En el Semanario "Búsqueda", del jueves 30 de abril, el reconocido periodista uruguayo, Danilo Arbilla, publicó en su columna semanal un artículo titulado: "¿Democracia sin prensa y sin Justicia?".
En el artículo en cuestión Arbilla aborda, algo parcialmente, una cuestión cuyo tratamiento no es posible eludir por mucho tiempo más: la instauración, durante la última década, de una ola de gobiernos llamados de "izquierda", "progresistas" o "populistas" -(la academia, entre tanto, discute sobre la terminología)- y la relación exacta existente entre sus prácticas políticas y el carácter pretendidamente democrático de esos gobiernos. Arbilla argumenta, con razón, que un buen número de países de la región parece estar acomodándose a una convivencia supuestamente natural entre democracia y ausencia de libertad de prensa y/o inexistencia de un poder judicial autónomo del poder político.
Dejando de lado países como Cuba o Haití, donde toda discusión del tema constituye un ejercicio surrealista, el diagnóstico parece acertado. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Argentina, Guatemala, etc., son países cuyos gobiernos revisten como gobiernos democráticos pero, al mismo tiempo, muchas de sus decisiones levantan serias dudas sobre la legitimidad de las modalidades concretas utilizadas para ejercer el poder.
El problema, como también afirma Arbilla, no es de ahora. Desde hace mucho tiempo existió en América Latina una modalidad particularmente perniciosa de “autoritarismo democrático” (expresión que constituye una típica “contradictio in adjectio”) que, generalmente bajo el rótulo de “populismo”, sacó simultáneamente, patente de corso en el discurso político de nuestra modernidad y legitimidad teórica en el terreno académico.
En lo relativo a lo político, Arbilla recuerda con acierto que, allá por mediados del siglo pasado, los Perón, los Somoza, los Vargas, los Trujillo, los Stroessner o los "tlatoani" príistas se decían democráticos porque, efectivamente realizaban “sus” elecciones. Y este recurso, amañado en muchos casos, pero, a veces, razonablemente ejecutado, resultaba eficaz. Y ello porque la mayoría de esos gobiernos (que, cuando teníamos 20 años, llamábamos “demokráticos” en nuestra jerga estudiantil), en modalidades diversas aseguraban una aceptable gobernabilidad basada en la combinación de tres elementos fundamentales.
Primero, cierta “legitimidad” política basada en la promoción sistemática de una adhesión irracional de “las masas” -(que no de “la ciudadanía”)-, a los líderes arriba mencionados y motorizada por el crecimiento económico derivado de una coyuntura económica internacional favorable y del proceso de sustitución de importaciones que la primera permitía financiar;
Segundo, el ejercicio autoritario del poder mediante el uso combinado de la represión, mayoritariamente orientada hacia las élites políticas y culturales de oposición, y la satisfacción, estatalmente regulada, de demandas "populares" -(algunas, legítimas, otras terroríficas)- que esas masas “protociudadanas” requerían. Esencialmente: distribución de dádivas y honores, sindicalización oficialista y progubernamental, democratización de la corrupción , clientelismo desenfrenado, obra pública “monumentalista”, retórica internacional “beligerante”, oposición oficialmente dirigida, castigos ejemplarizantes a familias pudientes o personajes notorios, etc. En pocas palabras: toda la parafernalia de la manipulación autoritaria en la que América Latina ha descollado internacionalmente.
Tercero, el apoyo explícito (a los Somoza, Stroessner, Pérez Jiménez, etc.) o subrepticio (a Perón o al PRI) de los EE.UU. que, desquiciados por el macartismo y la lógica de la Guerra Fría, consideraban “elecciones democráticas” cualquier clase de gimnasia electoral que permitiese asegurar, falseando impunemente el espíritu original de la doctrina Monroe, la fidelidad de todo tipo de aliado, siempre que garantizase la dosis adecuada de anticomunismo que ellos necesitasen.
