DELINCUENCIA Y CULTURA POPULAR
“Ya mataron a Pernales
Ladrón de Andalucía
El que a los ricos robaba
Y a los pobres socorría”.
El fenómeno de la delincuencia en las sociedades contemporáneas ha pasado a ser un tema cada vez más presente y cada vez más cotidiano para todos los sectores de la población. Por razones difíciles de explicar a fondo en una aproximación periodística, parecería que el relativo distanciamiento que los grupos al margen de la ley y la sub-cultura de la delincuencia mantuvieron hasta hace algunas décadas “vis à vis” de la vida ciudadana “normal”, se ha ido desdibujando.
Una explicación, seguramente provisoria, permite aproximar la cuestión que hoy nos ocupa. En efecto, la fisiología de la sociedad globalizada contemporánea parece responder a dos dinámicas simultáneas y contradictorias. Por un lado hay un vasto proceso de democratización social que ha abierto el acceso a las relaciones (y a los bienes) de la modernidad a amplísimos sectores hasta ahora segregados en estructuras sociales tradicionales (entre ellos, el mundo de la delincuencia). Este proceso es asimilable a un proceso de “ascenso social” aunque, cualitativamente hablando, difiere de sus formas “clásicas” que funcionaron durante buena parte del siglo XX. Pero, al mismo tiempo, las sociedades generan nuevos mecanismos de estratificación y segregación que pretenden “distinguir” segmentos sociales por tipos de vida, lugares de habitación, formas de consumo, etc. En este caso, la sociedad “asciende” a algunos grupos, pero desciende y discrimina a otros.
Este “doble mecanismo” ha generado un proceso circulación de individuos y grupos que ha tornado la vieja idea sociológica de “roles” o “status sociales”, prácticamente ininteligible ya que los distintos tipos de movilidades sociales en juego se superponen y entrelazan tornando las dinámicas sociales muy difíciles de entender. Zygmunt Bauman ha teorizado, con acierto relativo, esta dinámica “acelerada” y “multidimensional” echando mano a la metáfora de la “sociedad líquida”.
Una de las consecuencias de esta peculiaridad de las sociedades contemporáneas, es que la cultura popular tradicional de las sociedades modernas ha sido invadida por la sub-cultura del mundo de la delincuencia y ésta última se ha “banalizado” y “mimetizado” en el seno de la primera.
La sub-cultura de la delincuencia viene, desde luego, de larga data. Por lo menos del siglo XIX, coincidiendo con los primeros procesos de modernización de los estados latinoamericanos, las culturas populares de nuestros países vehicularon una serie de relatos que pertenecen al imaginario de los sectores más desfavorecidos de todas partes del mundo y que tienen como ”leit-motiv” la eterna figura del ”delincuente heroico”. Un tratamiento histórico muy atendible (aunque teóricamente opinable) tuvo el tema en el recordado texto de Eric Hobsbawn “Primitive Rebels : Studies in archaic forms of social movements in the 19th and 20th centuries“ .
Robin Hood es un arquetipo universal que en el Río de la Plata adoptó el formato del matrero, del gaucho ”libre” víctima de la autoridad o del contrabandista admirado por “el pobrerío”. Martín Fierro, Aquino o el gauchito Gil son algunos de los personajes del imaginario “marginal” rioplatense. Hacia principios del siglo XX quizás sea México el país donde la revolución de 1910 llevó la afirmación de esta tradición cultural al paroxismo con personajes reales como Francisco Villa o Emiliano Zapata que fueron inspiración para un proceso de generación de cultura “popular y revolucionaria” y de mitología, quizás sin parangón en el mundo por su desarrollo y amplitud.
Mientras se desencadenaba la Revolución Mexicana, en otros lugares de América Latina el modelo agregó personajes más subsidiarios del proceso de urbanización en marcha en ese momento. El tango, entre otros géneros, recogió esa tradición imaginaria y enalteció personajes ”de arrabal” que reflejaron la circunstancia urbanizadora alimentada tanto desde el ámbito rural cuanto desde la ola de inmigración europea. Desde luego que el proceso no es puramente latinoamericano como lo muestran figuras como Jesse James, Billy the Kid o Bonnie y Clyde en contextos históricos y sociales bastante diferentes.
El supuesto universal que apoya todos estos relatos de la cultura popular es una dicotomía ética que admite naturalmente ”la bondad“ de los pobres y la “intrínseca maldad” de los ricos y poderosos. La generalización de esta construcción imaginaria en los más diversos contextos históricos permite hacer la hipótesis que este modelo imaginario no es otra cosa que un dispositivo social destinado a procesar culturalmente y a resignificar los mecanismos de articulación y colisión que se dan en las líneas que, a la vez, separan y vinculan, los estratos sociales superiores de la sociedad con aquellos menos favorecidos. Los relatos populares (en tradiciones orales, musicales, gráficas, literarias, etc.) convergen hacia una recurrente mitología cuya función expresa es, como en toda mitología, tornar inteligibles distintos aspectos del mundo; en este caso, cierta circunstancia histórica y social de los sectores populares.
