
sea aún más importante recordar que la ley cometía dos errores de
cálculo fundamentales, uno por omisión y el otro por comisión. El
primero consistía en la incapacidad de facilitar un mecanismo flexible
que permitiese admitir más trabajadores extranjeros cuando la economía
lo requiriese. Dicha omisión demostró ser extremadamente significativa.
Al prescindir de los ciclos económicos, la ley no pudo prever que,
cuando se registrase de nuevo una significativa creación de empleo,
quedaría de manifiesto la insuficiencia del exiguo número de visados
para trabajadores extranjeros que la ley autorizaba. Esta falta de
previsión sembró la semilla de la inmigración ilegal a gran escala en
los años noventa y en décadas posteriores.
La
omisión se explica por el contexto. La estructura básica de la ley fue
ideada en 1981, una época en la que las limitaciones eran excepcionales,
dada la estanflación (estancamiento económico e inflación) de gran
parte de la década de los setenta y las dos recesiones de 1979-80 y
1981-82, esta última mucho más profunda. En ese momento, nada estaba más
lejos de la mente de cualquiera que la posibilidad de que se
necesitasen más trabajadores inmigrantes. Pero cuando esa fase dio paso a
la expansión económica en la última parte de la década, la estructura
básica de la proposición de ley no se adaptó al cambio. Por decirlo
llanamente, ya se había invertido demasiado capital político, y
cualquier intento de introducir una disposición nueva y altamente
polémica habría sido recibido con abierta hostilidad. ¿Cuál es la
lección? Las leyes concebidas en una determinada época no se pueden
promulgar en otra sin que el Congreso reconsidere si se mantiene la
validez de los supuestos y las disposiciones clave.
El
segundo error de cálculo fue ofrecer la condición de legalidad solo a
aquellos que habían estado “presentes ininterrumpidamente” en EE UU
desde el 1 de enero de 1982, cinco años antes de que se aprobase la ley.
En este caso, la falta fue de comisión. Y a pesar de que la legislación
ofrecía la condición legal a casi 2,9 millones de personas, excluía a
otros 1,6 millones que no cumplían el plazo exigido por la ley. Este
último grupo de población se convirtió en el núcleo alrededor del cual
se desarrollarían sucesivas oleadas de nuevos recién llegados ilegales.
Además, marginó aún más a estos trabajadores al hacerlos más vulnerables
a la explotación. Los autores de la ley sostuvieron con éxito que, a
falta de controles fronterizos fiables, y dado el prolongado periodo de
gestación de la ley, un gran número de inmigrantes había entrado
ilegalmente en el país anticipándose al programa de legalización. Estos
recién llegados oportunistas no deberían ser recompensados regularizando
su situación legal, sobre todo teniendo en cuenta que era probable que
muchos no estuviesen arraigados ni en la comunidad, ni en el mercado de
trabajo.
Abordar las cuestiones difíciles
Si
en esta ocasión EE UU va a aprobar una legislación que justifique el
enorme esfuerzo político que ello exigirá, la ley debe abordar con
inteligencia y responsabilidad una serie de cuestiones difíciles. He
aquí una lista de los desafíos a los que el Congreso debe enfrentarse:
-Debe
otorgar la condición legal al mayor número de residentes ilegales
estableciendo unos requisitos que se puedan cumplir, más que exigencias
que harán que muchos fracasen o ni siquiera lo intenten. Es lo más
próximo a un imperativo moral y político que se pueda imaginar.
-Debe
comprometerse a escala nacional a controlar las fronteras y aplicar las
leyes de inmigración. Es lo mínimo exigible para que la opinión pública
confíe en que la prioridad número uno es obligar a cumplir la ley y
evitar la llegada de nuevas oleadas de inmigrantes ilegales. Ninguna
proposición de ley se puede convertir en norma sin un esfuerzo verosímil
por salvaguardar la integridad del nuevo sistema.
