viernes, 26 de agosto de 2011

LOS LIOS DE DILMA



LOS  LÍOS  DE  DILMA

Desde que, la semana pasada, el entonces ministro de Agricultura, Wagner Rossi, presentase su renuncia a la presidenta Dilma Rousseff,  por primera vez desde que ésta asumiese en el cargo, la prensa internacional comenzó a observar la situación brasileña desde una perspectiva más objetiva.
Quedaron atrás los ditirambos y los elogios sobre las supuestas maravillas del "boom” brasileñO y comenzaron a señalarse las falencias y claudicaciones de una sociedad desigual, sin tradición democrática, la omnipotencia de una clase política altamente corrupta y que todavía cobija en partes del territorio (como en el Amazonas o en infinidad de favelas) el uso indiscriminado de la violencia como modus operandi, entre otras cosas.
El disparador de esta nueva lectura del Brasil "progresista” parece haber sido la repentina consciencia de la opinión pública y de los medios que, con la renuncia de Wagner, ya eran 6 ministros renunciados y casi un centenar de altos funcionarios detenidos en 8 meses de gobierno y, en la aplastante mayoría de los casos, el tema de fondo era el estallido de noticias sobre severos delitos de corrupción.
Los analistas se dividieron rápidamente en varios grupos de acuerdo a distintas interpretaciones que intentaban responder a la obvia pregunta: ¿Cómo era posible que la presidenta Rousseff se encontrase, repentinamente, atrapada en este salpicadero?
Un primer grupo de analistas optó por recordar que Dilma Rousseff llegó a la presidencia enancada en la figura de un Lula altamente exitoso, pero que, en lo que hace a su recorrido personal, sólo parecía dotada de una buena experiencia de “gran funcionaria“ de alto nivel, eficaz, eficiente y buena tomadora de decisiones técnicas. No hay hasta la fecha, en el historial de Rousseff, un solo ejemplo de cargo eminentemente político y, menos aún, electivo.
Esta interpretación de una presidenta Rousseff prácticamente inexperta en materia política resulta ser, al menos para nosotros, un tanto ingenua. La Sra. Presidenta, aunque se haya destacado fundamentalmente como funcionaria, no deja de tener un “buen kilometraje“ en el mundo de la política. Recordemos que, para poder usufructuar del ”priísta dedazo” de Lula hubo de caminar seguramente por sobre varias cabezas y que, pocas semanas antes de su elección, su propia oficina en la Casa Civil era denunciada por tráfico de influencia y corrupción. O sea que la mitología de una Rousseff que sería la encarnación humana de la lógica racional burocrática weberiana, al menos a nosotros, no nos resulta convincente.
Hay un segundo grupo de analistas que, aunque continúa haciendo hincapié en la existencia de algunas limitaciones en el manejo político de la presidenta, lo hace de manera más convincente.
En efecto, cuando se señala, por ejemplo, que Rousseff  ”…está empantanada en el marasmo de Brasilia…”, en realidad a lo que se alude no es exactamente que la presidente no sabe como lidiar con los conflictos políticos en general.
De lo que se trata es de señalar que, muy probablemente, lo que está sucediendo es que después de ocho meses de presidencia, el “establishment político“ de Brasilia (como en Washington, en Londres, en París, en Buenos Aires o en cualquier parte), que existe como una suerte de ”casta” en la que, más allá de diferencias partidarias e ideológicas, predomina un ”esprit de corps”  altamente selectivo, haya decidido recordarle a la presidenta que es una simple ”parvenue” recién llegada al sistema, que Planalto no puede funcionar como Versalles, autónomo y desprovisto de todo sistema político que le proporcione legitimidad y que, más le vale comenzar a ocuparse de la clase política. Después de todo algo muy parecido le sucedió a Clinton en su primer gobierno, para no recordar más que un ejemplo.
Para los analistas que optaron por esta interpretación de la crisis política brasileña, “la explosión“ de los escándalos de corrupción está organizada y forma parte de una política de cuidadoso ”acoso” a la presidencia. Una suerte de primer ”reminder”  de que, en ningún país del mundo, gobierna el presidente sólo, más allá de las apariencias. Esta interpretación no es de descartar porque, evidentemente, la sincopada aparición de los escándalos, los distintos partidos comprometidos en ellos, etc., no parece haberse distribuido al azar.
La tercera forma de interpretar ”los líos de Dilma” que los analistas han manejado, es bastante más favorable para la figura presidencial.  Ella mejor que nadie sabe, perfectamente, que su posición política actual se la debe a Lula. Que su presidencia es, como decíamos más arriba, el resultado de un ”dedazo” digno de cualquier presidente priísta de hace algunas décadas. En esas condiciones, no resulta impensable imaginar que Dilma Rousseff haya comenzado prudentemente a intentar ”separarse” de la imagen de su ”padrino”. Un elemento que abona la plausibilidad de esta hipótesis es que Rousseff viene cultivando sistemáticamente una imagen de cercanía con Fernando Henrique Cardozo, el antiguo presidente que fue quien realmente echó las bases institucionales para el auge brasileño actual.
Pero la figura de Lula es fuerte y no tiene muchos puntos débiles a nivel de la opinión pública. Una de las pocas debilidades de los gobiernos petistas de Lula fue el altísimo nivel de corrupción que reinó durante su transcurso y la ostensible permisividad del presidente de entonces para con los casos de corrupción que surgieron. Es más, todo el sistema de alianzas tejido por el PT para poder controlar el Legislativo y poder gobernar fue un esquema cuasi mafioso basado en el uso y abuso de los fondos públicos. En esas condiciones, ¿porqué Dilma no habría de haber elegido, precisamente, el tema de la corrupción como el terreno privilegiado para ”diferenciarse”, clara y nítidamente, de su desprolijo y grandilocuente mentor?
La táctica no es para nada desacertada. Aunque la opinión pública brasileña, como tantas en América Latina, Asia y África, están totalmente resignadas a que sus sistemas políticos se sirvan con la cuchara grande en los fondos públicos, ello no significa que no estén atentos, especialmente sus clases medias, a aquellas señales que puedan indicar que esta deplorable situación puede sufrir siquiera algún pequeño síntoma de mejoría.
Si Dilma Rousseff apunta a eso, solamente a eso, es decir a debilitar el esquema corrupto que sostuvo los dos primeros gobiernos del PT, entonces la presidenta está apostando fuerte e inteligentemente en el sentido de ganar su propia independencia política del pasado que la propulsó a la presidencia.
Lo que, sin embargo, Rousseff debería evitar a toda costa, es que sus gestos de rechazo de la corrupción pasada fuesen interpretados como la señal de que se trata de una presidenta que viene ”…a sanear la política brasileña…“, que se presenta como ”…la moralizadora de gobierno…”  o ”…la encarnación de una nueva política, ahora si, pautada por la transparencia…”. Estos extremos serían fatales para la presidencia de Rousseff. Rechazar el esquema de corrupción pasado para reemplazarlo por uno nuevo, igual, más o menos corrupto, es una operación perfectamente imaginable para que sea realizada por un presidente del PT. Jugar con la idea de que la presidente va a “terminar con la corrupción en el Brasil“  se nos antoja como una peligrosa aventura ya que el sistema político brasileño está, todavía, a muchísimas “millas morales“ de nada parecido al respeto de la ley.