Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano. Consultor independiente
Director del Observatorio de las Ideas
20/09/2016
Hay varias formas de intentar parar el ascenso de lospopulismosxenófobos y anti europeos. Una es, evidentemente, atajar las causas de su crecimiento: ayudar a los perdedores de la reciente crisis y de la globalización,
afrontar los medios securitarios e identitarios que se han disparado
con los atentados yihadistas en Europa, y, en general, abordar los
problemas que preocupan a los ciudadanos. El discurso general de los
líderes políticos puede pesar. Puede ser valiente, en defensa de los
valores democráticos y liberales (en el sentido original de este
término), del reconocimiento del otro, de su acogida controlada y de la
interculturalidad. O dejarse contaminar por esos populismos y asumir
parte de sus planteamientos.
La
cumbre informal (no podía de ser de otra manera sin el Reino Unido) en
Bratislava de los 27, ha demostrado que la UE aún no ha recompuesto los
platos rotos, ni se ha fijado un nuevo futuro colectivo sugestivo. Unos
días antes, el presidente de laComisión Europea, Jean-Claude Juncker, en el Parlamento Europeo, en sudiscurso sobre el Estado de la Unión,
había venido a reconocer un cierto fracaso europeo, incluso personal,
al asegurar que “en nuestra Unión incompleta, ningún liderazgo europeo
puede sustituir al liderazgo nacional”. Pero había desgranado una serie
de propuestas mucho más a ras de tierra que un año antes, si bien aún
con un enfoque excesivamente tecnocrático y falto de claridad de futuro.
Mientras, en sucarta antes de Bratislava, el presidente delConsejo Europeo,
Donald Tusk, que en la capital eslovaca exigió una “honestidad brutal”,
se mostró más pesimista. Quería evitar que la UE no saliera más
desunida de lo que entraba a la reunión. Se consiguió a costa de lanzar
la pelota hacia delante, hacia un acuerdo general, una nueva hoja de
ruta, en la celebración del 60 aniversario del Tratado de Roma en marzo
próximo. De momento,la insistencia es sobre la seguridad interior y exteriory algún guiño hacia los jóvenes en ladeclaración final,
pero tendría que haberlo hecho también hacia todos los parados de larga
duración, o a los que sólo consiguen trabajos precarios y mal pagados,
mientras lacuestión de los refugiadosse ha disimulado debajo de la alfombra.
Ejemplo de discurso valiente es el de la canciller alemana,Angela Merkel, a la que el Financial Timesconsidera “indispensable pero insuficiente”, quien, tras la derrota de su partido democristiano en las elecciones de suLand,
Mecklenburg-Pomerania Occidental, donde quedó por detrás del AfD, la
anti-inmigración y antieuropea Alianza por Alemania, no se dejó llevar
por esos vientos sino que defendióuna Europa y una Alemania abiertas.
Para Merkel, los políticos sensatos –frente los populistas, “a los que
no les interesan las soluciones”– “tenemos la responsabilidad de moderar
nuestro discurso. Si empezamos a dirigir nuestras palabras y acciones
hacia donde lo hacen aquellos que no están interesados en ofrecer
soluciones, perderemos la orientación”. Merkel recordó que “el
terrorismo no es un problema nuevo que llegó con los refugiados”. Es
verdad que lo que ha hecho la UE, con la colaboración de Turquía, aunque
de forma insolidaria –salvo en un cierto reparto del coste financiero–,
le ha facilitado a Merkel defender su posición. Su gobierno estima que
este año recibirá en torno a 300.000 solicitantes de asilo, frente a los
más de un millón el año pasado.
Merkel
reconoció que las preocupaciones de los votantes “fundadas o
infundadas, deben ser tomadas en serio (por) todos nosotros en esta
cámara”, como señaló en el Parlamento, al que acude constantemente,
además de a la televisión, incluso para explicar su posición tras una
elección regional. Se mostró “bastante segura de que, si resistimos esto
y nos ajustamos a la verdad, todos ganaremos… y así recuperaremos lo
más importante que necesitamos: la confianza del pueblo”.
El domingo pasado, en las elecciones en elLand-Ciudad
de Berlín, la CDU siguió cayendo con lo que el discurso de Merkel no ha
parado su sangría, y la AfD ha entrado en el parlamento regional. Y
tras el varapalo en estos comicios, Merkel se ha visto forzada a cambiar
su discurso y a reconocer que se equivocó al no calibrar bien las
dificultades que suponía la llegada masiva de refugiados, distanciándose
de la famosa frase “Wir schaffen das” (podemos hacerlo). Ya antes sus
socios bávaros de la CSU se habían puesto a reclamar una inmigración
prioritariamente cristiana y, en la coalición gubernamental, el ministro
de Economía, Sigmar Gabriel, se ha distanciado del TTIP (Acuerdo de
Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos, en
negociación).
Como el presidente socialistaFrançois Hollandey su primer ministro Manuel Valls, que este verano han apoyado la prohibición por algunos alcaldes del llamadoburkinien
las playas, aunque el Consejo de Estado la echó atrás. En este discurso
contaminado por el del Frente Nacional está también el expresidente
Nicolas Sarkozy, aspirante a candidato republicano (centro-derecha) en
las primarias para las próximas presidenciales. Su principal rival,
Alain Juppé, está en una postura mucho más moderada, que no parece
dejarse contaminar por Le Pen en un país duramente castigado por el
yihadismo, sí, pero con casi cinco millones de musulmanes, en su mayoría
ya franceses nacidos en Francia.
