martes, 31 de octubre de 2017

PERU: FUJIMORI SIGUE EN EL ESCENARIO






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Un negocio riesgoso: ¿Quién se beneficiaría de un indulto a Fujimori?

El indulto a Alberto Fujimori ya está en boca de todos. Kuczynski vacila pero varios miembros de su partido defienden la liberación del ex-presidente. Mientras, en el fujimorismo también hay grieta: los hermanos Keiko y Kenyi tienen posturas distintas sobre el indulto a su padre. Perú debate a la sombra de su mandatario más polémico.

Por Carlos Alberto Adrianzén - Octubre 2017
 

En los últimos dos meses el indulto para Alberto Fujimori ha pasado de ser una posibilidad a ser una certeza. Quienes, de una u otra forma, están cerca del poder político, solo especulan sobre el momento en el que se producirá el indulto. Pero todos lo dan por cierto. De un tiempo a esta parte, pareciera que la salida de la cárcel de Alberto Fujimori se ha convertido en parte de la formula que asegure la gobernabilidad a la que aspira el gobierno encabezado por Pedro Pablo Kuczynski. ¿Cómo se ha llegado a del esta situación? ¿Cuáles son los cálculos políticos que se elaboran desde el gobierno y el fujimorismo? En los siguientes párrafos trataré de responder ambos interrogantes.

 

Pedro Pablo Kuzcynski obtuvo la presidencia por un escaso margen. Solo obtuvo 40.000 votos más que su contrincante, Keiko Fujimori. Si bien el exministro había derrotado a la hija del exdictador, el resultado fue mucho más complejo. Fujimori fue la perdedora pero obtuvo 73 de las 130 bancas del Parlamento unicameral1. A la fortaleza parlamentaria debe sumarse la solidez de Fuerza Popular, la organización política que más se acerca en el Perú a algo que podría definirse como un partido político. Movimiento, este último, en el que Keiko Fujimori ejerce un fuerte liderazgo, resultado de una política que no ha dudado en echar mano de la zanahoria y del garrote cada vez que ha sido necesario.

 

En la vereda de enfrente, la organización política que llevó a Kuczynski a la presidencia, Peruanos Por el Kambio (PPK), obtuvo apenas 18 bancas en el parlamento unicameral. A diferencia del fujimorismo, es aún un partido embrionario, del cual existen serias dudas sobre su viabilidad futura una vez que el presidente deje el poder. Además, las fricciones entre quienes controlan la organización política frente a quienes se encuentran en los principales puestos de comando en el ejecutivo no han cesado desde el inicio del gobierno. A diferencia de Fujimori, Kuczynski parece menos interesado en construir un liderazgo fuerte, tanto dentro de su organización como a la cabeza del poder ejecutivo.

 

La estrategia del presidente parece consistir casi exclusivamente en la reactivación económica. La creencia que parece guiarlo es que una gran parte de los problemas que enfrentó durante el primer año de gestión se debieron a la disminución de velocidad de expansión de la economía peruana. De esta manera el énfasis estuvo en el destrabe de los grandes proyectos de inversión y en la recuperación de la confianza empresarial. En el camino el gobierno pareció dejar de lado un principio fundamental: que el poder político es la consecuencia de una miríada de funcionarios y dependencias estatales. Esto lo ha entendido muy bien Keiko Fujimori quien ha logrado no solo nominar una buena cantidad de funcionarios públicos, sino que también ha logrado que muchos funcionarios públicos reconozcan en ella una persona con tanto o más poder que el presidente de la República2. En un país con instituciones débiles como el Perú, dicha percepción reemplaza la falta de rutinas burocráticas.

 

Es en este contexto general en la que debe ser leído el indulto al hoy preso Alberto Fujimori: un gobierno y un partido oficialista débil y una oposición política fuerte. En el indulto a Fujimori conviven hasta tres factores distintos. El primero es que el propio Kuczynski está interesado personalmente en el indultarlo por motivos que van más allá del cálculo político, y según recogen diversas versiones periodísticas, se encuentra una preocupación personal porque el reo Fujimori muera en la cárcel.

 

El segundo factor tiene que ver con la composición interna del propio gobierno de Kuczynski. Muchos de quienes lo asesoran formal e informalmente, así como varios de sus funcionarios más importantes, hubieran trabajado en un hipotético gobierno de Keiko Fujimori. En el fondo, muchos de ellos creen genuinamente que Alberto Fujimori debe abandonar la prisión en la que hoy cumple 25 años de condena. Estos personajes no olvidan el rol preponderante de Fujimori en el proceso de reestructuración neoliberal que vivió el país a partir de 1990.

 

La última de estas razones es probablemente la más relevante. La liberación de Fujimori ha pasado a ser parte del esquema de gobernabilidad de Peruanos Por el Kambio. Contra lo que podría pensar un lector poco familiarizado con la política peruana, la liberación del patriarca de los Fujimori lejos de ser un símbolo que podría fortalecer una alianza con la hija de este tiene todo el formato de un presente envenenado.

