EL PAÍS de Madrid.
Los soldados colombianos que asesinaron a Leonardo Porras cometieron
errores flagrantes al disfrazar su crimen. Gracias al empeño de Luz
Marina Bernal, madre de Leonardo, el caso sirvió para destapar un
negocio siniestro dentro del Ejército: los falsos positivos.
Secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como
guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro
Uribe. La Fiscalía ha registrado 4.716 casos de homicidios presuntamente
cometidos por agentes de las fuerzas públicas. Bernal y las otras
Madres de Soacha (el primer municipio donde se supo de esto) luchan desde entonces contra la impunidad. Los observadores internacionales denuncian la dejadez, incluso la complicidad del Estado en estos crímenes masivos.
-Así que es usted la madre del comandante narcoguerrillero -le dijo el fiscal de la ciudad de Ocaña.
-No, señor. Yo soy la madre de Fair Leonardo Porras Bernal.
-Eso mismo, pues. Su hijo dirigía un grupo armado. Se enfrentaron a
tiros con la Brigada Móvil número 15 y él murió en el combate. Vestía de
camuflaje y llevaba una pistola de 9 milímetros en la mano derecha. Las
pruebas indican que disparó el arma.
Luz Marina Bernal respondió que su hijo Leonardo, de 26 años, tenía
limitaciones mentales de nacimiento, que su capacidad intelectual
equivalía a la de un niño de 8 años, que no sabía leer ni escribir, que
le habían certificado una discapacidad del 53%. Que tenía la parte
derecha del cuerpo paralizada, incluida esa mano con la que decían que
manejaba una pistola. Que desapareció de casa el 8 de enero y lo mataron
el 12, a setecientos kilómetros. ¿Cómo iba a ser comandante de un grupo
guerrillero?
-Yo no sé, señora, es lo que dice el reporte del Ejército.
A Luz Marina no le dejaron ver el cuerpo de su hijo en la fosa común.
Unos veinte militares vigilaban la exhumación y le entregaron un ataúd
sellado. Un año y medio más tarde, cuando lo abrieron para las
investigaciones del caso, descubrieron que allí solo había un torso
humano con seis vértebras y un cráneo relleno con una camiseta en el
lugar del cerebro. Correspondían, efectivamente, a Leonardo Porras.
Este fue uno de los casos que destapó el escándalo de los falsos
positivos: miembros del Ejército colombiano secuestraban a jóvenes de
barriadas marginales, los trasladaban a cientos de kilómetros de sus
casas, allí los asesinaban y los hacían pasar por guerrilleros muertos
en combate, para cobrar así las recompensas establecidas en secreto por
el Gobierno de Álvaro Uribe. De ahí el término “falsos positivos”, en
referencia a la fabricación de las pruebas.
Diecinueve mujeres, cuyos hijos fueron secuestrados y asesinados por
el Ejército a principios de 2008, fundaron el grupo de las Madres de
Soacha para exigir justicia. A mediados de 2013, la Fiscalía General
contaba 4.716 denuncias por homicidios presuntamente cometidos por
agentes públicos (entre ellos, 3.925 correspondían a falsos positivos).
Navanethem Pillay, alta comisionada de las Naciones Unidas para los
derechos humanos, denuncia que las investigaciones son muy escasas y muy
lentas, que los militares vinculados a los crímenes continúan en
activo, que incluso reciben ascensos, y que sus delitos gozan de una
“impunidad sistémica”.
“Escogíamos a los más chirretes”
Leonardo Porras desapareció el 8 de enero de 2008 en Soacha,
prácticamente un suburbio de Bogotá, una ciudad de aluvión en la que se
apiñan miles de desplazados por el conflicto colombiano, miles de
inmigrantes de todo el país, una población que en los últimos veinte
años pasó de 200.000 a 500.000 habitantes, muchos de ellos apiñados en
casetas de ladrillo y tejado de chapa, estancados en asentamientos
ilegales, divididos por las fronteras invisibles entre bandas de
paramilitares y narcotraficantes.
El mediodía del 8 de enero alguien llamó por teléfono a Leonardo. Él
solo respondió “sí, patroncito, voy para allá”, colgó y le dijo a su
hermano John Smith que le acababan de ofrecer un trabajo. Salió de casa y
nunca más lo vieron.
