La Gran Revuelta norteamericana
Hace poco más de un año los estudiantes de la Universidad de Yale 
se preparaban para disfrazarse para el Halloween. Sin embargo, el campus
 estaba convulsionado porque la administración universitaria había 
pedido en una circular a los alumnos que por favor no se disfrazasen de 
personajes de grupos minoritarios, históricamente oprimidos: nada de 
indios piel rojas, por favor. Una profesora, tutora de uno de los 
dormitorios, sintió excesiva esa prohibición y protestó, alegando que 
mejor dejaran a los muchachos disfrazarse como les pareciera. Un grupo 
de alumnos montó en cólera y a gritos le reclamó al marido de la osada 
profesora el derecho de los jóvenes a sentirse “seguros” en la universidad.
El 8 de noviembre de 2016 los norteamericanos hicieron lo impensable:
 eligieron como su presidente a un hombre notoriamente inepto para el 
cargo. El primer presidente negro de los Estados Unidos le entregará el 
poder a Donald Trump, quien fue apoyado en su campaña por el Ku Klux 
Klan. Su agenda política hizo presentables y exitosos la xenofobia, el 
racismo y el sentimiento anti inmigrante. ¿Están relacionados estos dos 
sucesos?

En 1991 el crítico cultural Christopher Lash trataba de dar cuenta de
 la rebelión derechista de Ronald Reagan que barrió el horizonte 
político norteamericano en los ochenta. Lasch, un hombre de izquierda, 
pero conservador cultural, tenía una explicación que incomodaba a las 
élites progresistas. “La tenaz creencia en el progreso”, pensaba Lasch, 
“hacía que fuera muy difícil para la izquierda el escuchar a quienes 
decían que las cosas se caían a pedazos.” 
Este segmento había perdido 
contacto con quienes habitaban en esa vasta franja de territorio que se 
extendía entre las dos costa del país; la zona sobre la cual las élites 
globales “volaban”, pero en donde casi nunca aterrizaban. La izquierda 
confundía el profundo malestar social –económico y cultural– 
experimentado en la América profunda con los dolores temporales 
ocasionados por el imparable, y necesario, proceso de modernización. 
Esta era, pensaba Lasch, la reyerta de la izquierda con los Estados 
Unidos. “Si la gente en la izquierda se sentía alienada de los Estados 
Unidos era porque a sus ojos la mayoría de norteamericanos se rehusaba a
 aceptar el futuro. En lugar de ello se aferraba a hábitos de 
pensamiento atrasados, estrechos, que le impedían cambiar con los 
tiempos”. (The True and Ony Heaven). Veinticinco años después 
los rezagados, los deplorables, quienes no creían en el progreso 
globalizado, interracial y multicultural se levantaron una vez más en 
insurgencia electoral para mostrarse impúdicos ante las élites formadas 
en Yale y Harvard, esas que regulan los disfraces de los estudiantes. La
 violencia de esta revuelta es inaudita.
La insurgencia de la América profunda de los ochenta fue contenida y 
canalizada por el partido republicano. Nunca amenazó con romper el 
esquema bipartidista tradicional. Reagan podía ser un actor de 
Hollywood, pero no era un hombre anti sistema, como sí lo es Donald 
Trump. La Gran Revuelta actual tiene como su blanco el establishment de
 Washington. Son las políticas tomadas en esa distante ciudad de nadie 
las que supuestamente les han fallado a los votantes de Trump. 
El 
problema es que Washington significa, simultáneamente, muchas cosas: la 
profunda transformación del trabajo y la economía global, la 
diversificación étnica del país, la desigualdad social y el fin de la 
movilidad para un segmento que durante tres generaciones había visto sus
 destinos mejorar. Si algo, el fenómeno es sólo parcialmente económico. 
Por más de veinte años el abismo que Lasch describió en los noventa 
entre las élites ilustradas y la América profunda creció y se profundizó
 al grado de hacerse, literalmente, insalvable. En realidad, al paso de 
los años dos naciones bien distintas han cuajado en el gran macizo 
continental. Dos naciones que se recelan mutuamente y que se aborrecen 
como resentimiento. Sólo ha quedado el Pluribus. 
Ese 
sentimiento de agravio fue el que Trump capitalizó y por ello su 
vulgaridad fue un activo desde el comienzo de la contienda. Mientras que
 las élites se entretienen normando los disfraces de sus privilegiados 
estudiantes, los blancos de clase media baja, en el campo y en los 
páramos postindustriales, ven sus trabajos desvanecerse en el aire, sus 
creencias ridiculizadas, su sensibilidad anti intelectual denigrada por 
los cosmopolitas habitantes de las metrópolis y los campus 
universitarios. Y ese es el caldo de cultivo propicio para el populismo 
antiliberal que encuentra chivos expiatorios por doquier. 
La revuelta de las masas que tiene lugar en Estados Unidos podría 
tener como resultado la destrucción del sistema político norteamericano 
como lo conocemos. Desde las primeras décadas de la República ese país 
no había experimentado nada como esto. El fenómeno de democracias que se
 suicidan no es desconocido, pero la democracia liberal más antigua de 
la historia nunca había estado en una situación donde un quiebre 
democrático fuese posible. Ahora lo está y ello tiene insondeables 
consecuencias para el mundo.
José Antonio Aguilar Rivera
REVISTA “NEXOS”. 
México D.F.  
9 noviembre, 2016 
José Antonio Aguilar Rivera
Investigador del CIDE. Autor de La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 y Cartas mexicanas de Alexis de Tocqueville, entre otros títulos.