martes, 16 de octubre de 2012

LA FANTASÍA DE UNA DEMOCRACIA UNIVERSITARIA A PROPÓSITO DEL CONFLICTO EN LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO



El Blog de Guillermo Sheridan

La imposible democracia

Octubre 12, 2012. Publicado en Letras Libres y El Universal de México.






La resurrección en el discurso del movimiento 132 de la vetusta idea de “democratizar” las universidades (es decir: que los estudiantes y trabajadores elijan a los órganos de gobierno y formen parte de ellos) coincide en el calendario con los problemas que enfrenta hoy la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y que ponen en evidencia la imposibilidad de tal democracia. 

Democratizar una universidad es subastarla no a los académicamente mejores, sino a los más astutos políticamente. Ya me he referido en algún libro (Allá en el campus grande, Tusquets, 2001) a que las universidades que se “democratizaron” en México hace años (Puebla, Sinaloa) fueron experimentos asombrosamente fallidos y costosos, no sólo para la ciencia, el pueblo y el erario, sino hasta para el partido que los ensayó (el comunista): lo único que se democratizó fue la incompetencia, la politiquería y el descrédito.

Esos experimentos sirvieron para demostrar que se puede democratizar el gobierno de una universidad, pero no su competencia académica ni, por tanto, la función social que debe cumplir. Porque una universidad no decreta leyes, transmite capacidades; no decreta derechos: le otorga mérito profesional a quien se lo gana. Quienes juzgan si los ha ganado son sus profesores, los que transmiten el saber, la imprescindible élite de los académicos. 

Democratizar una universidad contradice que los académicos poseen el conocimiento que los estudiantes desean. Hay una jerarquización necesaria y pródiga, la que –apunté recientemente–  José Gaos comparó, reticente, con la que debe regir en un ejército, cuya democratización conllevaría su instantánea ineficacia. Ahora bien (anota Gaos) nada hay más disímil que una universidad y un ejército, salvo en que ambos precisan de una autoridad para lograr su cometido: una autocracia en el ejército y una aristocracia en las universidades.

Gaos ya sabe que la palabra “aristocracia” provocará una “sensación de náusea” a los demócratas y el consiguiente desprecio hacia él por emplearla. Y lo lamenta, pero se sostiene en que la esencia de la universidad “entraña la distinción entre el saber de los profesores y la ignorancia de los estudiantes, sin la cual la enseñanza de estos por aquellos sería no un contrasentido, sino un sinsentido”. De esa jerarquía en el aula o el laboratorio deriva la imposibilidad de desaparecer la jerarquía en la forma de gobierno. Y no que Gaos se oponga a la participación de los estudiantes en consejos universitarios, siempre y cuando sean del último año y tengan buenas calificaciones: la institución debe escuchar su voz, pero no someterse a su voto pues le parece “peligroso darles poder de decisión en cuestiones que pueden afectar a sus propios intereses”…

El cada día más zarandeado experimento de la UACM parece ejemplificar esa crítica del viejo Gaos y le aporta una experiencia que su carácter “democrático” ya hace inútil. Gobernada por el interés de “la mayoría” y no el desinterés del conocimiento, pronosticó que una universidad tal se convertiría en una imprenta de títulos vacíos de mérito. En la lucha contra la ignorancia, el profesor perdería contra las exigencias mayoritarias: “la rebaja de las exigencias académicas, la división y subdivisión de los exámenes para poder aprobarlos por partes, o supresión de ellos; porcentajes crecientes de inasistencias sin consecuencias, exámenes extraordinarios en número indefinido, etc. etc. etc.” Pues sí.

La ficción que suele acompañar esa “democracia” es, también, conocida: ver en la universidad una réplica del Estado: una dictadura cuyos estudiantes y trabajadores son el proletariado ávido de justicia, los empleados de confianza los traidores de clase, los profesores (si no se solidarizan) la burguesía aviesa y la rectoría, obviamente, el tirano opresor que administra el banco del capital. Un tirano al que hay que “tumbar” ritualmente. Para que se vea quién manda.