martes, 10 de marzo de 2009

LIBERTAD DE CONSCIENCIA, LIBERTAD DE EXPRESION, LIBERTAD DE PRENSA

LIBERTAD DE CONSCIENCIA, LIBERTAD DE EXPRESION, LIBERTAD DE PRENSA


“Agresiones físicas, acoso judicial, asfixia económica (negando publicidad institucional o subiendo los impuestos al papel), cierre de medios.
El último paso de los regímenes populistas latinoamericanos
es acomodar la ley a sus intereses y acabar con la libertad de expresión” .

Editorial de “El País” de Madrid
08/09/2009


La discusión que se está llevando a cabo en la Argentina a propósito del proyecto de ley sobre los Servicios de Comunicación Audiovisual no puede ser leída como un acontecimiento perteneciente exclusivamente a la coyuntura política de ese país. En el día de anteayer no es casualidad que en el Festival de Venecia el cineasta Oliver Stone (que debería dedicarse al cine ficción que es más lo suyo), hiciese una increíble presentación de un documental sobre el Presidente venezolano, Hugo Chávez, donde éste aparece como una “víctima denigrada” por los medios de comunicación.

No hay una sola persona informada en América Latina que no sepa que la prensa venezolana ha sido sistemáticamente presionada, hostigada y perseguida por este peligroso parlanchín. Pero lo mismo sucede (aunque con diferencias de estilo, sin lugar a dudas) en el Ecuador, en Nicaragua o en Bolivia. De la prensa en Cuba no corresponde opinar porque simplemente, la prensa como tal, hace décadas que ha sido suprimida. O sea que la nueva aventura de los Kirchner se inscribe, estrictamente, en una ofensiva continental contra la prensa, apoyada en jugosos argumentos económicos y en el uso mediático de la fama de los eternos artistas e intelectuales “bien intencionados”, siempre dispuestos a apoyar causas “populares” dirigidas por hombres providenciales que “ahora sí” van a salvar a sus pueblos.

Nada de esto es demasiado novedoso en América Latina si no es que, por primera vez, hasta donde tenemos memoria, aparece claramente la evidencia de la orquestación de una verdadera operación política y mediática internacional contra la libertad de la prensa llevada adelante por un buen número de gobiernos latinoamericanos. Y el asunto es suficientemente alarmante como para insistir, una vez más, sobre lo que debería ser -(como lo es en muchas partes)- una evidencia: la libertad de prensa es una de las bases de la democracia.

En sentido estricto, quizás es importante dejar en claro que una reivindicación acérrima del papel de la prensa y de la más estricta libertad para ella, es mucho más que una defensa de la prensa. Prensa hay buena, regular y mala. Pero, por las razones que pasaremos a explicar, es necesario defender incluso la libertad de aquella prensa con la cual uno no comparte ni contenidos, ni procedimientos, ni ética. El único límite a esa libertad es el ordenamiento legal vigente si es que éste es respetuoso del derecho inalienable de los ciudadanos a la libertad de consciencia y a la libertad de expresión.

En la tradición política de la democracia liberal, la libertad de prensa es un subproducto histórico, relativamente reciente, de un largo trayecto de afirmación de la libertad del individuo que hunde sus raíces allá por el siglo XVI. Y no porque la “Relaciones“, editadas en Frankfort o los “Canards” franceses de esa época fuesen verdaderos periódicos. Como tampoco lo eran las gacetas semanales españolas (La Gaceta de Madrid) o las francesas como “La Gazette” o “Le Mercure Galant” del siglo siguiente. Es recién a inicios del siglo XVIII, en Inglaterra, cuando se puede rastrear la aparición de una publicación diaria que mereciese el nombre de “periódico”.

No, la defensa de la prensa como un elemento fundamental de la democracia liberal es algo decisivo porque tiene sus raíces en la aparición de las nociones de libertad de conciencia y de tolerancia en una Europa que las hizo suyas como forma de salir de los males de las guerras de religión y que están en la base de la secularización de nuestras sociedades modernas.

Por ello, la primera idea de tolerancia aparece como “tolerancia religiosa”. Aunque los Países Bajos y Ginebra fueron las sociedades que más tempranamente practicaron la tolerancia y ciertas formas de libertad de consciencia, quizás fue el edicto de Nantes, que autorizó la libertad de cultos en Francia -(al menos hasta que otro mandamás emperifollado lo revocase en 1685)-, el ejemplo más conocido de cómo Occidente fue estableciendo, en la noción de tolerancia religiosa primero y política después, las razones medulares por las cuales, en cualquier caso, la prensa ha de ser libre.