 

Después de un año de idas y venidas respecto al tema del indulto, queda claro que no solo Keiko Fujimori no desea que su padre sea indultado, sino que tampoco lo desean las principales figuras al interior de Fuerza Popular, el partido construido por los hermanos Fujimori. Las vacilaciones públicas del presidente Kuczynski respecto al tema del indulto han tenido la virtud de hacer visibles las posturas al interior de esta fuerza político-familiar. Por un lado Keiko Fujimori, así como sus principales asesores y los parlamentarios que ocupan hoy las principales vocerías políticas de la organización no sólo no han promovido ninguna iniciativa legislativa que suavice las condiciones carcelarias del reo Fujimori3, sino que se han esmerado en enviar señales al gobierno respecto a su desinterés por su liberación.

 

Las razones que explican este comportamiento de parte de la élite del fujimorismo son probablemente muy similares entre si. Una salida de prisión de Fujimori padre significaría por un lado un debilitamiento del liderazgo que su hija ha construido en los últimos años tanto dentro de su organización política como de cara al electorado. Si bien es poco probable que una vez fuera de la cárcel Alberto Fujimori decida él mismo convertirse en candidato presidencial, es cierto que el carisma con el cual Keiko Fujimori ha construido su organización política es préstamo de su padre. Una vez en libertad este podría reclamar para si la conducción del movimiento, dejando a la dos veces candidata presidencial en un a segunda posición dentro del partido.

 

De la misma manera, la élite política del actual fujimorismo, no es ni mucho menos aquella que responde al padre. Salvo contadas excepciones, la vieja guardia fujimorista ha sido paulatinamente alejada de posiciones de poder. Quizás la movida más notoria se produjo con la exclusión de la lista parlamentaria de varias figuras históricos dentro del fujimorismo durante el año pasado. Así la lealtad de la nuevas figuras dentro del partido se encuentra indisolublmente ligada a la suerte de su líder, Keiko (y no Alberto) Fujimori. El indulto presidencial significaría no solo el debilitamiento del liderazgo de Keiko, sino también de la nueva elite fujimorista quienes deberían compartir el poder con Alberto y su antigua guardia.

 

La disputa dentro del fujimorismo ha adquirido una nueva dimensión en los últimos meses debido al conflicto abierto por el menor de los Fujimori, Kenyi, miembro de la bancada de Fuerza Popular y según muchos vocero oficioso de su padre. La pugna entre el hermano menor de los Fujimori y su partido ha ido in crecendo. Primero hizo público su desacuerdo con parte de la agenda legislativa planteada por su partido. Luego pasó a exigir de este mayores acciones que conduzcan a la liberación de su líder histórico. A continuación comenzó su paulatino acercamiento al gobierno cuyo punto culminante fue su voto en contra (el único de su partido) contra la cuestión de confianza del ex presidente del Consejo de Ministros, Fernando Zavala.

 

Sin embargo, si la estrategia de una parte de los que promueven el indulto dentro del gobierno consiste en fracturar internamente al fujimorismo hasta ahora lo conseguido es poco. Si bien casi nadie niega hoy la verosimilitud del conflicto entre los hermanos Fujimori, Kenyi no ha logrado aún reclutar un número mínimo de parlamentarios – entre 5 y 10— que lime el poder casi total que posee Keiko Fujimori dentro del Poder Legislativo. Por ahora eso no se vislumbra dentro del terreno de lo posible. Más bien Kenyi ha sido sancionado dentro de su bancada una vez y se encuentra inmerso en un segundo proceso disciplinario. Según recogió un medio impreso, Keiko Fujimori ha señalado que un nuevo proceso disciplinario contra su hermano tendrá como resultado su salida de la agrupación fujimorista.

 

En este escenario, la apuesta de PPK es de alto voltaje. Si la liberación de Fujimori no produce la ansiada fractura dentro de Fuerza Popular o si no logra morigerar la agresividad de esta fuerza política, el resultado más probable es que el presidente se enajenará de una porción del electorado que lo condujo a la victoria: el antifujimorismo. Este sector de la población con una identidad política fuerte y con una capacidad de movilización específica ha venido apoyando al gobierno. Sin este sector, el gobierno dependerá exclusivamente de sus habilidades políticas y de la fortaleza de su organización política (que es más bien escasa) para defenderse de los ataques naranjas. La relativa lejanía de las elecciones presidenciales y parlamentarias seguramente hará que más de uno en el gobierno afirme que los votos que hoy cuentan son los de los congresistas y no el de los electores. Dichos votos, parecen decir

En los últimos dos meses el indulto para Alberto Fujimori ha pasado de ser una posibilidad a ser una certeza. Quienes, de una u otra forma, están cerca del poder político, solo especulan sobre el momento en el que se producirá el indulto. Pero todos lo dan por cierto. De un tiempo a esta parte, pareciera que la salida de la cárcel de Alberto Fujimori se ha convertido en parte de la formula que asegure la gobernabilidad a la que aspira el gobierno encabezado por Pedro Pablo Kuczynski. ¿Cómo se ha llegado a del esta situación? ¿Cuáles son los cálculos políticos que se elaboran desde el gobierno y el fujimorismo? En los siguientes párrafos trataré de responder ambos interrogantes.