Desde fuera de la UE, pero casi como si lo estuviera, desdeNoruega,
un país en el que ha crecido un movimiento xenófobo, su habitualmente
discreto rey Harald V, en una breve intervención en una reciente fiesta
en al jardín de palacio ante el primer ministro y otras autoridades,
explicó cómo sus abuelos habían llegado de Dinamarca e Inglaterra hace
110 años. Y afirmó: “Los noruegos son chicas que aman chicas, chicos que
aman chicos, y chicas y chicos que se aman entre sí. Los noruegos creen
en Dios, Alá, el Universo y nada”.
“Mi
mayor esperanza para Noruega”, prosiguió el rey, “es que seamos capaces
de cuidar los unos de los otros. Que sigamos construyendo este país,
sobre una base de confianza, compañerismo y generosidad de espíritu. Que
sintamos que somos –a pesar de nuestras diferencias–un pueblo. Que Noruega esuna”. Son unas palabras que han tenido una amplia repercusión mucho más allá de su país.
Tras lareunión del G-20en Hangzhou, donde varios dirigentes,como bien ha recordado Federico Steinberg,
han expresado haber entendido el creciente rechazo social a la
globalización, varios gestores de instituciones internacionales
abiertamente globalistas han apelado a los políticos a hacer algo a
favor de los que se han quedado atrás en la crisis y en la
globalización. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, hizo
un llamamiento a las instituciones de la UE para que se volcaran más
sobre la redistribución, la desigualdad, el empleo y la inseguridad de
los que lo encuentran, para frenar a los populistas. También la
directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, se
pronunció en un sentido parecido para lograr que “la globalización
funcionara a favor de todos”.
¿Está
cambiando algo? Podría parecerlo. No hay que callarse frente a los
contrarios a la hora de defender Europa, aunque sea “otra” Europa, pues
Europa ha de cambiar. Pero, como Merkel está comprobando, tampoco el
discurso de la valentía es garantía de éxito.
In January 2015, after jihadists attacked the Paris offices of the satirical magazine Charlie Hebdo, killing 12 people, European leaders linked arms to lead a procession of millions through the French capital, chanting “Je suis Charlie”
(I am Charlie) in an expression of solidarity with the victims and
contempt for their killers. Muslims all over the world also condemned
the attacks, as did a number of Islamist organizations, including
perhaps the most influential one—the Egypt-based Muslim Brotherhood, which posted a statement on its English-language website denouncing the “criminal attack” and stating that “true Islam does not encourage violence.”
Not all of the group’s adherents approved of that message, however. A
month after the killings, a Muslim Brotherhood activist in Turkey told Shadi Hamid,
an expert on political Islam, that she disagreed with the
organization’s decision to issue the statement. Like many other
mainstream Islamists, she opposed the Paris attack but felt that
Islamists should refrain from loudly condemning it because few in the
West had spoken out after Egyptian security forces massacred
800 Brotherhood members who were peacefully protesting in Cairo in
August 2013. “Our blood is shed day and night and no one pays any
attention,” she said. “Our blood is licit, but theirs isn’t. . . . The
world’s balance is off.”
That sense of imbalance pervades Islamist organizations of all
stripes. Perceived as aggressors, they see themselves as victims;
condemned as intolerant, they complain about intolerance of their views.
What is indisputable is that even after 15 years during which the
intersection of politics and Islam has been a major theme in world
affairs, Islamism remains poorly understood, especially in the West. Two
recent books tackle the subject, primarily by considering the crises
roiling the Middle East and examining Islam’s role in the turmoil. Both
books succeed in explaining the dilemmas, paradoxes, and confusion
facing political actors in the world’s most volatile region, although
each author emphasizes different factors.
Hamid, an Egyptian American who is a senior fellow at the Brookings
Institution and who served for a number of years as the director of
research at the think tank’s center in Qatar, structures Islamic Exceptionalism
around a specific question: In order for the region’s Muslim-majority
states to become liberal democracies, must Islam undergo the kind of
reformation through which, in the West, Christianity was ultimately
subordinated to the principles of the Enlightenment, such as freedom of
speech, religious choice, and the idea that legal governance should
issue from the popular will? Or can the Islamic world arrive at some
form of Muslim democracy by following a different path whereby Islam
would maintain its centrality as a private faith and public discourse
even though it would remain at odds in many ways with Enlightenment
ideals? Hamid argues that the second outcome is more likely. In his
view, politics is far more integral to Islam than to Christianity—which
has traditionally relied on the God/Caesar distinction to separate the
holy from the worldly—and thus the Muslim world is unlikely to witness a
replay of the West’s journey toward liberalism, which depended on
separating church and state.
In his book, Tarek Osman, an Egyptian writer and broadcaster known to British radio audiences for his 2013 BBC series The Making of the Modern Arab World,
considers many of the same issues as Hamid. But in contrast to Hamid,
who takes a comparative historical approach, Osman views Islamism
through a more sociological lens, identifying it as the site of a
“social battle—over identities, frames of reference, the role of
religion, the nature of governance, and the meaning of being Arab,
Turkish, or Persian.”
Although Osman’s account is more nuanced, Hamid’s approach offers
greater clarity. By exploring the provenance of Enlightenment ideals and
questioning their claims to universality, Hamid argues that Islam is
fundamentally different from Christianity and that this difference has
“profound implications for the future.” He adds:
This admittedly is a controversial,
even troubling claim, especially in the context of rising anti-Muslim
sentiment in the United States and Europe. “Islamic exceptionalism,”
however, is neither good nor bad. It just is, and we need to understand
it and respect it, even if it runs counter to our own hopes and
preferences.