Este estado de cosas fue quebrantado por dos acontecimientos decisivos: el agotamiento del crecimiento basado en la sustitución de exportaciones y la Revolución Cubana. La década de los años 60 fue el momento en que ambos procesos convergieron.
Económicamente, terminadas la alta demanda de materias primas y la escasez de productos manufacturados causados por la Segunda Guerra Mundial y subsiguiente Guerra de Corea, un número importante de países latinoamericanos vieron su crecimiento detenido o francamente deteriorado. El “autoritarismo democrático” se quedó sin gasolina para seguir financiando sus dislates: el estado populista, basado en el uso indiscriminado de la caja fiscal, ya no pudo financiar los costos de sus mecanismos de gobernabilidad.
Políticamente, por otro lado, Fidel Castro renegó de aquel contradictorio y tradicional populismo latinoamericano y optó, abierta y francamente, por el totalitarismo “marxista-leninista”. Si sólo hubiese sumido a Cuba en la dictadura, las cosas no habrían tenido mayor trascendencia continental. Pero lo que sucedió fue que Fidel y sus aliados soviéticos decidieron promover el modelo totalitario a lo largo y a lo ancho de América Latina.
Atrapados entre la pinza fatal de la falta de recursos y la reacción política (sustantivamente apoyada por la IIIa. Internacional y Fidel Castro) de las bases del populismo que, súbitamente, vieron agotada la mecánica del clientelismo, el distribucionismo corrupto y las dádivas estatales, los gobiernos “demokráticos” tradicionales de América Latina fueron cayendo como fichas de dominó. Los gobiernos populistas fueron desplazados, entre la mitad de los años 60 y la primera mitad de los 70, por dictaduras militares que, en su mayoría, si no llegaron a calificar como totalitarismos fue sólo porque carecían de esa “idea fuerza” medular que caracteriza a todo que merece el nombre de totalitario. Porque, en lo que respecta a sus métodos, cabe recordar que “no le cedían la derecha” a nadie.
Se abrió, entonces, la era de los Castello Branco, los Gregorio Álvarez, los Pinochet, los Videla, los Banzer, incluso los Velasco Alvarado. Por limitado que fuese el contenido democrático del ordenamiento constitucional vigente durante el período populista, éste resultó ser inapropiado para los regímenes militares emergentes. América Latina, en un significativo número de países, cayó en la era de las dictaduras. No solamente las constituciones fueron violadas: sencillamente se inventaron textos “ad hoc” para poder llevar a cabo los objetivos de estos nuevos regímenes donde las Fuerzas Armadas se fagocitaron gobiernos y aparatos de estado.
No es este el lugar para intentar un ranking de los horrores del período pero, dejando siempre a Cuba y Haití del lado, es presumible que Chile y Argentina se lleven las palmas en materia de ejercicio desaforado del poder. En grandes líneas, durante más de una década los países de América Latina experimentaron niveles de represión, de violación de los derechos humanos, de ignorancia total del estado de derecho, probablemente desconocidos desde algunos períodos muy especiales del siglo XIX. Y, sin embargo, aun así, hubo regímenes como el brasileño -(y varios más)- que se dieron el lujo de organizar un “partido de oposición” y hasta hubo “elecciones” organizadas al sólo efecto de legitimar una situación de dictadura de hecho claramente consolidada.
Cabe señalar que, con la única excepción del gobierno de Jimmy Carter que intentó algún distanciamiento de estas dictaduras que competían entre sí por la ignominia, los gobiernos norteamericanos resultaron siempre aliados de estas dictaduras que, bajo la excusa del anticomunismo, practicaban de hecho distintas versiones de la más brutal tiranía.