En Soacha todos conocían a Leonardo, el chico “de educación especial”
que se apuntaba siempre a los trabajos comunitarios, a limpiar calles y
parques, a trabajar en la iglesia, y que hacía recados a los vecinos a
cambio de propinas. Algunos abusaban de su entusiasmo: le tenían
acarreando ladrillos o mezclando cemento en las obras y al final de la
jornada le daban un billete de mil pesos (38 céntimos de euro).
-Él no distinguía el valor del dinero -dice Luz Marina Bernal- pero
le gustaba mucho ayudar a la gente, era muy trabajador, muy sociable,
muy cariñoso. Cuando ganaba unos pesos, me traía una rosa roja y una
chocolatina, y me decía: ‘Mira, mamá, me acordé de ti’.
Alexánder Carretero Díaz sí distinguía el valor del dinero: aceptó
doscientos mil pesos colombianos (unos 75 euros) a cambio de engañar a
Leonardo y entregárselo a los militares. Carretero vivía en Soacha, a
pocas calles de la familia Porras Bernal, y llevaba varias semanas
prometiéndole a Leonardo un trabajo como sembrador de palma en una finca
agrícola. El 8 de enero le llamó por teléfono, se reunió con él y al
día siguiente viajaron juntos en autobús unos 600 kilómetros, hasta la
ciudad de Aguachica, en el departamento de Norte de Santander. Allí dejó
a Leonardo en manos del soldado Dairo Palomino, de la Brigada Móvil
número 15, quien lo llevó otros 150 kilómetros hasta Ábrego. “El
muchacho no era normal, hablaba muy poco, miraba muy raro”, dijo
Carretero ante el juez, casi cuatro años más tarde. A Leonardo los
soldados lo llamaban “el bobito”, explicó.
Carretero era uno de los reclutadores que surtía de víctimas a los
militares. Otro de los reclutadores, un joven de 21 años, testigo
protegido durante uno de los juicios, explicó que engañaban a chicos
desempleados, drogadictos, pequeños delincuentes: “Escogíamos a los más
chirretes, a los que estuvieran vagando por la calle y dispuestos a irse
a otras regiones a ganar plata en trabajos raros”. Confesó haber
engañado y entregado a más de treinta jóvenes a los militares, por cada
uno de los cuales cobraba 75 euros, la tarifa habitual. También hizo
negocio revendiendo pistolas y balas del mercado negro a los soldados
del Batallón 15, que luego se las colocaban a sus víctimas para hacerlas
pasar así por guerrilleros.
El reclutador Carretero entregó a Leonardo a los militares el 10 de
enero. Le quitaron la documentación y su nombre desapareció. A partir de
entonces aquel chico ya solo fue uno de los cadáveres indocumentados de
los supuestos guerrilleros que la Brigada Móvil 15 afirmó haber matado
en combate, a las 2.24 de la mañana del 12 de enero de 2008, en el
municipio de Ábrego. Ya solo fue uno de los cuerpos acribillados,
guardados en bolsas de plástico y arrojados a una fosa común. No existió
nadie llamado Fair Leonardo Porras Bernal, ni vivo ni muerto, en los
siguientes 252 días.
Esos 252 días los pasó Luz Marina Bernal buscando a su hijo en
comisarías, hospitales, juzgados y morgues, levantándose a las cinco de
la mañana para recorrer los barrios de Soacha y Bogotá, por si su hijo
había perdido la memoria y dormía en la calle. Su hijo estará de fiesta,
le decían los funcionarios, se habrá escapado con alguna muchacha. En
agosto empezaron a identificar algunos cadáveres hallados en una fosa
común de la ciudad de Ocaña, departamento de Norte de Santander:
pertenecían a otros chicos de Soacha, desaparecidos en la misma época
que Leonardo Porras. El 16 de septiembre una doctora forense enseñó a
Luz Marina Bernal una fotografía.
-Era mi hijo. Fue espantoso verlo. La cara estaba desfigurada por varios balazos pero lo reconocí.