Lo que merece ser analizado con detenimiento es que, en la actualidad, este dispositivo de justificación cultural parece mantenerse no solamente vigente sino que aparece como “reforzado” y cada vez más generalmente “compartido”. Y ello a pesar de que muchas de nuestras sociedades evolucionaron, y evolucionan, hacia una forma de sociedad de clases medias que, teóricamente,debería desdibujar esas líneas de tensión y vinculación entre sectores altos y bajos de la sociedad.
En este contexto se advierte que la sub-cultura del mundo de la delincuencia ya prácticamente ha dejado de ser tal (una sub-cultura), y se ha integrado a la cultura popular y a los relatos que las sociedades contemporáneas registran como admisibles y hasta “admirables”. Este proceso es particularmente visible en algunos abordajes discursivos que nuestras sociedades dan a las nuevas formas de criminalidad. Veamos brevemente algunos ejemplos.
Un ejemplo de “reactualización” de la mitología popular a las nuevas formas de criminalidad y de su capacidad para instalarse en el discurso “aceptado” por las sociedades contemporáneas es la emergencia en muchos países (México, Colombia, Brasil o Argentina) de lo que se ha dado en llamar la ”narco-cultura”.
El ”narco-corrido” mexicano, distintas versiones de la cumbia villera o la música de los “favelados” presentados en el film brasileño “Tropa de Elite”, son éxitos de venta y son consumidos por todos los sectores sociales. El cine que tematiza la delincuencia ha dejado paulatinamente su mirada crítica sobre aquella y ha transitado de “la denuncia” a una suerte fascinación ante el universo delictivo. Los ejemplos son innumerables. Desde “La Haine” de Kassovitz, pasando por “Trainspotting” de Danny Boyle o “María eres llena de gracia” de Joshua Marton, son innumerables los films que presentan a los personajes populares vinculados a la violencia, a la delincuencia y a la droga como “héroes” o como “víctimas”, pero casi nunca como simples sujetos que hacen una opción ética cuestionable. Otro ejemplo pertinente es la cultura de “las maras” que se ha dotado de una estética, una “literatura” y hasta una religiosidad específica que constituyen el envoltorio cultural de estas nuevas formas de delincuencia sociales que reeditan y fortalecen el meollo de la mitología ancestral.
Todos estos ejemplos son, en un sentido, simples re-ediciones del viejo relato sobre la “delincuencia popular” pero, ahora, aparecen “integrados” al consumo cultural de la sociedad toda que asiste a una “producción cultural” auto-justificatoria que, en muchos casos, responde indirectamente a los intereses del crimen organizado. La pregunta que resulta imposible de evitar es la de: ¿hasta dónde nuestras sociedades van a soportar la banalización del crimen?
Este “doble mecanismo” ha generado un proceso circulación de individuos y grupos que ha tornado la vieja idea sociológica de “roles” o “status sociales”, prácticamente ininteligible ya que los distintos tipos de movilidades sociales en juego se superponen y entrelazan tornando las dinámicas sociales muy difíciles de entender. Zygmunt Bauman ha teorizado, con acierto relativo, esta dinámica “acelerada” y “multidimensional” echando mano a la metáfora de la “sociedad líquida”.
Una de las consecuencias de esta peculiaridad de las sociedades contemporáneas, es que la cultura popular tradicional de las sociedades modernas ha sido invadida por la sub-cultura del mundo de la delincuencia y ésta última se ha “banalizado” y “mimetizado” en el seno de la primera.
La sub-cultura de la delincuencia viene, desde luego, de larga data. Por lo menos del siglo XIX, coincidiendo con los primeros procesos de modernización de los estados latinoamericanos, las culturas populares de nuestros países vehicularon una serie de relatos que pertenecen al imaginario de los sectores más desfavorecidos de todas partes del mundo y que tienen como ”leit-motiv” la eterna figura del ”delincuente heroico”. Un tratamiento histórico muy atendible (aunque teóricamente opinable) tuvo el tema en el recordado texto de Eric Hobsbawn “Primitive Rebels : Studies in archaic forms of social movements in the 19th and 20th centuries“ .