En la década de los años 80, la situación se revirtió. En un gran número de países se asistió al retorno, no sólo de elecciones llevadas adelante correctamente. Vimos el retorno, más o menos exitoso de la democracia en sentido estricto. Es decir elecciones llevadas adelante con garantías, poliarquía partidaria, ejercicio irrestricto de todas las libertades. En otros términos, se instalaron regímenes democráticos que cumplían con los requisitos de la “democracia mínima” que, en su momento, definiese tan precisamente Norberto Bobbio . Es decir regímenes políticos con 3 características básicas:
Que las decisiones del gobierno fuesen tomadas de acuerdo a reglas que estableciesen, precisamente, quienes son los individuos autorizados para tomarlas y cuáles son los procedimientos que deben seguir dichos individuos autorizados para que sus decisiones sean obligatorias; que la regla fundamental de la democracia, la regla de la mayoría, fuese el mecanismo fundamental para legitimar las decisiones, y que para que éstas dos condiciones anteriormente citadas funcionasen, era necesario que, aquellos llamados a elegir a quienes deberán decidir tengan alternativas reales de elección y gocen de todos los derechos inviolables del individuo. Es decir no solo libertad de prensa y autonomía del poder judicial. Todas las libertades del individuo para elegir y en una situación de poliarquía: es decir elegir entre varias opciones razonablemente equivalentes.
En buen romance: lo que se comenzó a instalar hacia mediados de los años 80 en América Latina fue la única forma de democracia que merece esa apelación: la democracia liberal y no un régimen electoral de selección de autoridades donde no están dadas ni las condiciones ni las libertades fundamentales que tan precisamente establece Bobbio. Seguramente por ello (y por otras razones económicamente más determinantes), lentamente, las condiciones económicas de la región, con excepciones conocidas, comenzaron a mejorar.
Lo que resulta alarmante es que, en efecto, en cuanto la economía regional comenzó a dar ciertas tímidas señales de bonanza desde inicios del nuevo siglo, en América Latina comenzaron a instalarse gobiernos que se consideran "democráticos" porque han ganado elecciones en las que no se cumple ninguna, o casi ninguna, de las otras condiciones de la democracia tal como ésta fuese definida.
Hoy tenemos una América Latina poblada de "democracia populista", "democracia bolivariana", "democracia indigenista", etc., etc., y no puede ser casualidad que en todas estas "novedosas" democracias no solamente aparecen reiteradas violaciones a la libertad prensa y recurrentes desconocimientos y/o avasallamientos del poder judicial como señala Arbilla. Reaparece un frenesí de reeleccionismo presidencial, reaparece la institucionalización de la corrupción, reaparece el clientelismo desenfrenado, reaparecen viejas y nuevas variedades de corporativismo sindical, reaparece la agresividad en el discurso de política internacional. etc. En otros términos: todo parece indicar que estaríamos, nuevamente ante una nueva generación de gobiernos "demokráticos" que emerge de la mano de un sempiterno populismo que resurge en la escena política.
Como muy rara vez la historia se repite es prudente conservar el uso del condicional pero, en cualquier caso, lo que sí es cierto, es que la democracia retrocede vertiginosamente en América Latina.
.- “Los muchachos peronistas” es la expresión consagrada para designar, en la Argentina, a las hordas oficialistas que asolaron impunemente los objetivos gubernamentalmente designados o aleatoriamente elegidos por la lógica de la patota.
.- La expresión ampliamente utilizada, aun hoy, por las nuevas clases medias mexicanas nacidas a la sombra del populismo del PRI que reza: “La Revolución me hizo justicia” es el mejor ejemplo de esta práctica de generalización de las corruptelas basada en la participación popular en el botín que el populismo utilizó (y, como veremos, utiliza hasta la fecha, por ejemplo, en la Argentina) como recurso para conseguir gobernabilidad e impunidad al unísono.
.- En México, donde no hubo ruptura constitucional alguna ni intromisión militar y donde las elecciones se llevaban a cabo con total regularidad, el PRI resultaba ser el gran financista y dirigente de una oposición destinada a vestir de democracia dichos eventos electorales.
.- El tema no puede ser desarrollado en este corto artículo pero hubo dictaduras, como la guatemalteca, que llegaron a perder en buena medida el apoyo norteamericano en virtud de la barbarie con la que se manejaron quedando internacionalmente aisladas con el único socio de la antigua Sudáfrica del “apartheid”.
.- "El futuro de la democracia", F.C.E.. México, 1986, pp.14-15.