 

Pedro Pablo Kuzcynski obtuvo la presidencia por un escaso margen. Solo obtuvo 40.000 votos más que su contrincante, Keiko Fujimori. Si bien el exministro había derrotado a la hija del exdictador, el resultado fue mucho más complejo. Fujimori fue la perdedora pero obtuvo 73 de las 130 bancas del Parlamento unicameral1. A la fortaleza parlamentaria debe sumarse la solidez de Fuerza Popular, la organización política que más se acerca en el Perú a algo que podría definirse como un partido político. Movimiento, este último, en el que Keiko Fujimori ejerce un fuerte liderazgo, resultado de una política que no ha dudado en echar mano de la zanahoria y del garrote cada vez que ha sido necesario.

 

En la vereda de enfrente, la organización política que llevó a Kuczynski a la presidencia, Peruanos Por el Kambio (PPK), obtuvo apenas 18 bancas en el parlamento unicameral. A diferencia del fujimorismo, es aún un partido embrionario, del cual existen serias dudas sobre su viabilidad futura una vez que el presidente deje el poder. Además, las fricciones entre quienes controlan la organización política frente a quienes se encuentran en los principales puestos de comando en el ejecutivo no han cesado desde el inicio del gobierno. A diferencia de Fujimori, Kuczynski parece menos interesado en construir un liderazgo fuerte, tanto dentro de su organización como a la cabeza del poder ejecutivo.

 

La estrategia del presidente parece consistir casi exclusivamente en la reactivación económica. La creencia que parece guiarlo es que una gran parte de los problemas que enfrentó durante el primer año de gestión se debieron a la disminución de velocidad de expansión de la economía peruana. De esta manera el énfasis estuvo en el destrabe de los grandes proyectos de inversión y en la recuperación de la confianza empresarial. En el camino el gobierno pareció dejar de lado un principio fundamental: que el poder político es la consecuencia de una miríada de funcionarios y dependencias estatales. Esto lo ha entendido muy bien Keiko Fujimori quien ha logrado no solo nominar una buena cantidad de funcionarios públicos, sino que también ha logrado que muchos funcionarios públicos reconozcan en ella una persona con tanto o más poder que el presidente de la República2. En un país con instituciones débiles como el Perú, dicha percepción reemplaza la falta de rutinas burocráticas.

 

Es en este contexto general en la que debe ser leído el indulto al hoy preso Alberto Fujimori: un gobierno y un partido oficialista débil y una oposición política fuerte. En el indulto a Fujimori conviven hasta tres factores distintos. El primero es que el propio Kuczynski está interesado personalmente en el indultarlo por motivos que van más allá del cálculo político, y según recogen diversas versiones periodísticas, se encuentra una preocupación personal porque el reo Fujimori muera en la cárcel.

 

El segundo factor tiene que ver con la composición interna del propio gobierno de Kuczynski. Muchos de quienes lo asesoran formal e informalmente, así como varios de sus funcionarios más importantes, hubieran trabajado en un hipotético gobierno de Keiko Fujimori. En el fondo, muchos de ellos creen genuinamente que Alberto Fujimori debe abandonar la prisión en la que hoy cumple 25 años de condena. Estos personajes no olvidan el rol preponderante de Fujimori en el proceso de reestructuración neoliberal que vivió el país a partir de 1990.

 

La última de estas razones es probablemente la más relevante. La liberación de Fujimori ha pasado a ser parte del esquema de gobernabilidad de Peruanos Por el Kambio. Contra lo que podría pensar un lector poco familiarizado con la política peruana, la liberación del patriarca de los Fujimori lejos de ser un símbolo que podría fortalecer una alianza con la hija de este tiene todo el formato de un presente envenenado.

 

Después de un año de idas y venidas respecto al tema del indulto, queda claro que no solo Keiko Fujimori no desea que su padre sea indultado, sino que tampoco lo desean las principales figuras al interior de Fuerza Popular, el partido construido por los hermanos Fujimori. Las vacilaciones públicas del presidente Kuczynski respecto al tema del indulto han tenido la virtud de hacer visibles las posturas al interior de esta fuerza político-familiar. Por un lado Keiko Fujimori, así como sus principales asesores y los parlamentarios que ocupan hoy las principales vocerías políticas de la organización no sólo no han promovido ninguna iniciativa legislativa que suavice las condiciones carcelarias del reo Fujimori3, sino que se han esmerado en enviar señales al gobierno respecto a su desinterés por su liberación.

 

Las razones que explican este comportamiento de parte de la élite del fujimorismo son probablemente muy similares entre si. Una salida de prisión de Fujimori padre significaría por un lado un debilitamiento del liderazgo que su hija ha construido en los últimos años tanto dentro de su organización política como de cara al electorado. Si bien es poco probable que una vez fuera de la cárcel Alberto Fujimori decida él mismo convertirse en candidato presidencial, es cierto que el carisma con el cual Keiko Fujimori ha construido su organización política es préstamo de su padre. Una vez en libertad este podría reclamar para si la conducción del movimiento, dejando a la dos veces candidata presidencial en un a segunda posición dentro del partido.