-Tiene
que hacer gala de un poco de modestia, o incluso humildad, y reconocer
que en ningún caso se puede predecir cuántos inmigrantes, y con qué
clase de capital humano, puede necesitar la economía estadounidense en
el futuro. Con unos 20 millones de personas sin trabajo o subempleadas, y
la atención de los ciudadanos en la creación de empleo, dedicar capital
intelectual y político a permitir la llegada de más trabajadores
inmigrantes cuando las circunstancias lo requieran puede parecer
absurdo. Y, sin embargo, eso es lo que la legislación debe hacer
exactamente si quiere estar preparada para el momento en que esos
trabajadores sean necesarios. La población de EE UU está envejeciendo, e
incluso en tiempos adversos para la economía muchos puestos de trabajo
quedan por cubrir debido a incompatibilidades geográficas o de
cualificación o, más a menudo, porque hay trabajos –muchos de ellos
estacionales– que los trabajadores estadounidenses rechazan. A esto se
añade que, a medida que crezcan los nuevos sectores de la economía (la
industria del gas natural, por ejemplo), es probable que se necesite un
número cada vez mayor de trabajadores para cubrir puestos para los que
no se dispone de trabajadores nacionales. Si la legislación no quiere
ser irrelevante el mismo día que se convierta en ley, debe incluir un
proceso de admisión de trabajadores extranjeros tanto permanentes como
temporales que abarque todo el abanico de cualificaciones, y no solo las
de los extremos superior e inferior.
-Debe
aceptar el hecho de que las leyes de inmigración se tienen que
reexaminar y adecuar con la frecuencia que exige una economía
auténticamente dinámica. Teniendo en cuenta el lamentable historial del
Congreso en este aspecto, la única solución sería establecer un cuerpo
analítico independiente que asesore con regularidad en cuestiones de
inmigración laboral. No obstante, para que ese organismo cumpliese su
objetivo tendría que estar encabezado e integrado por analistas expertos
y ser ferozmente no partidista y transparente en sus deliberaciones y
propuestas. Solo así podrá ser una fuente fiable de datos y asesorar con
buen criterio. De este modo, EE UU estará en condiciones de desarrollar
y mantener por fin un sistema de inmigración que sienta “curiosidad” y
aprenda de los efectos de sus políticas para las familias, los
empresarios, los trabajadores y, de manera más general, la economía y la
sociedad, y que asuma que la adaptación de dichas políticas es un
cometido corriente del buen gobierno.
-Por
último, debe reflexionar mucho más profundamente sobre la importancia
de la integración. Los sistemas de inmigración triunfan o fracasan en
enorme medida según lo bien que los recién llegados y sus hijos se
integren en las comunidades y los mercados de trabajo de las sociedades
receptoras. Sin embargo, esta es una cuestión que prácticamente nadie
–ni en el Congreso, ni en el gobiero– quiere abordar por miedo a que los
costes fiscales de la integración puedan socavar los apoyos a la
política de inmigración. Ayudar a los inmigrantes en situación regular a
integrarse es un obstáculo político aún más arduo de escalar. No
obstante, esta responsabilidad no puede ser eludida si el país quiere
ganar la partida de la inmigración.
Una política de inmigración inteligente
EE
UU no puede pasar por los mismos debates cada vez que intenta poner al
día sus leyes de inmigración y enmendar los errores. Es preciso hacer
frente a los contextos cambiantes. Los empresarios, los trabajadores,
los ciudadanos y las comunidades no deberían tener que enfrentarse al
dilema de elegir entre la eterna inacción del Congreso y la infracción
de la ley.
En el núcleo de los
sistemas de inmigración mejor gestionados hay una idea sencilla: una
política de inmigración inteligente adapta fórmulas de selección para
garantizar que cada uno de los elementos principales de un programa de
inmigración responda a los valores del país y a sus prioridades
estratégicas. Cualquier observador del esfuerzo por llevar a cabo la
reforma migratoria sabe también que el Congreso de EE UU solo conseguirá
hacer correctamente algunas cosas, y que no hay respuesta perfecta a
ciertos problemas de inmigración a los que se enfrenta el país. Por
tanto, ¿por qué no aprovechar la ocasión y atender los asuntos más
difíciles (legalización y reforma del sistema), tomar en consideración
ideas que otros países han probado con éxito notable, y encauzar uno de
los mayores desafíos sociales, morales y económicos que afronta EE UU?
Respecto
a las cuestiones en las que el Congreso probablemente se equivocará,
¿por qué no encomendárselas a un mecanismo capaz de liberarlo de parte
de la presión y permitir que un organismo independiente proponga con
regularidad modificaciones, antes de que los pequeños problemas se
conviertan en grandes? Ha llegado el momento de que la legalidad, la
seguridad, el orden, el beneficio propio y los valores vuelvan a centrar
la política de inmigración de EE UU.
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