Le pedían unos cinco mil euros por exhumar y transportar el cadáver,
una cantidad desorbitada para una familia pobre de Soacha. Durante ocho
días reunió dinero, pidió préstamos y al fin alquiló una furgoneta en la
que viajó hasta Ocaña con su marido y su hijo John Smith. Allí el
fiscal le dijo que Leonardo era un comandante narcoguerrillero y que
había muerto en combate.
Uribe: “No fueron a coger café”
Luz Marina Bernal, 54 años, es una mujer de gestos pausados, con un
discurso tranquilo del que brotan verdades punzantes; parece que ha
amasado el dolor hasta cuajarlo en una firmeza granítica. Vive en una de
las pequeñas casas de ladrillo de Soacha. El dormitorio de Leonardo es
ahora un santuario en memoria del hijo asesinado, un pequeño museo con
fotografías, recortes de prensa y velas. Luz Marina muestra un retrato
enmarcado de su hijo: un joven de hombros anchos y porte elegante,
vestido con chaqueta negra, camisa blanca y corbata celeste, que mira a
la cámara con la mandíbula prieta y unos ojos claros deslumbrantes. Son
los mismos ojos claros de Luz Marina, que acerca mucho el retrato a su
cara.
Desde la cocina se extiende el olor de las arepas que está cocinando
John Smith Porras, hermano de Leonardo, para desayunar. John Smith viene
a casa de vez en cuando pero tuvo que marcharse a vivir a otro lado
porque recibió amenazas de muerte. Y porque ya asesinaron al familiar de
otra víctima de Soacha, “por no cerrar la boca”. Ante la pasividad
judicial, John Nilson Gómez decidió averiguar por su cuenta quiénes
habían sido los reclutadores y los asesinos de su hermano Víctor.
Recibió amenazas telefónicas, le conminaron a marcharse de la ciudad y
al final alguien se le acercó en una moto y le pegó un tiro en la cara.
La familia Porras Bernal ha recibido amenazas por teléfono, por debajo
de la puerta y en plena calle. Para que cierren la boca.
Luz Marina abre un álbum. Colecciona las portadas que publicaron los
periódicos en aquellos días de septiembre de 2008, cuando iban
apareciendo los cadáveres de los chicos de Soacha. Clava el dedo índice
sobre uno de los titulares: “Hallan fosa de 14 jóvenes reclutas de las
Farc”.
El presidente Álvaro Uribe compareció ante los medios para ratificar
que los chicos de Soacha habían muerto en combate: “No fueron a coger
café. Iban con propósitos delincuenciales”. Luz Marina Bernal mastica
despacio esa frase, con una media sonrisa dolorida: “No fueron a coger
café. No fueron a coger café. Fue terrible escuchar de la boca del
presidente que nuestros hijos eran delincuentes”.
Luis Fernando Escobar, personero de Soacha, defensor de la comunidad
ante la administración, denunció las sospechosas irregularidades de
estas muertes. Tres semanas más tarde el escándalo era ya indisimulable.
Se demostró que los chicos habían sido asesinados muy lejos de sus
casas a los dos o tres días de su desaparición (y no al cabo de un mes,
como afirmó Uribe para defender la idea de que habían organizado una
banda) y se encontraron diversas chapuzas en los montajes de los
crímenes: algunas víctimas llevaban botas de distinto tamaño en cada
pie; otras aparecieron con disparos en el cuerpo pero les habían puesto
unas ropas de guerrillero en las que no había un solo orificio; incluso
aparecieron cadáveres acribillados en terrenos donde no había ni una
sola huella de disparos. El caso del discapacitado mental al que los
militares presentaron como comandante colmó el vaso.
Ante la avalancha de pruebas, Uribe no tuvo más remedio que
comparecer de nuevo, esta vez acompañado por generales y por el ministro
de Defensa Juan Manuel Santos, actual presidente de Colombia. Y dijo:
“En algunas instancias del Ejército ha habido negligencia, falta de
cuidado en los procedimientos, y eso ha permitido que algunas personas
puedan estar incursas en crímenes”. Luego anunció la destitución de 27
militares.
Las destituciones fueron un mero gesto administrativo. No se
emprendieron investigaciones sobre las denuncias por ejecuciones
extrajudiciales, que se iban acumulando por cientos, sino todo lo
contrario: el Estado las obstaculizó de mil maneras. Y cuando el general
Mario Montoya, comandante del Ejército, dejó su cargo por el escándalo
de Soacha, Uribe lo nombró embajador en la República Dominicana.