 

De la misma manera, la élite política del actual fujimorismo, no es ni mucho menos aquella que responde al padre. Salvo contadas excepciones, la vieja guardia fujimorista ha sido paulatinamente alejada de posiciones de poder. Quizás la movida más notoria se produjo con la exclusión de la lista parlamentaria de varias figuras históricos dentro del fujimorismo durante el año pasado. Así la lealtad de la nuevas figuras dentro del partido se encuentra indisolublmente ligada a la suerte de su líder, Keiko (y no Alberto) Fujimori. El indulto presidencial significaría no solo el debilitamiento del liderazgo de Keiko, sino también de la nueva elite fujimorista quienes deberían compartir el poder con Alberto y su antigua guardia.

 

La disputa dentro del fujimorismo ha adquirido una nueva dimensión en los últimos meses debido al conflicto abierto por el menor de los Fujimori, Kenyi, miembro de la bancada de Fuerza Popular y según muchos vocero oficioso de su padre. La pugna entre el hermano menor de los Fujimori y su partido ha ido in crecendo. Primero hizo público su desacuerdo con parte de la agenda legislativa planteada por su partido. Luego pasó a exigir de este mayores acciones que conduzcan a la liberación de su líder histórico. A continuación comenzó su paulatino acercamiento al gobierno cuyo punto culminante fue su voto en contra (el único de su partido) contra la cuestión de confianza del ex presidente del Consejo de Ministros, Fernando Zavala.

 

Sin embargo, si la estrategia de una parte de los que promueven el indulto dentro del gobierno consiste en fracturar internamente al fujimorismo hasta ahora lo conseguido es poco. Si bien casi nadie niega hoy la verosimilitud del conflicto entre los hermanos Fujimori, Kenyi no ha logrado aún reclutar un número mínimo de parlamentarios – entre 5 y 10— que lime el poder casi total que posee Keiko Fujimori dentro del Poder Legislativo. Por ahora eso no se vislumbra dentro del terreno de lo posible. Más bien Kenyi ha sido sancionado dentro de su bancada una vez y se encuentra inmerso en un segundo proceso disciplinario. Según recogió un medio impreso, Keiko Fujimori ha señalado que un nuevo proceso disciplinario contra su hermano tendrá como resultado su salida de la agrupación fujimorista.

 

En este escenario, la apuesta de PPK es de alto voltaje. Si la liberación de Fujimori no produce la ansiada fractura dentro de Fuerza Popular o si no logra morigerar la agresividad de esta fuerza política, el resultado más probable es que el presidente se enajenará de una porción del electorado que lo condujo a la victoria: el antifujimorismo. Este sector de la población con una identidad política fuerte y con una capacidad de movilización específica ha venido apoyando al gobierno. Sin este sector, el gobierno dependerá exclusivamente de sus habilidades políticas y de la fortaleza de su organización política (que es más bien escasa) para defenderse de los ataques naranjas. La relativa lejanía de las elecciones presidenciales y parlamentarias seguramente hará que más de uno en el gobierno afirme que los votos que hoy cuentan son los de los congresistas y no el de los electores. Dichos votos, parecen decir desde el oficialismo, valen bien el riesgo que supone la liberación de Fujimori. El gobierno parece haber decido que otras vías de regular el conflicto político están o bien fuera de su alcance o de su interés.

 

desde el oficialismo, valen bien el riesgo que supone la liberación de Fujimori. El gobierno parece haber decido que otras vías de regular el conflicto político están o bien fuera de su alcance o de su interés.

lunes, 30 de octubre de 2017

CHINA AVANZA HACIA SU ABSOLUTISMO TOTALITARIO TRADICIONAL






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¿Hacia dónde va China? Tres tendencias clave tras el Congreso del Partido Comunista


¿Hacia dónde va China? Tres tendencias clave tras el Congreso del Partido Comunista. Foto: Dennis Jarvis / Flickr (CC BY-SA 2.0).
Foto: Dennis Jarvis / Flickr (CC BY-SA 2.0).


Tras el Congreso del Partido Comunista que acaba de celebrarse, China inicia una nueva etapa que se anuncia de gran trascendencia (se habla incluso de una nueva “era”). ¿Hacia dónde va China? El objeto de este post es comentar de manera resumida las grandes tendencias o cuestiones que se plantean en la evolución futura de China, que va a girar en torno a tres grandes ejes.

 

1. Fortalecimiento del poder del Partido Comunista, involución en derechos y libertades

El Congreso ha confirmado el fortalecimiento del poder de Xi Jinping, el Secretario General del Partido (y también presidente de la República Popular). La constitución del Partido ha incorporado incluso una referencia al “pensamiento de Xi Jinping”, algo que le sitúa casi al nivel de Mao, y por encima de los anteriores secretarios generales. Según algunos analistas, Xi se presenta como el tercer gran “transformador” de la República Popular China, tras Mao Tse-tung (el fundador de la República), y Deng Xiaoping (el impulsor de las reformas económicas).