WATCHING CAIRO FROM TUNIS
Although both books delve into Islamic history, they are primarily
concerned with recent developments—especially the failure of the Arab
revolts of 2010–11 to generate what Hamid terms “a legitimate, stable
political order.” That failure has resulted in the restoration of
authoritarian structures and at the same time has opened up space for
more radical forms of resistance, such the jihadist violence of the
self-proclaimed Islamic State
(also known as ISIS). Hamid is particularly interested in the contests
that pitted Islamists against secularists after the revolts in Egypt and
Tunisia that led to the fall of the Mubarak and Ben Ali regimes,
respectively. After toppling their tyrannical leaders through popular
movements, both countries elected governments dominated by Islamists.
But at that point, their paths diverged—although not quite as
dramatically as it might appear.
In the summer of 2013, Egypt’s military ousted the
elected Islamist president, Mohamed Morsi. General Abdel Fatah el-Sisi
assumed the presidency and ushered in the return of authoritarian rule.
The military coup was preceded by massive demonstrations—perhaps the
largest in Egyptian history—organized by Tamarod (Rebellion), a movement
spearheaded by liberals and secularists alarmed by what they saw as
Morsi’s plan to Islamize Egyptian society. Egyptian media outlets fanned
these anxieties, as Osman relates:
Dozens of articles by leading
journalists decried “the path towards becoming Afghanistan.” Artists and
prominent women activists accused the Islamists of a condescending view
of women: “seeing us as mere sexual objects,” “they think with their
lower halves.” Some swore to fight for the right of Egyptians not to be
led by “imams,” even if those imams had come to power through the ballot
box. Irrespective of the change in the Brotherhood’s thinking and
rhetoric since the [mid-twentieth century], its dramatic move from being
an illegal group to the party ruling Egypt left many Egyptians,
especially in the upper-middle classes, disoriented and fearful.
Alaa Al Aswany, perhaps the best-known contemporary novelist in Egypt
and the Arab world, warned in a series of articles that the Islamists
were using religious slogans to convince the lower-middle classes and
the rural poor—traditional Brotherhood supporters—that being a “good
Muslim” meant supporting a conservative agenda that ran counter to
Egypt’s “long, beautiful, resplendent, and plural identity.” Osman sees
this polarization, fanned by “media organizations with close links to
Mubarak-era power groups,” as crucial to the public delegitimization of
Morsi’s government, which was already reeling from the collapse of
foreign investment and tourism. The stage was set for the coup after
Morsi responded to such challenges by issuing a constitutional
declaration granting himself unlimited authority to enact legislation
and investing his presidential decrees with retroactive immunity from
executive or judicial review
In Tunisia, a similar contest between Islamists and secular forces emerged after the dictatorial president Zine el-Abidine Ben Ali
was toppled in January 2011. Educated elites and the upper-middle
classes had long benefited from Ben Ali’s rule and were adamantly
opposed to the long-outlawed but suddenly resurgent Islamist party
Ennahda, which won the largest number of seats in the elections held in
October 2011 and formed a coalition government with two left-leaning
parties. Although Tunisia remained calmer than Egypt during the period
of Islamist-led government, it experienced the same level of
polarization. Confrontations—sometimes violent—erupted between Islamists
and various secular-minded groups, ranging from the youth activists who
had started the original protests to remnants of the Ben Ali regime.
The Ennahda
government faced a series of general strikes launched by the country’s
influential, secular-oriented labor unions—the first time such strikes
had happened in more than three decades. In 2013, mass protests erupted
after the daylight assassinations of two opposition leaders, Chokri
Belaid and Mohamed Brahmi, which were widely blamed on hard-line
Islamists. The ensuing political crisis, fueled by opposition parties
that blamed Ennahda for being “soft” on Islamist violence, was resolved
only when the Ennahda-led coalition stepped down and was replaced by a
caretaker government in October 2013.
The main catalyst for Ennahda’s decision to give up power may have
been watching the coup unfold in Egypt, which concentrated Islamist
minds greatly in Tunisia. As an Ennahda deputy told Hamid:
We’re sorry for what happened in
Egypt, but it led to a result which was in a kind of way positive for
our base. They saw how the Brotherhood’s insistence on unilateral acts
might benefit you in the short term, but you lose in the long run. Your
existence in the political scene is tied to the guarantee of democracy.
In addition to dissolving its ruling coalition, Ennahda also took an
accommodating approach to the process of drafting a new constitution,
which had begun in 2011 and continued under the caretaker government.
The Islamists compromised on a number of critical areas, dropping their
demands that the new constitution criminalize blasphemy, cite Islamic
law as the source of legislation, give men the right to marry more than
one woman, and refer to women as “complementary,” rather than equal, to
men. These were major concessions that sacrificed core elements of the
Islamist agenda. What is more, there was a good deal of public support
in Tunisia for making religion more central to governance, even after
the Islamists had stumbled while in power. In 2014, a Pew Research
Center poll found that more than half of Tunisians believed that the
country’s laws should “follow the values and principles of Islam”; 30
percent of respondents took an even more conservative position, agreeing
with the statement that laws should “strictly follow the teachings of
the Koran.”
Ennahda, however, seems determined to survive Tunisia’s transition
to democracy even if doing so requires adopting a de facto separation
between religion and government. At a party congress in May, its members
overwhelmingly supported a motion to separate the group’s political
affairs from its religious and cultural activities, while retaining
Islam as its primary ideological source.
Among modern Middle Eastern states, Tunisia may be unique in several
respects. It experienced a long period of secular government and
institutional state building, first under its founder, Habib Bourguiba,
who negotiated the country’s independence from France during the 1950s,
and then under his successor, Ben Ali. Tunisia also has the advantage of
having an Islamist leader of rare intellectual stature in Rached
Ghannouchi, co-founder of Ennahda and the group’s guiding force. After
returning to Tunisia in 2011 following more than 20 years of exile in
the United Kingdom, Ghannouchi has apparently come to see that his
movement’s survival—and perhaps that of Islam itself—depends on some
level of separation of mosque and state. As Hamid argues, the basic
project of Islamist movements such as Ennahda is to “reconcile premodern
Islamic law with the modern nation-state”—a negotiation in which the
state usually gets “the better end of the deal,” Hamid writes, because
the very process of state building, buttressed by the international
system of state recognition, is inherently secularizing and forces
Islamists to limit their ambitions.