Ante la proliferación de casos denunciados y documentados, Philip
Alston, relator especial de las Naciones Unidas para ejecuciones
extrajudiciales, viajó a Colombia en junio de 2009. “Las matanzas de
Soacha fueron flagrantes y obscenas”, declaró al final de su estancia,
“pero mis investigaciones demuestran que son simplemente la punta del
iceberg”. El término “falsos positivos”, según Alston, “da una
apariencia técnica a una práctica que en realidad es el asesinato
premeditado y a sangre fría de civiles inocentes, con fines de lucro”.
Describió de manera detallada los reclutamientos con engaños, los
asesinatos y los montajes. Afirmó que los familiares de las víctimas
sufrían amenazas cuando se atrevían a denunciar. Y rechazó que se
tratara de crímenes aislados, cometidos “por algunas manzanas podridas
dentro del Ejército”, como defendía el Gobierno de Uribe. La gran
cantidad de casos, su reparto geográfico por todo el país y la
diversidad de unidades militares implicadas indicaban “una estrategia
sistemática”, ejecutada por “una cantidad significativa de elementos del
Ejército”.
Se sucedieron las denuncias de observadores internacionales y
asociaciones colombianas de derechos humanos: las desapariciones
forzosas y las ejecuciones extrajudiciales eran una práctica frecuente
dentro de las fuerzas públicas y el Estado obstaculizaba las
investigaciones y hasta homenajeaba a los agresores. En palabras de la
Fundación para la Educación y el Desarrollo (FEDES), de Bogotá: en
Colombia la impunidad es una política de Estado.
El presidente Uribe respondió que “la mayoría” de las acusaciones
eran falsas. Que venían de “un cúmulo de abogados pagados por
organizaciones internacionales”, cargados “de odio y de sesgos
ideológicos”. Y salió una y otra vez a defender a los militares:
“Nosotros sufrimos la pena de ver cómo llevan a la cárcel a nuestros
hombres, que no ofrecen ninguna amenaza de huida, simplemente para que
sean indagados. Tenemos que asumir la defensa de nuestros hombres contra
las falsas acusaciones”.
Mientras el presidente desplegaba los recursos públicos para defender
a los militares imputados en los asesinatos, los familiares de las
víctimas solo recibían portazos de las instituciones. Cuando las Madres
de Soacha decidieron manifestarse un viernes al mes para reclamar el
apoyo de las autoridades, cuando contaron sus historias en los medios,
empezaron las amenazas. El 7 de marzo de 2009, María Sanabria caminaba
por una calle angosta cuando se le acercaron dos hombres en una moto. El
que iba detrás, sin quitarse el casco, se bajó, agarró a Sanabria del
pelo y la empujó contra la pared: “Vieja hijueputa, a usted la queremos
calladita. Nosotros no jugamos. Siga abriendo la boca y va a acabar como
su hijo, con la cara llena de moscas”.
El hijo de María, Jaime Estiven Valencia Sanabria, tenía 16 años y
estudiaba el bachillerato en Soacha cuando lo secuestraron, lo llevaron
al Norte de Santander y lo asesinaron. Cuando su madre empezó a
buscarlo, un fiscal le dijo que su hijo estaría de farra con alguna
novia mientras ella lloraba “como una boba”. Cuando llegó a Ocaña, a
sacarlo de la fosa común, le dijeron que su hijo era un guerrillero.
Cuando se van a cumplir seis años del asesinato, ni siquiera se ha
abierto una investigación judicial, María ni siquiera sabe si el caso
está en los juzgados de Cúcuta o de Bogotá, porque en la Fiscalía nadie
le responde.
“Sabemos que a nuestros hijos los mataron a cambio de una medalla”,
dice Sanabria, “a cambio de un ascenso, a cambio del dinero que les
pagaba el Estado”.
