REDESPLIEGUE EN AFGANISTÁN
El martes 1º de diciembre, el presidente Barack Obama anunció, finalmente, los puntos fundamentales de la estrategia que pretenden desarrollar tanto los EEUU como la OTAN en la guerra de Afganistán. En West Point, la renombrada academia militar de los EE.UU, el presidente hizo un anuncio que seguramente constituye uno de los desafíos políticos más importantes de su mandato.
Más de un analista ha señalado que, si en materia de políticas internas, la reforma del sistema de salud puede significar un tema de altísimo riesgo para la popularidad del presidente, en materia de política exterior, la política que el gobierno Obama aplique para garantizar la continuidad de la guerra en Afganistán conlleva el mismo tipo de riesgo.
La decisión anunciada fue seguramente un tema cuidadosamente evaluado por el presidente. Viene a inscribirse al final de una larga serie de ingentes esfuerzos de la administración norteamericana para lograr algún tipo de acercamiento con el mundo islámico. Desde el trascendente discurso de El Cairo, pasando por el endurecimiento norteamericano hacia Israel en el tema de los asentamientos en territorio palestino, el anuncio del retiro de Irak, y una serie de medidas que sería muy largo de enumerar aquí, los EE.UU. se han empeñado en mejorar el relacionamiento con el mundo islámico en general. A pesar de ello, todo indica que si bien sus múltiples intervenciones han sido escuchadas con atención y que, en muchos casos, los líderes islámicos han percibido las diferencias existentes entre las políticas de esta administración y la del presidente Bush, todavía el sentimiento anti-norteamericano será por largo tiempo el que reine en el mundo islámico.
Es por ello que el anuncio que Barack Obama viene de hacer, y particularmente después de hacer recibido el Premio Nobel de la Paz, tiene, desde la perspectiva del Islam un sabor extraño. Hay, aún en el más sensato y pacífico hombre de la calle de El Cairo o Ankara, una sensación de que este nuevo presidente habla mucho, promete cambio, pero, al final del camino, termina inscribiéndose en una lógica que no escapa al enfrentamiento cada vez más generalizado. Desde luego que esa es la percepción de quienes ven, desde hace décadas, en los EE.UU. “el centro” de todos los males.
Desde los EE.UU y los países occidentales, la percepción es evidentemente otra. Afganistán está íntimamente ligado al 11/9, a Al Qaeda, a Bin Laden y al fundamentalismo más despiadado que ha emergido en este siglo. Por ello es que el margen de maniobra que le quedaba al presidente Obama para la definición del futuro de la guerra en Afganistán era, en el fondo, estrecho.
Internamente, el Partido Demócrata se inclina (no sin cierta ligereza) por no enviar más soldados y orientarse lo más rápidamente posible hacia un calendario de repliegue de los EE.UU. y de la OTAN, sin explicitar muy claramente qué pasaría después con un Afganistán en manos de los talibanes y una base segura para el terrorismo fundamentalista. Por su parte, el Partido Republicano se inclina por reforzar la presencia militar y no pretende hablar de plazos de repliegue. La propuesta de Obama, y no podía ser de otra manera, pretende conciliar las dos posturas del mundo político norteamericano. Con 30.000 soldados más (es decir que los EE.UU. llegarían a tener 100.000 soldados en el campo en el verano) Obama pretende reducir fuertemente la influencia talibán, equipar, entrenar y tornar realmente operacional una fuerza militar afgana, para luego comenzar el retiro de ese país en julio del año 2011.
Este esfuerzo suplementario de 30.000 soldados norteamericanos estaría acompañado con la presencia de más tropas provenientes de otros países de la OTAN e, incluso, de algunos que no pertenecen a la Alianza. Alemania habría de aportar 1.000 nuevos hombres, Francia 1.500, Gran Bretaña 500 y países como Georgia y Corea del Sur podrían llegar a colocar en el terreno hasta 3.000 hombres entre los dos. Todo esto, desde luego, tiene por el momento, más realidad en el papel que en los hechos. Los gobiernos de Gran Bretaña, Alemania y Francia ya están sometidos a fuertes presiones para “retirar” los pocos soldados que tienen combatiendo: ahora deberán encontrar la forma de convencer a sus respectivas opiniones públicas que es necesario incrementar la presencia militar.
Sin embargo, por más que toda la propuesta de Obama quiere presentarse como destinada a “…acelerar la transferencia de las responsabilidades a las fuerzas afganas y comenzar la transferencia de …tropas fuera de Afganistán”, en realidad, nadie está realmente convencido de que las cosas serán así de sencillas.
Las razones de este escepticismo son muchas. Además de las razones obvias vinculadas a la alta capacidad combatiente de los talibanes, a la inoperancia relativa de las fuerzas armadas afganas y a la dudosa legitimidad del gobierno de Hamid Karzai, hay una cuestión de fondo que tiene que ver con la modalidad “política” de la intervención militar en cuestión. Formalmente es la OTAN, y con mandato de la ONU, la que está llevando adelante la intervención en Afganistán. Eso es lo que hace a esta guerra “distinta” de la que desató Bush contra Irak.
Sin embargo, como hemos sostenido reiteradamente en esta columna editorial, esta OTAN es todavía una Alianza Atlántica que se niega a abandonar la filosofía que hubo de alimentar su creación durante la Guerra Fría. En este mundo cada vez más multipolar, y ante un enemigo que pocos países estarían dispuestos a defender, la guerra de Afganistán está proporcionando el marco ideal para que la propia Alianza revise el originario (y entonces explicable) liderazgo aplastante de los EE.UU. y comience a imaginar una filosofía institucional mucho más multilateral y con una capacidad de convocatoria que trascienda “el núcleo duro de Occidente”. Alcanza con ver la distribución del esfuerzo militar relativo de los diferentes países para advertir que el peso militar de los EE.UU. en la OTAN es tan ostensible que de poco sirven las aclaraciones de que ésta no es una “guerra americana”. Si la concepción política de la OTAN evolucionase en el sentido de la “multilateralización” a la que aludimos, seguramente la intervención ganaría en legitimidad y los EE.UU. no aparecerían, sistemáticamente, como los grandes actores de conflictos que, por lo menos en este caso, conciernen a todos los países del mundo razonablemente comprometidos con la paz.
A nadie escapa que esta mutación no tiene nada de sencilla; pero tampoco ignora nadie que no hay otra alternativa que recorrer alguna modalidad de este camino. De no hacerse este tránsito, la OTAN seguirá apareciendo como una “sucursal” de los intereses norteamericanos y los EE.UU. como una superpotencia compulsivamente intervencionista que, en última instancia y más allá de los discursos, se niega a reconocer que el mundo de 1949 ha desaparecido.