That, of course, did not happen in Egypt. The difference in the two
countries’ outcomes may be attributed, in part, to differences in the
qualities of their Islamist leaders. In Egypt, the increasingly paranoid
Morsi tried to use the presidency and the state apparatus to face down
his liberal opponents. In Tunisia, by contrast, Ghannouchi saw that his
movement could survive only through compromise.
IMMODERATE TIMES
Ennahda’s pragmatism and gradualist approach run counter to the
religious fervor of the many Islamists who have joined the jihadist
droves flooding Iraq and Syria; indeed, it might be no coincidence that
Tunisia is one of the largest suppliers of foreign jihadists to those
countries. Ennahda’s accomodationism is out of sync with the messianic
and utopian currents that are coursing through Islamic thought today,
anchored in the belief that the word of God, as revealed to the Prophet
Muhammad in the Koran, is destined to supplant the flawed or distorted
versions of divine locutions preserved in the Jewish and Christian
Scriptures. The theological problem such extreme views pose can be
addressed, if not resolved, through sophisticated discussion between
religious specialists. But the social forces unleashed by religious
passions are proving much harder to contain.
The Sunni Muslim tradition suffers from an especially acute problem
that stems from what I have referred to elsewhere as “the argument from
manifest success”—the notion that the absolute truth of the Koran and
the rectitude of Muhammad’s mission were proved by the success of the
Arab conquests in the Middle East that followed the Prophet’s death in
632. That view, which took hold during centuries of hegemonic Islamic
rule in the Middle East and North Africa, has been difficult to square
with the unpalatable reality that during the nineteenth and twentieth
centuries, virtually every part of the Islamic world came under the rule
of Christians—and, in one particularly contentious case, of Jews—whose
beliefs were supposed to have been superseded by the finality of Islam.
The Sunni Muslim tradition
suffers from an especially acute problem that stems from what I have
referred to elsewhere as “the argument from manifest success.”
Osman admirably captures how the gap between the vision of Islamic
supremacy and the reality of Muslim subjugation has fueled in Islamist
circles a mixture of anger, nostalgia, and disenchantment with
pragmatists such as Ghannouchi. Although a majority of Islamists may
have come to accept the reality of the modern nation-state, Osman notes
that most have not yet abandoned
the notion of seyadat al-Islam: Islam’s
sovereignty and its superiority over any other religious and man-made
framework. This . . . means that beneath the acceptance of equal
citizenry and secular nationality as the basis for an individual’s
belonging to any society lurks the idea that any non-Islamic social or
political framework is threatened by its status as inferior, if not
flawed.
Ennahda’s “official rhetoric intelligently adheres to the vernacular
of any party functioning in a secular democracy,” he writes, but it is
not clear how long it will succeed in sustaining this posture in the
face of “the reality that Salafist jihadist ideas have captured
significantly large areas of the Islamic world.” He maintains, however,
that considering the persecution that party members had suffered prior
to 2011, Ennahda had done “the best that could have been achieved in a
short space of time.”
Still, the group’s quotidian language and modest accomplishments pale
in comparison to the soaring rhetoric and lofty aspirations of more
hard-line Islamists, such as the influential Qatar-based Egyptian
scholar Sheik Yusuf al-Qaradawi. In their analyses of the problems
facing Muslims, Qaradawi and other hard-liners tend to reduce a century
and a half of complex interactions between Islamists and the state to a
simple confrontation between Islam and secularism. Dismissing social
polarization, conflicting identities, and opposing views of national
security or economic challenges as mere secondary issues, Qaradawi and
others favor a narrative that sets “the Islamists’ rise and fall in a
much longer historical context,” in which the abolition of the Ottoman
caliphate by Kemal Ataturk after World War I becomes “an affront to
God’s rule,” Osman explains.
The emphasis on victimhood and loss—which can be remedied only by
vindication and restoration—also defines the vision of violent
jihadists, such as the self-styled caliph of ISIS, Abu Bakr al-Baghdadi.
In a recorded sermon released on the Internet last year, Baghdadi urged
Muslims to leave the “abode of war” (comprising all the “infidel”
lands, including those governed by nominally Muslim leaders) and join
ISIS in the only true “abode of Islam.” “We call upon you so you leave
the life of humiliation, disgrace, degradation, subordination, loss,
emptiness, and poverty [for] a life of honor, respect, leadership,
[and] richness,” Baghdadi declared, promising new recruits “victory from
Allah and an imminent conquest.”
THE IRAN PROBLEM
How can the Muslim world escape the dual curse of secular
authoritarianism and religious extremism? Hamid persuasively challenges
the idea—advanced by the activist and writer Ayaan Hirsi Ali, among
others—that Islam must undergo a reformation akin to the Christian one.
As he writes, “lessons learned in Europe” are not necessarily applicable
in the Middle East. There is a curious absence in his book, however:
Iran, which for nearly 40 years has served as the clearest testing
ground for political Islam. Hamid claims that Iran falls outside the
scope of his study because the ideas that guided the Iranian Revolution
are relatively recent Shiite innovations, whereas he is concerned with
only the Sunni world. But he overplays the importance of that
distinction, and it is far from certain that his thesis about Islamic
exceptionalism could survive an analysis of Iran without severe
modification.