A 1.400 euros el muerto
El Estado pagaba recompensas a los asesinos. A los pocos días de que
Uribe alegara “negligencia” y “falta de cuidado en los procedimientos”
del Ejército, el periodista Félix de Bedout reveló una directiva secreta
del ministerio de Defensa. La directiva 029, del 17 de noviembre de
2005, establecía recompensas por la “captura o el abatimiento en
combate” de miembros de organizaciones armadas ilegales. Se contemplaban
cinco escalas: desde los 1.400 euros por un combatiente raso, hasta 1,8
millones de euros por los máximos dirigentes. También incluía una tabla
exhaustiva de seis páginas con las recompensas por el material
incautado a los combatientes, material que iba desde aviones hasta
pantalones de camuflaje, pasando por ametralladoras, misiles, minas,
balas, discos duros, teléfonos o marmitas.
En enero de 2008, en las mismas fechas en que los soldados de la
Brigada 15 estaban secuestrando y asesinando a los chicos de Soacha, uno
de los antiguos miembros de esa brigada reveló en la prensa la práctica
de los falsos positivos. El sargento Alexánder Rodríguez ya había
denunciado los asesinatos y los montajes en diciembre ante sus
superiores militares. A los tres días lo retiraron de su puesto.
Entonces acudió a la revista Semana y contó cómo sus compañeros
de la Brigada 15 habían asesinado a un campesino, cómo habían puesto un
dinero común para comprar la pistola que después le colocaron a la
víctima y cómo a cambio de su colaboración en el crimen obtuvieron cinco
días de descanso. Las denuncias del sargento Rodríguez fueron acalladas
por los altos mandos y así no hubo ningún problema para que en las
siguientes semanas secuestraran y asesinaran a los chicos de Soacha.
Las recompensas alentaron un negocio siniestro dentro del Ejército:
la fabricación de cadáveres de guerrilleros. A raíz de la directiva 029,
las denuncias por ejecuciones extrajudiciales se multiplicaron: en 2007
ya eran más del triple que en 2005 (de 73 pasaron a 245, según la
Fiscalía colombiana). Y aún no había llegado la oleada de denuncias tras
el escándalo de Soacha en 2008. Los dedos empezaron a señalar las
políticas del presidente Uribe.
Álvaro Uribe estableció como eje de sus mandatos entre 2002 y 2010 la
llamada Política de Seguridad Democrática: una ofensiva del Estado,
principalmente militar, para imponerse a las guerrillas (que sufrieron
grandes derrotas pero aún cuentan con más de nueve mil miembros), a los
paramilitares (que pactaron una desmovilización pero que en realidad
mutaron en nuevas bandas) y al narcotráfico (un fenómeno que sigue
envolviendo como una hiedra al conflicto colombiano).
Uribe multiplicó el presupuesto y la actividad del Ejército. Con la
bandera de la “lucha contra el terrorismo”, empezaron las detenciones
masivas y arbitrarias de civiles. En los dos primeros años arrestaron a
siete mil personas de forma ilegal, según denunciaron asociaciones de
derechos humanos y las Naciones Unidas. Los agentes llegaban a un pueblo
y detenían a montones de personas, con una acusación genérica de
colaborar con las guerrillas, sin indicios ni fundamentos. Arrestaban a
pueblos enteros y luego los investigaban, para ver si descubrían alguna
conexión con los guerrilleros.
En la madrugada del 18 de agosto de 2003, la Policía detuvo a 128
personas en Montes de María, acusadas de rebelión. El fiscal Orlando
Pacheco vio que no había ninguna prueba, que los informes policiales
estaban plagados de disparates, y ordenó liberar a todos los detenidos.
Entonces el fiscal general de Colombia destituyó inmediatamente al
fiscal Pacheco y lo tuvo dos años y medio bajo arresto domiciliario. Al
cabo de tres años, tras las denuncias de asociaciones jurídicas
internacionales, la Corte Suprema dio la razón al fiscal Pacheco. Pero
nadie fue castigado por las detenciones ilegales multitudinarias.
En Arauca, una de las zonas con mayor presencia de las guerrillas, el
presidente Uribe hizo esta declaración el 10 de diciembre de 2003: “Le
dije al general Castro que en esa zona no podíamos seguir con capturas
de cuarenta o cincuenta personas todos los domingos, sino de doscientos,
para acelerar el encarcelamiento de los terroristas”. Miles de personas
fueron detenidas sin pruebas ni garantías, pasaron temporadas largas en
la cárcel y salieron absueltas pero con un estigma social muy grave.