Xi tiene como un objetivo central el fortalecimiento del poder del Partido Comunista Chino. Ello ha ido acompañado de una involución en la política de libertades y derechos humanos, que previsiblemente continuará, o se reforzará, en el futuro.


La represión de los considerados como disidentes o críticos hacia el sistema ha llevado a que se crucen algunas líneas cualitativas. Por ejemplo, por primera vez la autonomía de Hong Kong no ha sido respetada, con el secuestro y traslado a China continental de personas que Pekín consideraba hostiles. Por primera vez también se ha condenado y encarcelado en Hong Kong a políticos de la oposición.


El panorama pues no es positivo para el marco de libertades.


2. Una política exterior asertiva, que potencie la influencia de China en el mundo



Con Xi Jinping se ha producido un cambio en la política exterior china: la política de perfil bajo que preconizó Deng Xiaoping ha dado paso a una política mucho más firme y asertiva.


China quiere influir en los asuntos globales, en consonancia con su peso económico. Ha lanzado una iniciativa como la Nueva Ruta de la Seda, que pretende desarrollar un gran corredor económico euroasiático (con una amplia prolongación a otras zonas, como Oriente Medio y Africa oriental). 

Conocida también por las siglas en inglés OBOR (“One Belt, One Road”), esta iniciativa va  afectar directamente a más de 60 países. Ha creado nuevas instituciones financiera multilaterales, como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras, que representan una alternativa, bajo liderazgo chino, a las instituciones financieras “tradicionales”, controladas por los países occidentales, como el Banco Mundial o el Banco Asiático de Desarrollo.


Xi Jinping se ha presentado como campeón de la globalización (algo que entra en contradicción con las dificultades que las empresas extranjeras encuentran en el mercado chino) y de la lucha contra el cambio climático.


Incluso se habla del resurgimiento de la idea del Consenso de Pekín: China ofrecería un modelo de desarrollo alternativo al que se ha ofrecido desde el mundo occidental, un modelo que compatibiliza autoritarismo político y eficiencia económica y que puede ser mucho más efectivo (según sus defensores) para los países en desarrollo.



3. Reforma económica, con condicionantes y un reforzamiento del papel del Estado

En el terreno económico es en donde se pueden encontrar mayores incertidumbres. China afronta serios problemas económicos, desde el fuerte crecimiento del endeudamiento (que ha sobrepasado el 250% del PIB, frente a un 140% en 2008), hasta las ineficiencias de las empresas estatales.



Preocupado por fortalecer el poder del Partido, Xi Jinping ha relegado en alguna medida las reformas económicas en su primer mandato. ¿Adoptará, como algunos observadores pronostican, una política más activa en este campo en el nuevo mandato que se abre ahora?


En todo caso, las reformas se abordarán probablemente con prudencia, con el fin de minimizar los efectos negativos (desempleo) que pudieran poner en peligro la estabilidad social. Luchar contra las desigualdades y la corrupción continuará siendo un objetivo prioritario.


Un tema de creciente importancia es el descontento en la comunidad internacional por determinadas actuaciones económicas chinas. Muchas empresas extranjeras se enfrentan a obstáculos y discriminaciones en el mercado chino (en el último estudio de la Cámara de Comercio americana en China, por ejemplo, un 81% de las empresas encuestadas opinaban que las empresas eran menos bienvenidas en China que antes).


Crecen asimismo los recelos frente a las inversiones chinas. En algunos países se ha vetado la venta de empresas a inversores chinos, y en la Unión Europea se ha planteado adoptar medidas de control de las inversiones extranjeras que apuntan claramente a las inversiones chinas.


En todo caso, el reforzamiento del poder del Partido Comunista tiene su correlato en el reforzamiento del papel del Estado en la actividad económica, incluyendo a las empresas privadas.


El contexto económico continuará marcado por la transformación del modelo productivo, con énfasis (y grandes inversiones) en innovación y sectores de tecnología avanzada. A nivel macroeconómico continuará aumentando el peso del consumo y los servicios.


Una nueva autoconfianza


En el trasfondo de los desarrollos mencionados en los párrafos anteriores se percibe una reforzamiento de la autoconfianza de China, y en especial de sus dirigentes políticos. Estos piensan que su sistema político funciona de forma eficiente, en contraste con las disfuncionalidades y alteraciones que han aparecido en muchos países occidentales (desde el Brexit hasta la elección de Trump, “algo que no hubiera podido producirse en China”, como señalan muchos chinos).


Por otra parte, y en contra de las teorías de muchos analistas políticos, China ha demostrado la capacidad para compatibilizar un sistema político autoritario  con el mantenimiento de una senda de crecimiento económico y de avances en innovación y tecnología.

Link Original  

https://blog.realinstitutoelcano.org/hacia-donde-va-china-tres-tendencias-clave-tras-congreso-del-partido-comunista/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+BlogElcano+%28Blog+Elcano%29

domingo, 29 de octubre de 2017

TRUMP: ¿Failing all goals?