In Iran, which arguably boasts the world’s only Islamist government,
clerical governance has led to a steep decline in religious observance;
in 2011, the Iranian Ministry of Culture and Islamic Guidance lamented
that after more than 30 years of theocratic rule, only three percent of
Iranians attended Friday prayers. (Prior to the revolution, the figure
was almost 50 percent.) And yet Iranian society and governance have not
liberalized in any meaningful ways: the theocracy represses dissent at
home and supports militants abroad, such as the Lebanese group
Hezbollah. This poses a problem for Hamid’s view: put simply, the
argument that political Islam can evolve into Muslim democracy would be
more persuasive if the world’s most prominent Islamist country offered
more impressive evidence of that possibility.
Perhaps a better way to rebut the idea that the Islamic world can
follow only the European path toward modernity, by way of reformation,
would be to note that even Europe didn’t really follow that path—at
least as it is often portrayed. The Enlightenment was the outcome not
only of the Reformation but also of centuries of violent religious
conflict, after which sensible people concluded that they were not
improving their lots by killing one another in the name of God. That is
the grim lesson that Muslims in the contemporary Middle East may yet
find themselves learning from European history.
CORRECTION APPENDED (August 16, 2016): An
earlier version of this article misidentified the location of an
interview conducted by Shadi Hamid and misstated Hamid’s title at the
Brookings Doha Center. It has been corrected and updated.
La nueva Estrategia Global de la UE. ¿Útil o sinsentido?
“Estudios de Política Exterior” No. 173
Madrid, Sept-Oct 2016.
Por JAN TECHAU
Los
dirigentes europeos deberían leer con atención la Estrategia Global de
Política Exterior y de Seguridad; un texto que explica la gravedad de la
situación geopolítica de Europa y plantea opciones concretas.
A
veces, la elección del momento es un desastre. En circunstancias
normales, el 28 de junio debería haber sido un día señalado para
cualquier persona implicada en los intentos de la Unión Europea por
forjar una política exterior más unificada y significativa. Fue el día
en que el Consejo Europeo, en Bruselas, adoptó la flamante Estrategia
Global sobre Política Exterior y de Seguridad. Pero después de que, el
23 de junio, el referéndum sobre el Brexit sellase la salida de Reino
Unido de la UE, las circunstancias no eran normales, así que los jefes
de Estado y de gobierno tuvieron poco tiempo para el documento de 60
páginas presentado por la alta representante, Federica Mogherini. Le
dieron el visto bueno y pasaron a otra cosa.
Este
tratamiento superficial de la nueva estrategia es comprensible, pero
también revelador. A los gerifaltes políticos de los Estados miembros no
podría importarles menos un documento que no se sentirán obligados a
acatar. Pero también es muy injusto que no le hicieran ningún caso al
texto. Porque lo que la jefa de política exterior de la UE y su equipo
han estado elaborando durante casi dos años es un documento europeo
extraordinariamente reflexivo y rico. Sería aconsejable que los
dirigentes de la UE estudiasen de verdad el documento al que han dicho
sí.
La
nueva estrategia es uno de los pocos textos europeos de su género cuyas
ambiciones no provienen de una especie de fe abstracta en la idea de la
integración, sino de una necesidad acuciante. La hipérbole –y en el
texto hay hipérbole– no resulta tan rancia como de costumbre. El
documento debería interpretarse como una señal de que sus autores han
comprendido la extrema gravedad de la sombría situación geopolítica de
Europa. No emplean palabras altisonantes para adormecernos, sino para
despertarnos. Puede parecer que la diferencia es pequeña, pero la
mentalidad subyacente está muy lejos de la actitud perezosa de los
documentos europeos convencionales.
¿Y
cuáles son los puntos fuertes y débiles de la nueva estrategia?
Empecemos por los primeros. El documento encuentra un delicado
equilibrio entre las aspiraciones rebajadas y las acrecentadas. Instaura
el concepto de “pragmatismo basado en principios”, y fundamenta su
prescripción en un realismo que la UE necesita con urgencia. Es
importante destacar que deja de sobrestimar el poder transformador de la
Unión, que los observadores estimaban muy fuerte hasta que descubrieron
que la UE no ha ejercido una influencia decisiva sobre los
acontecimientos ocurridos en casi ningún lugar de su vecindario más
extenso.
Lo
más sorprendente, tal como ha explicado Sven Biscop, del Instituto
Egmont, en su análisis de la nueva estrategia, es que ha desaparecido el
discurso dominante sobre el fomento de la democracia. Ya era hora de
que se hiciera, no porque la democracia ya no sea deseable, sino porque
es mejor promocionarla en silencio, y no con un celo evangelizador que
tiende a fracasar.
En
cambio, el documento resulta muy ambicioso en el plano político.
Contiene un gran número de propuestas concretas que no se explican en
detalle, pero se definen con la suficiente precisión como para encaminar
hacia la acción, en vez de quedarse solo en buenas intenciones. Otra
cosa será que los Estados miembros hagan suya alguna de estas
propuestas. Pero no se puede decir que Mogherini y su equipo se hayan
limitado a hacer gala de una retórica elevada.
Otro
punto fuerte es el silencioso adiós a la Política Europea de Vecindad.
La PEV se menciona unas cuantas veces, pero solo para rendir tributo a
un término del que no se puede hacer caso omiso por completo. Desde el
punto de vista conceptual, lo han sustituido dos cosas: la resiliencia
como nuevo principio orientador de la relación de la UE con su entorno
más cercano, y el hincapié en un enfoque adaptado a cada país concreto.
Desaparece la idea de un espacio relativamente coherente en los
alrededores de Europa.
