domingo, 8 de junio de 2014

De cómo un Conquistador y su cronista terminaron relatando el triunfo cultural de sus conquistados

BLOG: “La Iguana del Ojete” de

José Joaquín Blanco


 

BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO

 

DOS LIBROS SOBRE BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO
1.  GUILLERMO TURNER Y LAS CRÓNICAS DE SOLDADOS
Por José Joaquín Blanco
(Leído en el Museo Nacional de Antropología el 14 de mayo de 2014)
En uno de los ensayos de Los soldados de la conquista: Herencias culturales (El Tucán de Virginia-INAH, 2013), Guillermo Turner se ocupa de una especie de arqueología del texto, de arqueología de la crónica, para descubrir diversos fragmentos o apartados de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo que resultarían independientes, paralelos e incluso previos al texto que conocemos, como ciertos listados y enumeraciones que pudieron obedecer a otros fines, como el de informar o testificar de los méritos y los trabajos de los soldados. 
Al estudio histórico Turner añade un análisis filológico, sintáctico e incluso estilístico. Así nos asomamos un poco al largo taller de cronista improvisado del misterioso Bernal Díaz, y a algunos de sus recursos de composición, incluso se diría a algunas de las tretas de su asombrosa memoria, y vemos acentuarse ciertas fibras de la oralidad de su historia tan admirable como enigmática. Un atisbo a la historia de la composición de su historia, con la filología y la estilística como ciencias auxiliares.
            Las crónicas de soldados de la conquista no se estudian en este libro exclusivamente como testimonios de las guerras sino como una intrahistoria de la mentalidad de los conquistadores, especialmente de quienes alcanzaron a escribir sus recuerdos y de aquellos otros que son recordados o citados con mayor detenimiento. Un poco la historia de su escritura, de su habla y hasta de su memoria: cómo recordaban, como hablaban, como se representaban por escrito las peripecias vividas. Qué peso y qué valor daban a cada una de sus acciones, incluso a las que ulteriormente parecieran triviales. Celebro que se valoren así, en profundidad, en exactitud, no sólo las hazañas guerreras, sino la hazaña no menor en varios de ellos: la de representarse voluntariamente en su memoria los grandes acontecimientos al paso de los años, en su habla y finalmente en un texto: el asombroso mundo que les tocó vivir y protagonizar. Porque algunas de las mayores hazañas de los soldados y frailes fueron precisamente escribir tan ricos y vívidos testimonios y narraciones de sus experiencias. No es pues extraño que Bernal, cuyas hazañas como soldado son ignoradas en crónicas ajenas, resulte ulteriormente uno de los cuatro o cinco más famosos conquistadores de México. Conquistó con la pluma, una pluma-lengua, una escritura de gran oralidad.
            En otros momentos de este minucioso y original estudio, nos asomamos también a los sentimientos de los soldados, especialmente a los que tenían que ver con el asombro, el miedo, el espanto, el pavor en el decurso de las batallas. Cómo era la historia de sus emociones: cómo se veían y recordaban emocionarse. 
Y también a la fragilidad física de sus cuerpos en circunstancias de tanto riesgo, lo que abre a Guillermo Turner la oportunidad de un acercamiento erudito a sus ideas de la enfermedad, las heridas, las medicinas, la muerte y en suma a la concepción mental de toda la maquinaria de la fisiología humana, de acuerdo tanto a la medicina medieval como a las prácticas tradicionales aldeanas en relación con tratamientos y remedios. 
Estas crónicas de soldados no son solo testimonios bélicos, sino la autobiografía de su habla, de sus miedos, asombros, pavores y espantos, de sus enfermedades y heridas, de sus tratamientos, recuperaciones y agonías. 
Finalmente, alcanza también a atisbar los entresijos imaginarios, sobrenaturales: no solamente los religiosos, sino algunos otros íntimamente ligados a ellos, aunque hubiesen sido declarados heterodoxos y hasta heréticos por la Iglesia, como ciertas supersticiones y la práctica de la adivinación mediante cifras, azares y cábalas: de lectura del futuro inmediato. El soldado Botello. De la misma manera, resalta la presencia de la memoria letrada y literaria incluso entre los iletrados: tenían presentes a Julio César, a Amadís, a muchas figuras de la historia clásica, del santoral, de la mitología y del Romancero. Muchas de estas inquisiciones se centran en el rico libro de Bernal, pero también investigan los escritos de Francisco de Aguilar y de Andrés de Tapia.