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‘America First’ is a losing strategy on trade
Mireya Solís Tuesday, October 24, 2017

The real driving force of the Trump administration’s trade policy is not the rejection of multilateralism in favor of bilateralism, writes Mireya Solís. Rather, it boils down to the pursuit of unilateralism: ensuring that the United States enjoys wide berth in reinstating tariffs for specific products, changing the terms of existing trade agreements, and weakening dispute settlement mechanisms at the regional and global level that could be used to tame U.S. protectionism. This piece was originally published on The Mark News.

The Trump administration’s opening salvo in launching its “America First” trade policy was to pull out from the Trans-Pacific Partnership (TPP) —a move that many assumed effectively killed this 12-nation trade

Philip Knight Chair in Japan Studies

In rejecting a multilateral agreement such as the TPP, President Donald Trump heralded the benefits of bilateralism: one-on-one deals where the United States can leverage its overwhelming market power to win fast results at the negotiation table. And yet, that expectation has not panned out. The TPP project  lives on and there are no prospects for a string of U.S.-led bilateral trade agreements to materialize any time soon.
The real driving force of the Trump administration’s trade policy is not the rejection of multilateralism in favor of bilateralism. Rather, it boils down to ensuring that the United States enjoys near free reign in reinstating tariffs for specific products, changing the terms of existing trade agreements, and weakening dispute settlement mechanisms at the regional and global level that could be used to tame U.S. protectionism.
This much is clear from developments in trade policy during the first nine months of the Trump presidency.
First, there is heightened reliance on domestic U.S. trade laws that provide the executive branch with powers to restrict imports: stepped up anti-dumping investigations; the revival of Section 301—where the United States reserves the right to punish what it deems are unfair trading practices of others; and the little-used Section 232, which uses national security grounds to limit imports, notably steel and aluminum.
Second, there are demands in trade renegotiations that aim to weaken legal strictures on U.S. behavior; for example, eliminating the North America Free Trade Agreement’s  Chapter 19, which gives member countries the ability to establish panels to review anti-dumping actions, and the idea of making NAFTA’s investment arbitration system optional.
Third, there are actions to weaken the World Trade Organization’s dispute settlement system by stalling the appointment of new members of the appellate body until some undefined reforms take place. Triggering tit-for-tat retaliation or undermining the WTO are clear and present dangers of unilateralism.
But the United States is also going it alone in one more fundamental way: its choice of trade negotiation strategy.
The Trump administration is following a rearview mirror approach to negotiations, looking backward by reopening existing trade agreements. Hence, a redo of NAFTA and amendments to the U.S.-Korea Free Trade Agreement (KORUS). Constructive engagement with our partners to modernize trade agreements or ensure their faithful implementation is a worthwhile endeavor. But the Trump administration is setting up these renegotiations to fail by doubling down on eliminating bilateral trade deficits as the central objective of the talks—despite the fact that the trade balances reflect larger macroeconomic forces and are not an indicator of U.S. economic health.
This misguided negotiation mandate has led the U.S. trade representative to toy with NAFTA proposals that are non-starters for Canada and Mexico or other stakeholders in Congress and the business community. For example, the trade representative is considering a sunset clause to phase out NAFTA in five years if all three parties do not move to renew it. Another clause insists on a new requirement of 50 percent U.S. content in automobiles, despite the goal of NAFTA to nurture an integrated and competitive regional production platform that awards consumers the best products at the lowest cost.
While the United States is trying to change the terms of its existing trade agreements—in ways where there is no domestic consensus or partner buy-in—governments in Asia and elsewhere are placing their bets on a new crop of large-scale, multiparty trade pacts: the Regional Comprehensive Economic Partnership comprising 16 nations in East Asia including China; the Japan-EU Economic Partnership Agreement; and a TPP 2.0.
The remaining eleven TPP member nations are engaged in a concerted effort to relaunch the project with the objective of securing an agreement in principle at the Asia-Pacific Economic Cooperation economic leaders’ summit meeting in Vietnam next month. This is certainly a tall order given the profound impact of America’s exit from the agreement. However, the negotiators have wisely chosen a formula—temporal suspension of some of the TPP disciplines until the U.S. returns to the agreement—that allows them to reconcile their two most fundamental objectives: to persuade reluctant parties to stay on despite diminished economic gains by rebalancing concessions and to encourage the United States to come back by keeping the option of reverting to the original agreement.
How, when, or if ever the United States will rejoin the TPP is anyone’s guess. But U.S. leadership has already taken a toll. Some of America’s closest partners and allies are now moving forward in an effort to create market opportunities that do not include America. The nation’s losses are bound to multiply. If NAFTA unravels, American farmers and ranchers will lose market access to some of their top clients. Factory workers will be made redundant as well. By one estimate, just in the auto parts sector, a U.S. pullout from NAFTA would put 50,000 jobs in jeopardy.

Unilateralism is not a recipe for American success; rather it makes Americans losers.