El
énfasis en la resiliencia es importante, ya que Mogherini lo define
como “la capacidad de los Estados y las sociedades para reformarse, y
así soportar las crisis internas y externas, y recuperarse de ellas”. De
manera implícita, esto supone admitir que, para que tenga lugar un
cambio positivo, los Estados y las sociedades también deben estar
dispuestos a reformarse. Con ello se pone fin a la ingenuidad de la
antigua PEV, que basaba todo su programa transformador en dar por
sentado que los gobiernos de los países de la vecindad europea –por
ejemplo, Argelia, Bielorrusia, Egipto o Moldavia– querían en efecto
cambiar. No es así, de ahí la completa inutilidad de la PEV en ese
aspecto.
La
Estrategia Global también muestra su fortaleza al subrayar la necesidad
de que la UE apoye el orden internacional basado en normas e invierta
en él. Esto es un compromiso claro con las instituciones multilaterales y
los principios que las sostienen. Nunca se hará el suficiente hincapié
en ello. Sigue siendo la clave de la estabilidad regional y mundial, y
de la gobernanza mundial en general. Por último, la franqueza con
respecto a las violaciones de las leyes internacionales por parte de
Rusia y sus constantes intentos de desestabilizar Ucrania –franqueza de
la que da muestras el texto– es un rasgo que no se puede elogiar lo
suficiente hoy día.
Pero
el documento también tiene sus fallos. Aunque diga adiós a la PEV, la
nueva Estrategia Global no analiza las causas estructurales del fracaso
espectacular del programa transformador de la UE en su entorno más
próximo. Si queremos que la política exterior de la Unión mejore, ese
análisis es absolutamente necesario.
El texto tampoco es sincero respecto a la ampliación de la UE, que se
sigue considerando una herramienta clave de la política exterior, pero
cuyo uso futuro es muy incierto, y no solo en relación con Turquía. La
estrategia también guarda silencio respecto al desagradable hecho de
que, en realidad, el Tratado de Lisboa ha debilitado la política
exterior de la UE, al sacar a los ministros de Asuntos Exteriores de las
reuniones del Consejo Europeo, separar la Comisión Europea del Servicio
Europeo de Acción Exterior (SEAE), no dotar a este servicio y al alto
representante de fondos y personal suficientes, y burocratizar de forma
exagerada los procesos de toma de decisiones en esta agrupación
institucional fracturada.
Sin
embargo, el punto más débil de la nueva estrategia quizá sea su
desganado planteamiento de lo que Mogherini llama “autonomía
estratégica” de la UE. Aunque sea muy deseable que los europeos creen
instrumentos de política exterior, seguridad y defensa que les permitan
hacer más por su propia seguridad, en vez de depender únicamente de
Estados Unidos para la protección y los servicios mundiales, el texto
debería haber sido mucho más realista en cuanto a lo remoto de esa
opción.
Hasta
dentro de algún tiempo, la política exterior de la UE girará en torno a
la cuestión de su dependencia de Washington. Por tanto, aunque expresar
una gran ambición esté bien, el documento también tiene que definir el
modo de actuar mientras tanto. EEUU seguirá siendo clave para la función
desempeñada por la UE en el mundo durante muchos años, y no es sano que
el informe pase por alto esta parte crucial e incómoda de la relación
transatlántica.
Dicho
esto, con su nueva Estrategia Global, la UE tiene un documento muy útil
con el que trazar su rumbo hacia la próxima década. Servirá de
referencia para las medidas que se tomen en adelante. Está claro que el
documento no tendrá una influencia desmedida sobre el comportamiento de
los Estados miembros, sobre todo en lo que se refiere a la gestión de
crisis. Pero nadie podrá culpar a Mogherini y al SEAE de no haber dicho
lo que hay que hacer si Europa quiere seguir siendo segura y tener peso
en el mundo.
CALCUTA,
India — Criticar a un icono global de la paz, la fe y la caridad no es
fácil. Pero es lo que ha hecho el doctor Aroup Chatterjee durante gran
parte de su vida: es uno de los críticos más visibles de la Madre Teresa
de Calcuta.
Chatterjee,
un médico de 58 años, reconoció que su lucha ha sido solitaria. “Soy el
indio solitario. Le dediqué mucho tiempo. Habría pagado por hacerlo.
Bueno, pagué por hacerlo”.
Su tarea está a punto de volverse mucho más complicada porque la Madre Teresa será declarada Santa en septiembre.
En
realidad, la crítica de Chatterjee es tanto sobre la percepción de
Occidente de la Madre Teresa como sobre su propio trabajo. A medida que
se acerca la canonización, Chatterjee espera que se abra el diálogo
sobre el legado de la monja en Calcuta, donde comenzó su obra por los
“más pobres de entre los pobres” en 1950.
Cuando
era joven, a Chatterjee, nativo de Calcuta, le molestaba la narrativa
que rodeaba a la Madre Teresa, en especial la descripción de la ciudad
como un “hoyo negro”, uno de los lugares más desesperados de la Tierra.
Tras
crecer en Ballygunge, un barrio de clase media de Calcuta en los años
cincuenta y sesenta, dijo que la ciudad que recuerda era cosmopolita y
próspera. “Cada aerolínea que existía aterrizaba aquí”, añadió.
Como
capital del Imperio británico en la India durante 140 años, Calcuta era
considerada una de las joyas de la corona. Cuando los británicos
trasladaron su cuartel general a Delhi en 1911, según
reconoce Chaterjee, comenzó el lento declive.
El
doctor fue militante de un partido político de izquierda a finales de
los años setenta y principios de los ochenta mientras estudiaba medicina
en Calcuta y se movía con frecuencia por los suburbios más pobres.
Durante su año de prácticas también vio pacientes de una de las “zonas
rojas” más antiguas y más difíciles de la ciudad.