            Guillermo Turner señala sobre el libro de Bernal: “Esta crónica, fuente fundamental para el conocimiento histórico de la conquista, está lejos de ser una memoria militar salpicada de datos sobre los indios y sus culturas. Este texto no sólo encierra descripciones, sino también intenciones, representaciones, fantasías, recuerdos, olvidos, conocimientos, pasiones, sentimientos, lecturas –realizadas o escuchadas-, creencias y valores de un soldado español nacido en la década del descubrimiento americano, que además perteneció o estuvo vinculado a comunidades culturales con las que compartió  muchos elementos…”
            El propio título del libro de Bernal, y el género en que debía inscribirse, entran incluso en discusión, pues durante siglos hubo confusión y hasta sinonimia entre los términos “crónica” e “historia”. En ciertos casos, no en todos, el término historia pretendía mayor profundidad intelectual, filosófica: una historia sería una crónica más estudiosa, más culta. Pero Bernal llama a su libro “historia”, y no cualquier historia, sino una “historia verdadera”, es decir, una historia más cronicada, más atestiguada. Sin embargo, hubo cronistas que no eran tanto protagonistas ni testigos de lo que narraban, sino meros relatores o compiladores de informaciones de terceros y llamaban a sus libros precisamente “crónicas”, como Francisco Cervantes de Salazar: Crónica de la Nueva España; y hubo historiadores como nuestro Bernal que no eran letrados profesionales y escribían libros llamados historias, aunque fuesen sólo “historias verdaderas”, es decir, las historias que a ellos les constaban biográficamente. 
Estos términos prácticamente intercambiables durante los años de la conquista y la colonia, se vieron sin duda afectados por situaciones políticas: desde finales de la Edad Media algunos reinos españoles nombraron “cronistas” oficiales, que no debían de ser testigos, sino solamente funcionarios encargados de recibir, registrar, conservar y administrar, a veces en mera forma de listados, de anales, ciertos hechos importantes, para el servicio del rey y del gobierno. Muchos de estos cronistas no escribieron libros, sólo administraron la oficina de información del reino. Pero del relumbror del cargo de los cronistas oficiales de estos reinos, y después el del gran título de Cronista de Indias, surgió tal vez el sobre-valor de la palabra crónica como rival de historia, que además vino a reafirmarse con los múltiples cronistas oficiales de las órdenes religiosas, muchos de los cuales tampoco fueron testigos ni protagonistas de gran cosa, sino investigadores y administradores de la memoria de su congregación.
Sea como fuese, ya en los resbaladizos campos semánticos antiguos, o en el moderno que daría a la crónica mayores libertades literarias y hasta periodísticas, mientras que restringiría a la historia a un código científico más riguroso, vemos que nuestro cronista Bernal escribe una “historia verdadera” que es tan crónica como historia en todos los sentidos. No quedan dudas de su intrahistoria, de su historia no sólo atestiguada sino vivida, como tampoco de la veracidad general de los hechos, que suelen coincidir con otras fuentes. Y algunos de los filones, de los nervios importantes de esta tarea, son los que rastrea y estudia Guillermo Turner con una perspectiva tan original como precisa, fundamentada y minuciosa.
Celebro la erudición, la creatividad teórica, el detallismo y el rigor de arqueólogo de Guillermo Turner en este libro, al perseguir estos tendones aparentemente parciales, a fin de asentar conocimientos y problemas ciertos, concretos, positivos. Hay muchos enigmas en Bernal. Uno de ellos es esta posibilidad de “prebernales”, o de memoriales previos al libro, que posteriormente serían utilizados, ya fuera reformulándolos por completo, o ya meramente incorporándolos. 
También señala dos capítulos en el manuscrito Guatemala, que no aparecen en los manuscritos Remón y Alegría –hay tres manuscritos del Bernal, con variantes-, sumamente especiales, pues ya no son sólo crónica, sino apología de los soldados, contra los cargos que se les formulaban de haber herrado y esclavizado a muchos indios e indias. 
Esta reflexión políticamente posterior a la conquista, nacida de la polémica de Las Casas y otros frailes y juristas, sobre la legitimidad y la conducta de los conquistadores, nos habla de las intensas presiones y acaso remordimientos que surgieron entre el grupo conquistador, al verse cuestionado e incluso enjuiciado por su propio rey y su propia Iglesia. No pocos frailes predicaban contra el “español Satán” pocos años después de la conquista. Y nos hacen preguntarnos si no habrían también ya permeado emocionalmente buena parte de su texto anterior. 