CHALLENGING THE WEST




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Responding to Russia’s Resurgence
Not Quiet on the Eastern Front


Many observers believe that the greatest damage Russia has done to U.S. interests in recent years stems from the Kremlin’s interference in the 2016 U.S. presidential race. Although there is no question that Moscow’s meddling in American elections is deeply worrying, it is just one aspect of the threat Russia poses. Under Vladimir Putin, Russia has embarked on a systematic challenge to the West. The goal is to weaken the bonds between Europe and the United States and among EU members, undermine NATO’s solidarity, and strengthen Russia’s strategic position in its immediate neighborhood and beyond. Putin wants nothing less than to return Russia to the center of global politics by challenging the primacy that the United States has enjoyed since the end of the Cold War. He has undertaken a major military modernization designed to intimidate neighbors and weaken NATO, and he has resorted to the overt use of military force to establish new facts on the ground—not just in what Moscow calls its “sphere of privileged interests,” which encompasses all of the former Soviet republics, but also further afield, including in the Middle East, an area where the U.S. military has long operated with a free hand.

For some time now, “the Kremlin has been de facto operating in a war mode,” the Russia scholar Dmitri Trenin has observed, and Putin has been behaving like a wartime leader. Washington’s response to this challenge must be equally strong. First, it is critical to maintain transatlantic unity; divisions across the Atlantic and within Europe weaken NATO’s ability to respond to Russian provocations and provide openings for Moscow to extend its reach and influence. 

The alliance has responded to the new Russia challenge by enhancing its presence in eastern Europe and the Baltic states, and Russia has so far not threatened the territorial integrity of any NATO member state. But NATO must do more to bolster its deterrence by sending a clear message to the Kremlin that it will not tolerate further Russian aggression or expansionism. At the same time, policymakers must remember that the United States is not at war with Russia; there is no need for Washington to put itself on a war footing, even if Moscow has. Dialogue and open channels of communication remain essential to avoiding misunderstandings and miscalculations that could escalate into a war no one wants.

OLD HABITS DIE HARD

After the Cold War ended, American, European, and Russian strategic objectives appeared to converge on the goal of fostering the economic and political transformation of eastern Europe and Russia and creating an integrated Europe that would be whole, free, and at peace. The military confrontation that had marked relations for more than 40 years rapidly and peacefully disappeared with the collapse of the Warsaw Pact, the withdrawal of Soviet forces from eastern Europe, and the negotiation of far-reaching arms control agreements. Freed from the strategic logic of the Cold War, governments focused their energies on transforming eastern Europe’s command economies into functioning market democracies and on the task of unifying the continent.

In Russia in the early 1990s, economic “shock therapy” rapidly dismantled the state-controlled economy of the Soviet era but failed to produce immediate or widely shared prosperity. The Russian financial crisis of 1998 imposed significant costs on the population—including a sharp rise in prices for basic goods as a result of the rapid depreciation of the ruble—and helped set the stage for the emergence of a new generation of leaders committed to stability and order even at the cost of economic and political liberalization. 

By the end of the decade, a demoralized Russian public welcomed the arrival of a strong new leader; Putin, the former head of Russia’s security services, took office in late 1999, promising an end to chaos and a return to stability. By tightening his control over the state bureaucracy, Putin fulfilled his promise. And as rising oil and gas prices filled government coffers, he also managed to raise the standard of living of ordinary Russians. The focus during this time was on domestic renewal rather than foreign engagement, although Putin did indicate a desire for increased cooperation with the United States, especially when it came to confronting common threats, such as terrorism. 

As Russia’s confidence and wealth grew, however, the Kremlin became increasingly concerned about what it perceived as Western encroachment in its sphere of influence, as successive countries in central and eastern Europe, including the three Baltic states, opted to join NATO and the EU. Putin chafed at what he saw as Washington’s growing power and arrogance, especially in the wake of the 2003 invasion of Iraq, and he gradually abandoned any thought of seeking common ground with the West. 

The first signs of this shift came, unexpectedly, in a speech Putin delivered at the Munich Security Conference in 2007. He railed against NATO expansion and accused the United States of running roughshod over the sovereignty of other countries in its pursuit of a unipolar world. In Putin’s eyes, Washington aimed at nothing less than world domination: “One single center of power. One single center of force. One single center of decision-making. It is [a] world in which there is one master, one sovereign.”

Putin chafed at what he saw as Washington’s growing power and arrogance, and he gradually abandoned any thought of seeking common ground with the West.


And it wasn’t just Putin’s rhetoric that changed. That same year, Russia exploited internal disagreements between ethnic Russians and Estonians to launch a cyberattack against Estonia’s government, media outlets, and banking system. The following year saw the first overt military expression of Moscow’s new foreign policy direction: Russia’s war with Georgia, ostensibly designed to secure the independence of two breakaway regions but in fact meant to send a clear message that Russia was prepared to stymie Georgia’s ambitions to join the West.

THE PUTIN PLAYBOOK

Although Moscow achieved its objectives in the war against Georgia, the conflict laid bare real weaknesses in Russia’s armed forces, including failing command and control, a woeful lack of military training, and significant shortcomings in its military hardware. Some 60 to 70 percent of Russian tanks and armored vehicles broke down during the five days of fighting, and although Russia’s per capita military spending was 56 percent greater than Georgia’s that year, the heavy armor deployed by Tbilisi was far more modern and advanced than Moscow’s.