“Nos
acostumbramos a ver muchos abusos a mujeres y niños”, dijo, y señaló
que la ciudad aún tenía dificultades para absorber a los refugiados de
la guerra civil con lo que entonces era Pakistán del este, ahora
Bangladés.
“Nunca
vi monjas en los suburbios en los que trabajé”, dijo. “Creo que es una
aventura imperialista de la Iglesia católica contra una población
oriental, una ciudad oriental, que ha hecho mucho daño a nuestro
prestigio y nuestro honor”.
Tras cientos de horas dedicadas a la investigación, la mayor parte recogidas en un libro
que publicó en 2003, Chaterjee dijo que encontró una “cultura de
sufrimiento” en los hogares gestionados por la organización de la Madre
Teresa, las Misioneras de la Caridad, donde ataban niños a las camas y el único medicamento que le daban a los pacientes terminales era aspirina.
No
solo él sino otros dicen que la Madre Teresa llevó su vocación por la
frugalidad y la simplicidad a extremos y permitió prácticas como la
reutilización de agujas hipodérmicas. También dice que toleraba
instalaciones en las que un paciente tenía que defecar frente al otro.
Pero
no fue hasta que se mudó al Reino Unido en 1985 y aceptó un trabajo
como médico en un hospital rural que se dio cuenta de la reputación que
Calcuta había adquirido en el extranjero.
En
1994, Chatterjee contactó a Bandung Productions, una empresa del
escritor y cineasta Tariq Ali.
Lo que comenzó como una llamada
telefónica de 12 minutos se convirtió en una oferta de Channel 4 para
filmar una investigación sobre el trabajo de Teresa de Calcuta.
Christopher Hitchens fue la persona elegida para presentar lo que se
convertiría en El ángel del infierno, un documental con mirada escéptica.
El
año siguiente, Chatterjee viajó por todo el mundo reuniéndose con
voluntarios, monjas y escritores familiarizados con las Misioneras de la
Caridad. En más de cien entrevistas, escuchó historias sobre personas
que sin la formación necesaria administraban medicinas de más de 10 años
de antigüedad o cómo sábanas llenas de heces se lavaban en los mismos
lugares que los platos.
En
el pasado, cuando se han hecho críticas similares, las Misioneras de la
Caridad no han negado estas informaciones pero han dicho que las monjas
trataban de solucionarlo. Hoy, dicen que consultan habitualmente con
logopedas y fisioterapeutas para cuidar a personas con discapacidades
físicas y mentales. Y las monjas dicen que a menudo llevan a los
pacientes que necesitan cirugía o mayores cuidados a hospitales
cercanos.
“En
la época de la Madre Teresa, esos fisioterapeutas ya venían, pero en
esa época, no había tantos”, dijo Sunita Kumar, portavoz de las
Misioneras de la Caridad.
Ahora,
añadió Kumar, varias monjas se han formado “para mejorar su formación
médica” y el mantenimiento general de las instalaciones ha mejorado.
Chatterjee
estuvo de acuerdo con que tras la muerte de la Madre Teresa en 1997,
los hogares gestionados por la orden comenzaron a tomarse más en serio
sus prácticas sanitarias. Se eliminó la reutilización de jeringas, por
ejemplo.
El papa Juan Pablo II y la Madre Teresa en
1986. Será canonizada el 3 de septiembre, 13 años después de su
beatificación y 19 después de morir. Credit
Jean-Claude Delmas/Agence France-Presse — Getty Images
Durante
los años en que Chatterjee ha hecho campaña para que se produzcan
cambios en las instalaciones, siente que los habitantes de Calcuta se
han vuelto contra él.
“Pensé que la gente me recibiría con rosas y guirnaldas en Calcuta si les contaba que iba a exponer esto. Fui un tonto”.
Parte
de la protección colectiva hacia la Madre Teresa, en opinión de
Chatterjee, puede atribuirse al Premio Nobel de la Paz, que la monja
recibió en 1979. “Los habitantes de Calcuta están fascinados con el
nobel”. Un escritor local, Rabindranath Tagore, fue el primer asiático
en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1913. Otros, cree, simplemente
tienen miedo de hablar.
Pero
el doctor Chatterjee dijo que el lugar que ocupa la Madre Teresa en el
canon occidental ya es suficiente para que muchos la agasajen con una
mentalidad de inferioridad colonial. “Si Occidente dice que es buena,
debe ser buena”.
Ahora,
antes de su canonización, varios nacionalistas hindúes han comenzado a
hablar contra su figura desde diversos puntos de vista. Argumentan que
las Misioneras de la Caridad forzaban la conversión de sus pacientes.
Chatterjee se siente más seguro ahora cuando la critica porque el
partido nacionalista Bharatiya Janata está en el poder.
Y sobre cómo Occidente recibió su trabajo, Chatterjee dice que existía el apetito por la parte mas sensacionalista de su historia.
“No
piensan en la dignidad de una ciudad del tercer mundo o en cómo su
prestigio ha sido dañado por una monja albanesa. Es obvio que están
interesados en las mentiras y los charlatanes y el fraude, pero la
historia completa no les interesa”, dijo.
Cuando
le preguntan si el hecho de que se convierta en santa puede perjudicar
su campaña, Chatterjee dijo que seguirá su lucha por esclarecer su
legado durante todo el tiempo que sea necesario.
“Para
mí, nunca dejará de existir el diálogo, porque creo que si el mito
continúa, el tema continúa. No lo dejaré. Es así de simple”.
(Infolatam).- La contundente votación del Senado brasileño, 61 votos contra 20, completó el juicio político contra Dilma Rousseff
y puso punto final a su gobierno. Al inicio del proceso comenzaron a
debatirse algunas cuestiones de peso, como la del golpe de estado, la
falta de legitimidad del Parlamento o la escasa la autoridad moral de
unos políticos corruptos para destituir a una presidente elegida por el
voto popular. Este punto se vuelve más relevante cuando Rousseff no ha sido acusada, hasta ahora, de corrupción.