Es un hecho que aunque Bernal no es un legista ni un defensor de indios, ni cuestiona la mentalidad conquistadora, manifiesta en ocasiones una mayor empatía por los vencidos que los demás historiadores: tal vez no necesariamente empatía como a indios -como a otra raza, otra cultura y otra religión-, sino como a adversarios tremendamente castigados y vencidos, como a personas sometidas a sufrimientos y pérdidas terribles. De cualquier manera queda anotado el rasgo. Pues la emotividad con respecto no sólo a la tropa sino a los vencidos es una de las más ricas y convincentes señales del estilo de Bernal Díaz del Castillo al narrar su “historia verdadera”, y lo que da buena parte de credibilidad a su voz, aunque en los rasgos más generales su relato histórico coincida con el de Cortés y otros historiadores y cronistas. Esta emotividad más generosa, variada, detallista y viva es el humanismo de Bernal. Gran humanismo.
Difiere muchas veces de otros cronistas e historiadores en los sentimientos, en el color, en la temperatura, en la vitalidad y el contraste de los detalles, en cierta ironía y hasta socarronería contra el propio grupo vencedor. Entre más detenida sea la lectura, más brillan las diferencias (menores, pero incisivas y elocuentes) entre la narración de Bernal y las de la historia oficial conquistadora, y se multiplican los enigmas. ¿Qué trato tuvo con los frailes y con la mentalidad de los sermones y crónicas de frailes durante su larga vida? Soldados hubo que abjuraron de su vida conquistadora y se metieron a frailes.
Guillermo Turner rastrea asimismo la bibliografía del iletrado Bernal, pues resulta que además de sus experiencias personales, y sus innumerables conversaciones con la tropa, utilizó varias fuentes escritas, ya fuesen clásicas o renacentistas, sobre temas del Viejo o del  Nuevo Mundo. Esta formulación de la probable biblioteca de Bernal desmiente un tanto las exageradas presunciones sobre su famosa ignorancia. Además de escritos de Cortés,  Gómara, Las Casas, se nos habla de los memoriales o crónicas de Gonzalo de Alvarado y de Francisco Marroquín, y de muchos otros “libelos”, “feos” o “muy malos” de soldados, con lo que su “historia verdadera” también se vuelve un poco la “historia verdadera” de los otros que también escribieron, y de los que no nos llegan sino las propias referencias de Bernal, como en el caso de Gonzalo de Ocampo o de Campo. Además de un testigo que habla fue un historiógrafo en el completo sentido moderno.
Y también de quienes no escribieron, sino solamente hablaron: “Estas cosas y otras sé decir que lo oí a personas de fe y creer, que se hallaron con Pedro de Alvarado cuando aquello pasó”. Tendones de la oralidad y de la memoria de Bernal, las muletillas “dizque”, “dicen que”, “dizque dijo”, “plática”, “oí decir”, alguien “contaba”, algunos “dijeron un cantar o romance”… que llegan a las misteriosas ponderaciones (sinceridad o estrategia) de los “No lo alcancé a saber por entero”, “no lo sé bien”, “remítome a los que se hallaron presentes”… Turner registra asimismo que Bernal no sólo solicitaba verbalmente a toda la tropa sus informes e impresiones, sino también por escrito, y que a algunos les pedía por carta “que me envíen relación, porque no vaya ansí incierto”… 
Un momento particularmente inspirado de Los soldados de la conquista: herencias culturales es el recuento que hace Turner de los “agradecimientos” de Bernal a sus conversadores. Así como los autores letrados elogian a sus fuentes bibliográficas, Bernal hace el minucioso y variado recuento de sus colegas de oralidad, su grupo de conversadores, y del modo que lo hacían, y de cómo era su sonoridad (pp. 73ss.) La oralidad también tiene su estilística, sus galas, sus peripecias.
Asistimos pues en este libro a una ardua, rigurosa, detallista, talentosa indagación en la historia de la Historia verdadera y de otras crónicas de soldados. La historia de cómo se representó y contó la conquista de México. Una historia de la escritura verdaderamente emocionante. 
Asistimos con Guillermo Turner a una nueva perspectiva de conocimientos, de métodos, de códigos para interrogar nuestras grandes fuentes históricas.