“La política de seguridad democrática de Uribe ha vulnerado masiva,
sistemática y permanentemente el derecho a la libertad”, denunció la
misión de observadores internacionales CCEEUU (Coordinación
Colombia-Europa-Estados Unidos).
También se desató una persecución sistemática a los opositores políticos. La revista Semana
reveló en 2009 abundantes casos de espionajes ilegales, grabaciones,
pinchazos de teléfonos, acosos y criminalizaciones contra periodistas,
jueces, políticos, abogados y defensores de derechos humanos,
persecuciones montadas por el DAS, los servicios secretos directamente
dependientes de Uribe. El DAS ya había protagonizado otro escándalo en
2006, cuando su director Jorge Noguera, hombre de confianza de Uribe,
fue acusado de colaborar con grupos paramilitares y de facilitarles
información sobre sindicalistas y defensores de derechos humanos que
luego fueron asesinados. En plena tormenta, Noguera dejó la dirección
del DAS. Pero Uribe afirmó que ponía la mano en el fuego por él y lo
nombró cónsul en Milán. Cuando en 2011 condenaron a Noguera a 25 años de
cárcel por homicidio, concierto para delinquir, revelación de secretos y
destrucción de documentos públicos, Uribe publicó este mensaje en
Twitter: “Si Noguera hubiera delinquido, me duele y ofrezco disculpas a
la ciudadanía”. Algunos de los delitos, como el espionaje a periodistas y
jueces, se fueron extinguiendo por la lentitud de los procesos
judiciales y prescribieron.
Al final de sus ocho años de mandato, la Oficina de la Presidencia de
Uribe dio estas cifras para mostrar la eficacia de sus políticas:
19.405 combatientes fueron “abatidos” (un eufemismo para no decir
“muertos”), 63.747 fueron capturados y 44.954 fueron desmovilizados.
La suma alcanza 128.106 personas y resulta asombrosa. La fundación
FEDES calcula que en el año 2002 había unos 32.000 miembros armados
ilegales en Colombia, entre guerrilleros y paramilitares. Es decir: o
cayeron todos y se renovaron por completo cuatro veces seguidas o en
realidad “la llamada Política de Seguridad Democrática no estaba
exclusivamente dirigida contra miembros de estos grupos sino en contra
de un amplio espectro de la población civil, que fue víctima constante
de crímenes como los falsos positivos”.
Con la necesidad de presentar cifras de bajas y con el estímulo de
las recompensas secretas fijadas en 2005, en los años de Uribe se
multiplicaron las ejecuciones extrajudiciales. La misión de observadores
internacionales CCEEUU documentó 3.796 ejecuciones extrajudiciales
entre 1994 y 2009, de las cuales 3.084 ocurrieron en la segunda mitad de
este periodo, durante la Política de Seguridad Democrática.
Una grieta en la impunidad
La familia Porras Bernal no tenía dinero suficiente para una tumba en
Soacha. Un amigo les dejó un espacio en el cementerio de La Inmaculada,
una extensa pradera con pequeñas lápidas dispersas, en el extremo norte
de Bogotá. Desde Soacha, en el extremo sur, Luz Marina tarda dos horas
en autobús cada vez que va a visitar la tumba de Leonardo.
A la entrada del cementerio compra tres ramos de claveles y
margaritas. Camina por la hierba mullida, coloca las flores en el lugar
donde reposan los restos de Leonardo, se sienta en el césped y acaricia
la tierra. Llora en silencio y habla en susurros, mirando al suelo.
-Le doy las noticias de la familia. Le explico cómo estamos, qué
hacemos, cuánto le echamos de menos. Y le cuento cómo va la lucha de las
Madres de Soacha. Le digo que los diecinueve muchachos asesinados
tienen que pedirle a Diosito que nos dé fuerzas, que estamos luchando
por ellos, para que les hagan justicia. Se lo cuento todo a Leonardo y
vuelvo a casa más tranquila y más fuerte.