Finalizado el impeachment surgieron nuevas polémicas
asociadas a la evolución de la coyuntura política. De estas últimas
mencionaré sólo dos, comenzando por la pregunta de si la asunción de Temer
acaba con la crisis política brasileña. La otra se relaciona con las
posibilidades del actual presidente de acabar su mandato el 31 de
diciembre de 2018 o si éste finalizará abruptamente en algún momento
previo.
En primer lugar volveré a la idea del golpe de estado, nuevamente agitada por Rousseff. Como se ha insistido repetidamente, el juicio político, impechment,
es una figura recogida en la Constitución brasileña, los procedimientos
se han respetado escrupulosamente y la figura del “delito de
responsabilidad” está claramente definida. A esto se agrega la
implicación de dos de los tres poderes del Estado, la Justicia y el
Parlamento, con un pleno respeto de la legalidad.
En su intervención en el Senado, Rousseff insistió en la falta de
legitimidad de quienes querían echarla del cargo después de ser electa
por 54 millones de personas. Otra vez estamos frente a la lógica
nefasta de muchos regímenes presidencialistas latinoamericanos: el voto
popular sólo legitima a los presidentes y no a los parlamentarios. En
Brasil se dio la circunstancia de que tanto los diputados que iniciaron
el proceso como los senadores que lo concluyeron también fueron elegidos
por el voto popular.
Igualmente se abundó en la idea de que un Parlamento mayoritariamente
integrado por corruptos carecía de suficiente base moral para impulsar
semejante iniciativa. El punto sería admisible si los defensores de
Rousseff estuvieran limpios de toda sospecha. Pero los miembros de la
antigua coalición gubernamental, diseñada a partir del PT y del PMDB,
son los principales implicados en el caso Lava Jato. Hoy
unos y otros están a ambos lados de la trinchera y el argumento de la
corrupción no exonera a ninguna de las partes implicadas, ya que es el
sistema político brasileño en su totalidad quien requiere una profunda
regeneración.
Tampoco debe servir como eximente o atenuante que las pedaladas
fiscales, el maquillaje presupuestario, fuesen una práctica corriente
no sólo de éste sino también de los gobiernos anteriores. La extensión
del mecanismo no invalida su carácter delictivo y fueron la rigidez y la
torpeza política de Rousseff las que precipitaron su caída. Hoy se
relaciona su destitución con un compló de la derecha más reaccionaria,
cuando una parte esencial de las fuerzas políticas que la provocaron
integraban hasta hace pocos meses la coalición “de izquierdas” que
respaldaba al gobierno del PT. De haberse mantenido la alianza hoy no
estaríamos donde estamos.
¿El cese de Rousseff acabará con la crisis política brasileña? Indudablemente no.
La crisis es de tal calado que requiere reformas profundas del sistema
político. Con este Congreso es imposible alcanzar los consensos
necesarios para llevarlas a cabo. El cambio de gobierno sólo sirve de
momento para superar algunas incertidumbres, pero poco más. Habrá que
ver si la legitimidad de ejercicio le permite a Temer superar las limitaciones de su menor legitimidad de origen.
Al igual que Rousseff, Temer es un político con una pésima aprobación pública.
El 49% de los brasileños tiene una mala imagen de su gestión, el 31%
regular y sólo un exiguo 8% cree que es buena. La misma encuesta de
Ipsos recoge que un 87% piensa que Brasil va por el camino equivocado y
un 59% desaprueba lo que se hace en la lucha contra la corrupción. En
este escenario, al gobierno le espera una dura batalla por conquistar la
opinión pública si quiere acabar su mandato en condiciones.
El desempeño económico será la clave que podría, o no, garantizarle
su futuro. Un modesto crecimiento inicial permitiría neutralizar las
amenazas provenientes de las causas abiertas ante la justicia electoral
por financiación fraudulenta de la campaña que permitió el triunfo de la
fórmula Rousseff – Temer. De momento, la caída de la economía
brasileña parece haber tocado fondo y ya comienzan a verse algunas
tímidas señales de recuperación.
La inflación ha comenzado a moderarse, el índice de producción
industrial ha crecido por quinto mes consecutivo y el precio del mineral
de hierro, uno de los principales productos de exportación, ha vuelto a
subir. Tras la recesión de 2015 y 2016 las expectativas para 2017 son
algo más halagüeñas. Si en julio pasado el FMI hablaba de un crecimiento
del PIB del 0,5%, en las últimas semanas diferentes estudios lo sitúan
entre el 1 y el 1,5, mientras el gobierno apuesta por un 1,6%.
A diferencia de crisis económicas anteriores, en esta oportunidad
tanto el sistema financiero como el aparato productivo brasileños están
intactos, lo que favorecerá la recuperación si se despejan las trabas
políticas e institucionales existentes. El camino del gobierno Temer
será muy complicado. La suma de un entorno difícil, y a ratos hostil,
con las limitaciones y errores propios provocados por la gestión,
dificultan el análisis.
El calendario electoral, cómo no, también incidirá en la ecuación.
Las municipales del próximo octubre servirán para poner a cada uno en su
sitio y para ver cómo la opinión pública ha valorado la actuación de
unos y otros. Pero será el horizonte de las presidenciales de 2018 el
referente que permanentemente valorarán los principales actores
políticos, que reaccionarán de acuerdo con sus opciones futuras. Sin
embargo, Temer ha dicho que no será candidato y esa libertad
debería servirle para completar una gestión al servicio del pueblo
brasileño.