           
2.DUVERGER Y LA NEGACIÓN DE BERNAL
Por José Joaquín Blanco
Nexos, abril de 2013
La erudición profesional adolece de codicias y delirios más bien cómicos, como toda la vasta bibliografía que se ha empeñado en negar a Shakespeare y en buscarles novedosos autores a sus obras. Ahora Christian Duverger, en un libro desaforadadamente titulado Crónica de la eternidad –retomado de la Historia de la eternidad, de Borges, que partía de una broma en oxímoron, pues la eternidad (sin tiempo) no puede tener historia, ni desde luego crónica-, y subtitulado: “¿Quién escribió la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España?” (México, Tusquets, 2012), pretende la sensacionalista volada de atribuir el libro de Bernal Díaz del Castillo ¡al propio Hernán Cortés! 
La volada no es inocente: hay una declarada idolatría del estudioso por el gran capitán y un fulminante desprecio por el resto de los españoles. Los indios casi no cuentan. Tampoco cuenta Bernal: una nadería accidental supuestamente escogida por Cortés  precisamente como un vetusto cero social perdido en Guatemala, como prestanombres y audacísimo personaje literario, luego inflada por los vientos del azar y por la codicia y mala fe del propio Bernal y sus descendientes, que producirían venalmente manuscritos babélicos. 
Eso parece demasiado lucubrar ya no en una mera obra de historia, sino incluso en alguna novela sensata. El objetivo no sería resguardar la memoria de Cortés, para entonces ya salvaguardada en sus escritos legítimos y en muchas otras obras, y en su fama mundial de conquistador: sino añadirle un milagro más, el de escritor artístico genial,  que nadie podría predecir antes del siglo veinte, y no meramente el de enorme escritor guerrero y político ya asentado en las Cartas de relación.
Como si el capitán anduviera escaso de méritos innegables, nunca le han faltado ayudantes que lo erigen como el inventor del culto guadalupano, el primer precursor de la independencia, el fundador de los grafitti urbanos o la reencarnación imprevista de san Francisco de Asís, lo que se quiera…
Tranquilos: nadie le ha tocado un pelo al buen Bernal. Duverger no ofrece ninguna prueba positiva de tal atribución, sino un denso recorrido por cosas de sobra sabidas, aunque no siempre tan minuciosamente documentadas: primero, que la biografía de Bernal Díaz del Castillo se antoja escasa, oscura y a ratos debatible o inverosímil; segundo, que el texto de la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, editado décadas después de su muerte, ofrece muchas contradicciones y enigmas, y que puede contener interpolaciones y modificaciones ajenas, algunas de las cuales ya desde hace décadas se han atribuído a parientes o a frailes. Esto no debiera escandalizar. Hubo autores y obras muchísimo más importantes que Bernal en su tiempo, de quienes sabemos poco, como algunos de los primeros frailes, que casi se confunden con sus mitos. Durante siglos anduvieron escondidos o se perdieron los mayores manuscritos de Olmos, Motolinía, Sahagún…
Luego Duverger aporta sus propias especulaciones (más bien sobradas, y a ratos de franca mala fe, como toda su inquina gratuita contra Bernal y su familia) de que el único (por descarte de todo mundo) que pudo haber escrito el libro del descalificado, negado Bernal sería Cortés. ¿Por qué? Porque sería el único lindo, el único letrado, el único valiente, el único enamorado, el único amigo, el único pensante, y ¡hasta el único que sabía apreciar a las mujeres, a los guerreros y hasta los contrastados paisajes de México!, como se verá. El único Pedro Infante.
            Retomar el juego de oximorones de Borges (quien se divertía hablando de obesos esbeltos, enanos gigantescos y manuales del gigante) no es pasajero: Historia de la eternidad / Crónica de la eternidad. En otro momento, el bromista Borges juega a señalar como el autor de los versos “más quevedescos” (“Mal te perdonarán a ti las horas, / las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años”) precisamente ¡a Góngora!, su antagonista principal. La provocación para poner toda la erudición al revés es un viejo deporte letrado. ¡El Quevedo más esencial y decantado era… Góngora! Pues ahora nada por aquí, nada por allá y Bernal no es otro que su principal competidor… Cortés.
            Ya Luis González estudió la lenta entronización del libro de Bernal, al que en un principio y por siglos se consideró inculto, ilegible y casi sin valor, a la joya conjunta de la historiografía y la literatura que celebramos desde apenas hace algunas décadas, y en cuyo elogio encontramos a  autores como Ramón Iglesia y Luis Cardoza y Aragón. Se asentó que lo más envidiable de Bernal era su imprevisible garra literaria. Infalsificable. Única. En otros aspectos de testimonio puntual, de política, derecho y de inteligencia militar probablemente el Cortés de las Cartas de relación lo supera.