Luz Marina cumple otra cita con Leonardo y los muchachos asesinados:
las concentraciones de las madres en un parque de Soacha, el último
viernes de cada mes. María Sanabria le ayuda a llevar una gran pancarta
en la que denuncian casos de tortura, desapariciones forzadas, montajes,
fosas comunes, y en las que acusan a los presidentes Álvaro Uribe y
Juan Manuel Santos de ser responsables de más de 4.700 crímenes de lesa
humanidad. Las Madres de Soacha visten túnicas blancas, llevan al cuello
las fotos de sus hijos asesinados y despliegan pancartas.
Cuando empezaron a reunirse y a reclamar la verdad, llegaron las
amenazas, las persecuciones, los ataques. Pero ellas nunca callaron. Y
sus gritos y sus cantos quebraron el silencio: los medios relataron sus
historias; Amnistía Internacional les envió 5.500 rosas y 25.000
mensajes de todo el planeta y les organizó una gira por Europa en 2010
para denunciar sus casos; y en marzo de 2013, a propuesta de
Oxfam-Intermón, recibieron el premio Constructoras de Paz en el
parlamento de Cataluña.
-Nos siguen acosando -dice Luz Marina Bernal- pero la comunidad
internacional vigila y esa es nuestra protección. Si nos ocurre algo,
nosotras señalamos al Estado.
La Corte Penal Internacional (CPI) tiene a Colombia en la lista de
los países en observación, desde 2005, por la sospecha de que no
investiga ni juzga debidamente los crímenes de lesa humanidad cometidos
por las Farc, los paramilitares y los agentes de las fuerzas públicas.
Uno de los casos bajo la lupa es precisamente el de los falsos
positivos. En un informe de noviembre de 2012, la CPI afirmó que había
“bases razonables” para creer que estos crímenes corresponden a una
política estatal, conocida desde hace años por altos mandos militares y
como mínimo “maquillada” o “tolerada” por los niveles superiores del
Estado.
El empeño de Luz Marina Bernal y las Madres de Soacha consiguió un
triunfo mayúsculo el 31 de julio de 2013. El Tribunal Superior de
Cundinamarca (departamento al que pertenece Soacha) aumentó la condena a
los seis militares culpables de la muerte de Leonardo: de los 35 y 51
años de prisión con los que fueron castigados en primera instancia,
pasaron todos a 53 o 54 años. Y lo más importante: además de
considerarlos culpables de desaparición forzada, falsificación de
documentos públicos y homicidio, como se estableció en el primer juicio,
el Tribunal Superior añadió que se trataba de un plan criminal
sistemático de los militares, ejercido contra población civil, y que por
tanto debía considerarse como crimen de lesa humanidad. Y que así
debían considerarse todos los casos de falsos positivos.
Como crímenes contra la humanidad
Esta sentencia fue un terremoto: los crímenes contra la humanidad no
prescriben y pueden juzgarse en cualquier país. Así se abrieron las
primeras grietas en la impunidad. Los 4.716 casos de ejecuciones
extrajudiciales denunciados ante la Fiscalía colombiana, muchos de ellos
encerrados en un sarcófago de olvido, podrían recibir alguna luz a
través de esas grietas.
Pero no será fácil. Los abogados recurrieron la sentencia, que
tardará en ser firme. Los observadores internacionales insisten en que
las investigaciones son escasas y lentas. Y el asesinato de Leonardo
Porras fue el más flagrante pero aún quedan muchas muertes que no han
recibido ninguna atención. Como la de Jaime Estiven Valencia, el
estudiante de 16 años, el chico que quería ser cantante y veterinario,
el hijo de María Sanabria.
-A mi niño me lo asesinaron el 8 de febrero de 2008, va para seis
años, y no se ha dado ni una orden de investigación –dice-. A mi niño me
lo mataron y a nadie le importa. La impunidad me enferma. Me muero de
tristeza. Pero sigo viviendo para que nuestros hijos no hayan muerto en
vano. Porque al denunciar sus casos conseguimos salvar muchas otras
vidas.
-Necesitamos la verdad para seguir viviendo -dice Luz Marina Bernal-.
Y no nos basta con saber quiénes apretaron el gatillo. Solo están
condenando a los soldados, a los rangos bajos, pero queremos saber
quiénes lo organizaron todo, quiénes dieron órdenes y quiénes pagaron
los asesinatos con dinero del Estado.