En defensa de la tolerancia se suelen traer a colación dos textos muy conocidos: “A letter concerning tolerance” escrito por John Locke, y no por casualidad publicado en Holanda en 1689, y el “Traité sur la tolérance” (á l´occasion de la mort de Jean Calas”) de Voltaire que data, a su vez, de 1763. Aunque ampliamente reconocidos como dos de las fuentes más notables de la necesaria libertad de conciencia que debe reinar en las sociedades modernas secularizadas, su fama posterior es algo desmesurada.

El primer texto de Locke es, en realidad, bastante poco tolerante, se limita a propugnar la libertad de culto y está lejos de consagrar realmente la noción de libertad de conciencia. Prohibe explícitamente el ateísmo y le niega la libertad de culto a las religiones cuyos fieles “…se sometan ipso facto a la protección y servicio de otros príncipes…”: en otras palabras, el texto deja explícitamente abierta la puerta para que se le niegue la libertad de culto a la Iglesia Católica en Inglaterra.

Por su parte, la obra de Voltaire está estrechamente vinculada a un acontecimiento que hoy llamaríamos “de crónica roja” y de abuso de la justicia. La muerte, por suicidio, de un hombre en la ciudad de Toulouse, y la injusta ejecución como homicida, de un hugonote, Jean Calas, acusado de esa muerte y sentenciado por un tribunal católico. Aunque bastante más liberal que la Carta de Locke, el trabajo de Voltaire no organiza un abordaje general del problema de la libertad de conciencia y nunca se separa realmente del acontecimiento detonador de su “Traité”. Como muchas veces en la obra de Voltaire, su texto es más una brillante polémica que una construcción teórica realmente sólida.

En honor a la verdad, el primer autor -(desgraciadamente muy poco conocido en nuestras latitudes)- que efectivamente propone en su obra una argumentación a propósito de la necesaria libertad de consciencia y de la más absoluta tolerancia ante las opciones religiosas será el filósofo francés Pierre Bayle. En sus textos, “Pensées diverses sur la comète” (1683), “Ce que c´est que la France toute catholique sous le règne de Louis le Grand” (1686), “Addition aux Pensées diverses sur la comète” (1694), la “Réponse aux questions d´un Provincial” (1703) y la “Continuation aux Pensées diverses sur la comète”, (1704) establecerá, contra católicos y protestantes, y aún en defensa del ateísmo, las bases filosóficas de la moderna libertad de consciencia y de la tolerancia religiosa que deben reinar en una sociedad moderna y secularizada.

La libertad de expresión -(derecho inalienable del individuo establecido en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948)- tiene entonces como fundamento la libertad de conciencia y la necesaria certidumbre que la sociedad y la autoridad practican, efectivamente, la más absoluta tolerancia, en un principio religiosa y, modernamente, religiosa y política, para con las más diversas expresiones de los individuos. A su vez, la “libertad de imprenta”, o “libertad de prensa”, se tranforma en la manifestación práctica, en la concreción de toda esta secuencia de derechos que se le reconocen al individuo. A “contrario sensu”: toda limitación a la libertad de prensa es una forma de cercenar la libertad de expresión, una manifestación de intolerancia y una violación a la libertad de conciencia.

Nadie ignora que, en esta “sociedad de la información” en que vivimos-(que es bastante menos que una “sociedad de libre expresión”)- hay fuertes grupos de interés y conglomerados corporativos que, especializados en “la información”, no favorecen en nada ni la libertad de conciencia, ni la libertad de expresión, ni la tolerancia. Pero si algo está claro es que, en ningún caso, es la autoridad política la que debe auto-adjudicarse la potestad de evaluar la calidad del funcionamiento de la prensa. Esa es tarea de la ciudadanía.

Estos populismos autoritarios latinoamericanos, que se han coaligado para erigirse en una suerte de “Inquisición Popular” destinada a decidir qué prensa es “buena” y qué prensa es “mala”, están violando, abiertamente, no solamente la Declaración de los Derechos Humanos: están atropellando la democracia y las bases mismas de toda nuestra tradición política, cultural y filosófica.