Recordemos algunas de las características que le han conseguido a Bernal este literario sitio señero, y que nadie había advertido en Cortés: la perspectiva grupal, casi popular, de la tropa, durante la conquista, en oposición a la perspectiva individual y dirigente de las Cartas de relación de Cortés, o al discurso corporativo del trono o de la iglesia; la oralidad del relato, que aspira frecuentemente al tono de conversación, a diferencia del discurso litigante del capitán o de los códigos clericales y jurídicos de otros autores; el detallismo, la cotidianeidad, la exuberancia verbal, el humor, el gusto por narrar y narrar interminablemente, casi a tontas y a locas; cierto lirismo popular o populachero, que había fascinado a Michelet: “Le peuple! Le peuple!”; los perfiles deliberadamente tragicómicos y otros aspectos que casi la vuelven obra novelesca, a ratos incluso esperpéntica (baile de conquistadores en Coyoacán); finalmente, la deliberada posición de Bernal de reivindicar los méritos y la memoria de la tropa frente a historias y crónicas que atribuían todo el valor al capitán, al rey y a las potencias celestiales. 
En vida, Cortés quiso despojar a su tropa de sus grandes méritos en la conquista; siglos después, su fantasma hagiográfico quiere despojarlos asimismo de su libro más emotivo y gustado. Sabemos que Cortés quiso labrar su fama ante la corte y la posteridad, pero soberbia como todo en él: la de un rival de Julio César tanto en las batallas como en la relación y explicación de las batallas. Si su ideal era La guerra de las Galias dificílmente pudo ambicionar la saga bernalesca: sus propias cartas se acercan más. Ya sólo le faltaba ser rey y esto lo supo entender Carlos V. De ahí su derrota final.
Entonces, para ser también Bernal, debió Cortés, de paso, haber perdido de pronto toda su infatuada pretensión de solemnidad, pues Bernal cuenta algún episodio en que Cortés sufría batallas y diarreas… Unas purgas, dice Bernal. En la ocurrencia de Duverger, me gusta sobre todo este Cortés como el laberíntico autobiógrafo de un Julio César en sus purgas (Caps. LXXII, LXXIII). 
            Estos aspectos celebrados en Bernal tienen poco que ver con el Cortés de sus textos legítimos, aunque a ratos pueden acercarse a pasajes de otras crónicas de frailes y soldados. Hay cierta oralidad bernalesca en Mendieta, por ejemplo. La historia de la conquista según Cortés era protagónica, una defensa de sus méritos personales y de su condición de adalid de españoles y cristianos. Estamos pues ante autores muy diferentes, a veces contrastados, si bien por lo general Bernal respeta a su capitán, mientras su capitán lo ignora por completo. Pero Cortés por sistema ningunea a todo mundo. En el mejor de los casos sólo los utiliza y acto seguido los desecha, como a la pobre Malinche.
            Que se sepa Cortés, quien codició tantas cosas, nunca se esforzó en ser un autor público. Era rebajarse. Sus cartas se dirigían altaneramente al rey y la corte, para litigar y defender sus hazañas (aunque se publicaron mientras el rey lo permitió). Si se le ocurría escribir un tweet lo hacía directamente en un cañoncito o culebrina de oro que llamó Ave Fénix y que envió a su gran lector, el emperador… “La más espléndida de nuestras ediciones poéticas”, según el engolado Méndez Plancarte, era adulatoria: “Esta Ave nació sin par; / Yo, en serviros, sin segundo; / Vos, sin igual en el mundo”… En cambio, para que lo encomiaran ante la galería contrató a jilguerillos como Gómara. ¿Por qué iba a querer falsificar a Bernal por propia mano con tan precipitadas anticipación y clarividencia del azaroso gusto de la posteridad? La nueva vocación de Cortés por las musas –pues Bernal es sobre todo arte-, con nuevo carácter y nuevo estilo, resulta demasiado moderna. Se aprecia con mayor justicia a Cortés por las Cartas de relación que sí supo y quiso escribir, apartadas de las musas, pero no de la inteligencia, de la bravura ni del poder, y que de cualquier modo son un monumento de la escritura política de su tiempo.
