jueves, 16 de septiembre de 2010

DE LA LIBERTAD DE CIRCULACIÓN EN EL MUNDO GLOBALIZADO (2da. Parte)



En la nota editorial pasada vimos tres ejemplos, extraídos directamente de la actualidad internacional reciente, de las vicisitudes a las que se encuentran sometidos distintos grupos de emigrantes en la sociedad globalizada de hoy. Podríamos haber convocado cientos de ejemplos más o menos parecidos, más o menos cotidianos o más o menos crueles, que los reportados. Donde quiera buscar el lector, en las barcazas (o en los dobles fondos de los camiones) que pasan el estrecho de Gibraltar hacia España, en el flujo de indios o pakistaníes hacia los países del Golfo o en el tránsito de jóvenes mujeres de Rusia y del Este de Europa hacia las economías más desarrolladas siempre encontrará realidades más o menos parecidas, siempre pautadas por la discriminación, el racismo y la violencia. Las más brutales transgresiones a los derechos humanos, bajo la forma de extorsión, prostitución, trabajos forzados, tortura y/o asesinato puro y simple son eventos cotidianos y concretos en estos procesos.

Nadie ha de caer en la ingenuidad de creer que el fenómeno es radicalmente ”nuevo” y que los viejos y masivos procesos de migración de Europa hacia América, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, hubieron de ser un ejemplo de pulcritud ética. Los irlandeses, italianos y judíos en América del Norte, los españoles, italianos, vascos franceses, y también judíos, en Latinoamérica igualmente hubieron de sufrir periplos en condiciones enormemente difíciles.

Pero lo que es necesario resaltar es que, no solamente el mundo del siglo XXI es muchísimo más pequeño (por mejores medios de transporte) y está infinitamente mejor conectado (por nuevas tecnologías de la información y la comunicación):  es imprescindible recordar que el mundo de hoy lleva varias décadas elevándole loas a la globalización.

De manera muy esquemática, es posible afirmar que esta tan mentada globalización actual es el resultado de la importante revolución ideológica que se llevó a cabo en la década de los años 80. Aunque el proceso fue mucho más complejo de lo que se pueda expresar aquí, alcanza con retener que con el discurso que ecosiona en la década de los años 80 (las gestiones de Reagan (1981-1989) y de Margareth Thatcher (1979-1990) serían paradigmáticas), se modificó profundamente el orden que reinó en Occidente desde la crisis de 1929 hasta el fin de la Guerra Fría. El discurso en cuestión era una novedosa mezcla de componentes liberales injertados en un viejo discurso conservador (mezcla que la recibida expresión norteamericana ”neo-con” no recoge adecuadamente), de evidente raigambre anglo-sajona, y cuya lejana paternidad podrá ser rastreada en Burke.

En esa década se pusieron en marcha profundos procesos de liberalización y desregulación de los flujos de capital. Éstos obtuvieron posibilidades sumamente ventajosas para circular libremente en grandes áreas del mundo y condiciones de desregulación tan generosas que, para muchos, y no sin alguna razón, la crisis reciente que nos aqueja tiene alguna de sus raíces en esta euforia “liberalizadora” del sector financiero. También importante fue el proceso de liberalización del comercio que, aunque no avanzó tan notoriamente como el del sector financiero, permitió un fuerte crecimiento del comercio internacional. 

¡Y vaya si algunas de las loas dirigidas a esta globalización des-regularizada son más que justificadas en determinados ámbitos de las sociedades modernas! Aunque siempre amenazado por las sombras del proteccionismo, el comercio del mercado internacional creció vigorosamente durante la última década, con las excepciones de los años 2001 y 2009, doblando casi el crecimiento del PIB mundial, los movimientos de capitales usufructúan de una casi total libertad de circulación (o por lo menos usufructuaron de ese estatuto hasta la crisis del año pasado), los flujos de turismo se incrementaron significativamente y, tanto las comunicaciones como los productos culturales de todo tipo circulan como nunca antes en la historia. En buena medida la emergencia de los nuevos (grandes  y pequeños) actores del mundo contemporáneo como la China, la India y una miríada de países cuyos nombres nunca habían siquiera figurado ni en las estadísticas del comercio mundial, ni como partícipes del mundo financiero, ni como destinos turísticos, ni como usufructuantes de las redes de comunicación e información global.

Sin embargo, en todo este proceso de liberalización y desregulación a escala global (y por eso es importante el signo ideológico bajo el cual la mencionada revolución de la década de los 80 se llevó a cabo) nadie parece haber pensado que semejante transformación de las reglas de funcionamiento de factores claves de la economía requería también un replanteo coherente de las reglas que regulaban la circulación de los trabajadores a escala global.

Con la excepción de unos pocos países del Commonwealth y de algunos breves momentos de las políticas inmigratorias de los EE.UU y de Europa, la inevitable globalización de la circulación del trabajo, que la globalización del capital (y del comercio) imperiosamente requerían, se dejó tan o más estrechamente regulada que en el período anterior a los años 80. Sucedió obviamente lo previsible: por la vía de los hechos los grandes flujos migratorios crecieron y se orientaron consistentemente con el crecimiento y la orientación de los grandes flujos de capital. Pero, mientras que los últimos lo hacían sin violar norma alguna, los primeros se movieron en la opacidad, en la marginalidad, en la indocumentación, en la irregularidad administrativa o en la más franca ilegalidad.

En este contexto, a nadie puede sorprenderse que la categoría de trabajador migrante esté hoy indisolublemente ligada (salvo rarísimas excepciones) a condiciones altamente precarias. Las sociedades, todavía ”nacionales”, saludan la llegada de capitales extranjeros pero segregan la llegada de los trabajadores que esos capitales requieren; los electorados votan por la libertad financiera pero también votan por la expulsión de los trabajadores indocumentados; los partidos políticos impulsan la libertad de comercio y, al mismo tiempo, fomentan la discriminación y el racismo; los empresarios se esfuerzan por atraer turistas extranjeros pero reniegan de la presencia de trabajadores inmigrantes.

En pocas palabras, y en la medida en que la globalización llegó para quedarse, los problemas de criminalidad y violencia vinculados a la inmigración en esta incipiente sociedad global, sólo podrán ser enfrentados siempre y cuando se admita que también los trabajadores forman parte de la creciente globalización.