Robin Hood es un arquetipo universal que en el Río de la Plata adoptó el formato del matrero, del gaucho ”libre” víctima de la autoridad o del contrabandista admirado por “el pobrerío”. Martín Fierro, Aquino o el gauchito Gil son algunos de los personajes del imaginario “marginal” rioplatense. Hacia principios del siglo XX quizás sea México el país donde la revolución de 1910 llevó la afirmación de esta tradición cultural al paroxismo con personajes reales como Francisco Villa o Emiliano Zapata que fueron inspiración para un proceso de generación de cultura “popular y revolucionaria” y de mitología, quizás sin parangón en el mundo por su desarrollo y amplitud.
Mientras se desencadenaba la Revolución Mexicana, en otros lugares de América Latina el modelo agregó personajes más subsidiarios del proceso de urbanización en marcha en ese momento. El tango, entre otros géneros, recogió esa tradición imaginaria y enalteció personajes ”de arrabal” que reflejaron la circunstancia urbanizadora alimentada tanto desde el ámbito rural cuanto desde la ola de inmigración europea. Desde luego que el proceso no es puramente latinoamericano como lo muestran figuras como Jesse James, Billy the Kid o Bonnie y Clyde en contextos históricos y sociales bastante diferentes.
El supuesto universal que apoya todos estos relatos de la cultura popular es una dicotomía ética que admite naturalmente ”la bondad“ de los pobres y la “intrínseca maldad” de los ricos y poderosos. La generalización de esta construcción imaginaria en los más diversos contextos históricos permite hacer la hipótesis que este modelo imaginario no es otra cosa que un dispositivo social destinado a procesar culturalmente y a resignificar los mecanismos de articulación y colisión que se dan en las líneas que, a la vez, separan y vinculan, los estratos sociales superiores de la sociedad con aquellos menos favorecidos. Los relatos populares (en tradiciones orales, musicales, gráficas, literarias, etc.) convergen hacia una recurrente mitología cuya función expresa es, como en toda mitología, tornar inteligibles distintos aspectos del mundo; en este caso, cierta circunstancia histórica y social de los sectores populares.
Lo que merece ser analizado con detenimiento es que, en la actualidad, este dispositivo de justificación cultural parece mantenerse no solamente vigente sino que aparece como “reforzado” y cada vez más generalmente “compartido”. Y ello a pesar de que muchas de nuestras sociedades evolucionaron, y evolucionan, hacia una forma de sociedad de clases medias que, teóricamente,debería desdibujar esas líneas de tensión y vinculación entre sectores altos y bajos de la sociedad.
En este contexto se advierte que la sub-cultura del mundo de la delincuencia ya prácticamente ha dejado de ser tal (una sub-cultura), y se ha integrado a la cultura popular y a los relatos que las sociedades contemporáneas registran como admisibles y hasta “admirables”. Este proceso es particularmente visible en algunos abordajes discursivos que nuestras sociedades dan a las nuevas formas de criminalidad. Veamos brevemente algunos ejemplos.
Un ejemplo de “reactualización” de la mitología popular a las nuevas formas de criminalidad y de su capacidad para instalarse en el discurso “aceptado” por las sociedades contemporáneas es la emergencia en muchos países (México, Colombia, Brasil o Argentina) de lo que se ha dado en llamar la ”narco-cultura”.
El ”narco-corrido” mexicano, distintas versiones de la cumbia villera o la música de los “favelados” presentados en el film brasileño “Tropa de Elite”, son éxitos de venta y son consumidos por todos los sectores sociales. El cine que tematiza la delincuencia ha dejado paulatinamente su mirada crítica sobre aquella y ha transitado de “la denuncia” a una suerte fascinación ante el universo delictivo. Los ejemplos son innumerables. Desde “La Haine” de Kassovitz, pasando por “Trainspotting” de Danny Boyle o “María eres llena de gracia” de Joshua Marton, son innumerables los films que presentan a los personajes populares vinculados a la violencia, a la delincuencia y a la droga como “héroes” o como “víctimas”, pero casi nunca como simples sujetos que hacen una opción ética cuestionable. Otro ejemplo pertinente es la cultura de “las maras” que se ha dotado de una estética, una “literatura” y hasta una religiosidad específica que constituyen el envoltorio cultural de estas nuevas formas de delincuencia sociales que reeditan y fortalecen el meollo de la mitología ancestral.
Todos estos ejemplos son, en un sentido, simples re-ediciones del viejo relato sobre la “delincuencia popular” pero, ahora, aparecen “integrados” al consumo cultural de la sociedad toda que asiste a una “producción cultural” auto-justificatoria que, en muchos casos, responde indirectamente a los intereses del crimen organizado. La pregunta que resulta imposible de evitar es la de: ¿hasta dónde nuestras sociedades van a soportar la banalización del crimen?