Es cierto que, desde un principio, sin embargo, Cortés jugó a cierto anonimato, al atribuir la primera carta a “la tropa”, como estrategia para que “otros” lo encomiaran ante el rey y legitimaran (según el uso medieval) sus pretensiones de conquistador, aunque el tono y la estrategia legalista del texto delatan la voz inspiradora. Pero esa primera carta tenía la finalidad política de que el emperador reconociera su mando, la fundación del ayuntamiento de Veracruz y, de hecho, de todo el reino de la Nueva España. Esa primera carta, sin embargo, ya tiene un “nosotros”, pero estratégico y legalista, no bernalesco ni literario, mucho menos jocoso, dicharachero, de interminable conversación en torno a la fogata. 
Desde luego, frente a su caída en el favor del rey, necesitaba voceros y los contrató. Que él mismo se trucara en un vocero críptico para la posteridad erudita, además de usar a Gómara como vocero obvio, resulta por lo demás hipernovelesco. Habría querido y podido, entonces, ser no sólo el supercapitán y supergobernante, sino además todos los cronistas-soldados a la vez: el de las Cartas de relación, Gómara, Bernal, algún anónimo y los que se acumulen esta semana. Se supone que ejerció además gran influencia entre los cronistas franciscanos. 
Por otra parte, su familia y sus seguidores siguieron difundiendo abiertamente obras de jilguerillos y exégetas ora sí que a través de los siglos, hasta el propio Lucas Alamán, quien abiertamente declara que sus disertaciones historiográficas sobre Cortés también perseguían defender los bienes de sus sucesores, de los que era apoderado, en el México independiente. Descendientes y seguidores nunca sospecharon, pero para nada, el “arma secreta” de un capitán bifronte, a la que se supone se conjuraron para trucar: Cortés-Bernal. Pese a la derrota final de Cortés (más que merecida, según los códigos de la época, por hybris  o desmesura frente al soberano), la cultura abiertamente cortesiana siempre cundió abundante en España y América. Tuvo a todos los franciscanos, a muchos conquistadores y encomenderos; tuvo a los universitarios, tuvo a Arias de Villalobos, tuvo a Sigüenza y Góngora. Qué voracidad de tipo: ahora también quiere ser el mismísmo Bernal y todos sus imprevisibles prestigios tan recientes de arte y popularidad. Bueno a lo mejor el fantasma de Cortés no padece tal codicia, es mera chifladura de su fanaticada.
            Los argumentos de Duverger contra Bernal como historiador, son los de siempre. Que dizque era ignorante. Pues a lo mejor no lo era tanto. Escribía y se sabía que escribía, y que leía, y que conversaba sobre asuntos de la conquista. Eso es trabajo intelectual. Que a ratos mostrara cultismos tampoco debe extrañar: la escasa escolaridad no significaba necesariamente ignorancia en el siglo XVI, pues la gente no tan letrada de cualquier modo oía muchos sermones, asistía a muchos ritos y representaciones, veía muchos retablos y emblemas, discutía de todo y platicaba mucho incluso con frailes, oidores y letrados. Los soldados conversaban todo el tiempo, se recitaban refranes, coplas y romances, y circulaban impresos y copias manuscritas de muchas obras. Albañil hubo a quien el Santo Oficio decomisó una vasta biblioteca de libros prohibidos. Esos cultismos, por lo demás, casi siempre cumplen meras funciones decorativas, incidentales, transportables. Y siempre han sobrado bachilleres para galanuras adicionales de estilo.
Bernal además vivió muchos años y pudo aprender bastante con algunas lecturas y por transmisión oral sobre la marcha. Hay viejos que se cultivan. Su relato es el eco de innumerables conversaciones agrupadas. Diría el buen Sócrates que la conversación también es cultura. Asimismo santa Teresa y sor Juana jugaron a calificarse de ignorantes. Es más bien un gesto irónico de los no-tan-hijosdalgo esto de llamarse ignorantes cuando se aventuran en los cotos librescos, que equivalía a clericales o cortesanos. 
            Se arguye que Bernal cuenta demasiadas cosas con demasiado detalle, y que no pudo estar todo el tiempo en todas partes y recordarlo todo tan profusamente. Pero esto es una petición de principio: el propio Bernal se asume explícitamente, desde un inicio, como la voz plural de la tropa. Su “yo” y su “nosotros” son intercambiables cuando no coincidentes. Si de pronto dice, por ejemplo, que los soldados se molestaron ante tal actitud de Cortés, puede estar diciendo que sobre todo él, Bernal, se molestó; si cuenta personalmente tal o cual detalle o peripecia puede estar usando conversaciones e incluso escritos (relaciones de méritos, alegatos ante tribunales, informes diversos) de varios compañeros. Aspiró a encarnar la voz y la memoria de muchos: sin estos muchos no hay Bernal. Cortés nunca fue muchos. Siempre fue demasiado él mismo. Era un héroe trágicamente altivo, hosco y solitario. Y desde luego, tampoco él –ni nadie- pudo presenciar todo aquello en todo detalle. Muchos de los argumentos que aquí se lanzan contra Bernal operarían igual o mejor contra quien fuera, especialmente contra capitanes-gobernantes-empresarios atareadísimos como Cortés.
Es posible, además, que hayan ocurrido interpolaciones en el manuscrito que Bernal pudo aprobar (algún escolar que le proporcionara dos o tres menciones prestigiosas de la antigüedad clásica, por ejemplo), o bien que no controló (fue sordo y ciego en su extrema vejez), y que haya contado con secretarios (su hijo, por ejemplo) que colaboraran demasiado. Y luego, los editores.
Es incluso posible que en ocasiones haya colaborado también, involuntariamente, el propio Hernán Cortés, ¿por qué no?, pues convivieron y conversaron bastante. Bernal fue toda la tropa, sin excluir a Cortés. También hay mucho de Las Casas en Motolinía, a pesar o precisamente a partir de sus diferencias; de Olmos en Sahagún; de todo mundo en Torquemada… Cada fraile cronista o soldado era también muchos otros frailes cronistas y/o soldados, y tomaba de todos un poco cuando lo necesitaba, y a la vez sería aprovechado por otros autores. No había “autoría” en el sentido moderno del copyright
Debe finalmente tenerse en cuenta que la animadversión de la corona contra Cortés, fue resentida como propia por todos los conquistadores y sus descendientes, y que debieron circular entre todos ellos muchos escritos y mucha conversación de defensa colectiva, que se siguió transparentando hasta la época de Luis de Sandoval Zapata, el autor de la Relación fúnebre, que también anduvo escondida y anónima por siglos… Defender a Cortés significaba defender a todo el grupo conquistador. Bernal, en cierto sentido, aun cuando critica a Cortés, lo defiende como cabeza y escudo de todo el grupo. Pero todo ese vasto partido ignoró que la gran arma final de Cortés llevaba como seudónimo Bernal, esto a pesar de que los muchos bienes del Marqués sobrevivieron tanto a su desgracia como a la de sus hijos. Lo que no sobrevivió fue el informe de que nada menos que las “Memorias” del Marqués andaban trucadas como chismes de tropa… Este delirio impone demasiados supuestos exorbitantes.
            Y desde luego: Nadie sospechaba el éxito que iba a alcanzar la obra largamente diferida y largamente ocultada y menospreciada del buen Bernal Díaz del Castillo, como para que Cortés la codiciara y prefabricara tan previamente, al menos tanto como pretenden las barrocas especulaciones de Duverger. Para Cortés, Bernal y su historia prácticamente no existieron. Durante siglos fue sólo uno de tantos cronistas-soldados.
            Las sombras, enigmas y contradicciones en la biografía y en la obra de Bernal, por lo demás, no resultan raras entre los cronistas de la conquista. Muchos historiadores, como Ángel María Garibay Kintana y Edmundo O’Gorman, han buscado las “historias perdidas” de Olmos y Motolinía entre los escritos de sus sucesores. Esto de andar buscando a Olmos y a Motolinía en todas las crónicas de frailes (que llegó a ser exasperante durante los últimos años de O’Gorman) pudo llevar a Duverger a andar buscando, a su vez, a Cortés en todos los escritos de soldados. Sospecho que Christian Duverger aspira a reencarnar al admirable viejo O’Gorman y sus manías motolinistas, ahora con Cortés como etiqueta. Grande ambición.
Pero la prosa de Cortés, tan conocida, no está en Bernal, por fortuna, para nada (es magnífica pero en otro rango: tajante, fría, intelectual, colérica, pragmática, manipuladora), aunque compartan muchos rasgos de las experiencias comunes, de la cultura y de la época. Eso lo atestiguan los miles y miles de lectores que acuden a Bernal por el mero placer de su lectura, mientras a las Cartas de relación suele acudirse sobre todo por academia. Mucho tendría, además, que haber cambiado Cortés para perder la veneración de sí mismo y asumirse como anónima tropa con una voz tan plural, tan conversada, tan aplebeyada. Y tendría que haber predicho el éxito de la oralidad en la literatura del siglo veinte, que antes causaba horror entre letrados. 
            Sea bienvenido, en fin, este nuevo barullo en el examen de las crónicas de conquistadores. Infinidad de detalles de Cortés y de Bernal seguirán estando en debate. Ambos fueron humanos, demasiado humanos, y mintieron o se equivocaron probablemente algunas veces, especialmente en cuestión de algunas sus demasiadas fechas, de sus demasiados nombres. Nacieron, los pobres, antes del Power Point. Siempre habrá material para el debate y la especulación. Queda empero todavía la verdad del discurso: la prosa, quedan las virtudes y la densidad de la voz de cada cual. Esto a pesar de los manuscritos caóticos de Bernal.
Aunque siguiendo los juegos borgianos, que Duverger (quien tanto denuncia y delata en cuestión de defectos de documentación de los pobres muertos de hace medio milenio), no confiesa de sí mismo: ¡la desvergüenza de birlarle sin dar crédito el título nada menos que a Borges, así como su enrevesamiento espectacular de Quevedo y Góngora!...; siguiendo los juegos borgianos, decía, podríamos recordar ese encuentro ficticio de Borges con Lugones en El Hacedor
“En este punto se desvanece mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.
            Así va siendo con el entrañable Bernal y el altivo Cortés. Se desvanecen muchas diferencias y regresan a ser la misma tropa (juntos pero no tan revueltos), y de algún modo pueden jugar los eruditos con que Cortés es Bernal, y Bernal es Cortés. 
De hecho, algunos pasajes de ambos ya se mezclan en la memoria del lector y hay que ir  a ratos a confirmar en la biblioteca quién dijo precisamente qué cosa particular. La prosa, la voz de cada uno todavía suenan muy diferentes. Y muchos lectores prefieren a Bernal por el gozo de su voz, de su temperamento, de su estilo… Pero ¡ánimo!: ya Duverger les inventa prosodias y ritmos familiares en una extravagante filología conjetural.
También, por desgracia, abundan el astracán y la cursilería evidente. Duverger es tan fan de Cortés que descarta de todo rasgo no sólo de historia y cultura, sino de llana humanidad, por principio, a quienes supone rivales en algún punto, en este caso Bernal. Señala, como declamador patriotero (pp. 190-191): “Sin ánimos de querer multiplicar los ejemplos, podemos constatar que la Historia verdadera está plagada de indicios que traicionan la personalidad de Cortés. Emerge por doquier, en cada página, ese amor por México, vibrante y palpable… se conmueve ante los paisajes americanos que van desde la languidez tropical hasta las infinitas estepas del altiplano… siente espiritualmente admiración por los mexicanos que concible como asociados y como aliados, nunca como enemigos… Alaba cada vez que puede la belleza de las mujeres mexicanas”. 
Bueno: quien hace algo de eso (no taaaanto como declama Duverger, pues el buen Bernal se enoja muchas veces con los indios, las indias y la geografía) es el texto que conocemos como Bernal, y no las Cartas de relación, más pragmáticas y utilitaristas. Se apresura a regalarle a Cortés lo que jamás ha demostrado, lo que sigue siendo ajeno a Cortés. ¿Y por qué otro español, aparte de Cortés, cualquier otro, por ejemplo un tal Bernal, iba a estar necesariamente incapacitado para a elogiar la belleza de algunas mujeres mexicanas, la bravura de algunos guerreros mexicanos o algunos paisajes del trópico o del altiplano? ¿Ni siquiera hubiese podido soltar un piropo?
¿A la leyenda negra anticortés que pinta al capitán como ogro se opone el fanatismo pro-cortés que establece que todos los demás españoles no sólo serían incapaces de cultura y escritura, sino hasta de apreciar belleza de mujeres, valor de guerreros y majestad de paisajes? ¿Fuera de Cortés, todos los españoles eran chusma-de-chusma? Esto suena algo novedoso. Se suponía que los enemigos de la memoria de Cortés eran los los indigenistas fanáticos. Ahora tenemos un Cortés enemigo sobre todo de puro español. Cuánta soledad.
            Bernal permanece en su bruma de siempre. Pero Cortés no consigue, en este libro de Duverger, robarle a Bernal la simpatía y las virtudes de humanidad que lo ensalzan sobre otros cronistas, ni las alas extrañas de su arte. Queda el capitán en su monumental claroscuro tan conocido, después de una más de sus muchas fallidas intentonas de beatificación sobrada y retorcida, lo que representa toda la finalidad de esta obra. Existe por lo demás una basta biblioteca de endiosamientos exagerados de Hernán Cortés, así como otra de deturpaciones frenéticas, para solaz del público burlón.