None of these deficiencies went unnoticed in Moscow, and the Kremlin immediately embarked on a massive military reform and modernization program. Between 2007 and 2016, Russia’s annual military spending nearly doubled, reaching $70 billion, the third-highest level of defense spending in the world (following the United States and China). Military spending in 2016 amounted to 5.3 percent of Russia’s GDP, the highest proportion since Russia’s independence in 1990 and the highest percentage spent on defense by any major economy that year. In 2011, Moscow announced a ten-year modernization program that included $360 billion in new military procurement. At the same time, the Russian armed forces began a wholesale restructuring and an overhaul of their training programs. 

The effect of these improvements became clear in Ukraine six years after the war in Georgia. As Kiev was rocked by political upheaval over its ties to the EU, Putin—who had once told U.S. President George W. Bush that Ukraine was “not even a state” and claimed that the Soviet Union had given the territory of Crimea to Ukraine in 1954 as “a gift”—responded by invading and annexing Crimea in early 2014. Not satisfied with controlling this strategically vital peninsula, Moscow then fomented a separatist rebellion in the eastern Ukrainian provinces of Donetsk and Luhansk, home to a predominantly Russian-speaking population and to many of Ukraine’s heavy industries. Russia sent military equipment, advisers, and ultimately thousands of troops to the area in order to prevent Ukraine from securing control over its own territory. 

The thrusts into eastern Ukraine were straight out of the Putin playbook, but the Crimea operation represented a qualitatively new effort by Moscow to get its way. Crimea was not just invaded; it was annexed and incorporated into the Russian Federation after an illegitimate, rigged referendum. Putin wanted Russia’s “gift” back, even though Moscow had agreed to respect the territorial integrity of every former Soviet republic when the Soviet Union broke up, in 1991, and had explicitly reiterated that commitment in a legally binding memorandum negotiated with Ukraine, the United States, and the United Kingdom in 1994. For the first time in postwar European history, one country had annexed territory from another by force. 

The operation in Crimea also demonstrated a whole new form of Russian military prowess. Stealthily deployed special forces took over key facilities and organs of the Ukrainian state. Sophisticated cyber-operations and relentless disinformation diverted attention from what was happening. And the speed of the operation meant it was completed before anyone could mount an effective response. 

Russian special forces, dressed in green uniforms without identifying patches, suddenly appeared at strategic points throughout Crimea and effectively took control of the peninsula. Simultaneously, a large-scale propaganda operation sought to hide Moscow’s fingerprints by suggesting that these “little green men” were local opposition forces that reflected the popular will to reject the political change in Kiev and reunite with Russia instead. This, in short, was no traditional military invasion; it was hybrid warfare in which goals were accomplished even before the adversary understood what was going on. It represented an entirely new threat for which neither Ukraine nor NATO was prepared. 

Moscow justified the invasion and annexation of Crimea with arguments based on a new form of Russian nationalism. From the outset of the conflict, Putin had maintained that Crimea was rightly Russia’s and that Moscow was fully within its right in retaking it. Moreover, Russia claimed that it had to act because Russian-speaking people in Ukraine were being attacked by a violent mob of “nationalists, neo-Nazis, Russophobes, and anti-Semites” who had carried out a coup in Kiev. 

Later, Putin went further, pronouncing a new doctrine aimed at defending Russians anywhere. “I would like to make it clear to all: our country will continue to actively defend the rights of Russians, our compatriots abroad, using the entire range of available means.” And Putin was adamant that he was not talking about just Russian citizens, or even ethnic Russians, when pronouncing this absolute right to defend them anywhere. “I am referring to those people who consider themselves part of the broad Russian community; they may not necessarily be ethnic Russians, but they consider themselves Russian people.” To many, these words echoed claims made during the 1930s that Germany had a right—and an obligation—to protect Germans in other countries, such as Austria, Czechoslovakia, and Poland.

GAMES WITHOUT FRONTIERS

Russia’s invasion of Ukraine and the continued fighting there have exacted a huge toll on the country. According to the Office of the UN High Commissioner for Refugees, more than 10,000 people have died since mid-2014, nearly 25,000 have been injured, and some 1.6 million Ukrainians have been internally displaced. Every day brings exchanges of fire and more casualties. Yet the incursion into Ukraine represents only one part of the expansion of Russia’s military footprint, which stretches from the Arctic in the north to the Mediterranean in the south. 

The operation in Crimea demonstrated a whole new form of Russian military prowess.

Russia’s military buildup is both vast in scope and strategically significant. In the country’s far north, Russia has reopened former military bases near the Arctic Ocean, establishing a position of military dominance in a region where peaceful cooperation among the Arctic powers had become the norm. From there, Russia has bolstered and modernized its military presence in its western territories, which stretch from the Norwegian border in the north to the Ukrainian border in the south. Moscow has also beefed up its presence in what is already the most heavily militarized piece of land in Europe, the Kaliningrad exclave—just under 6,000 square miles of Russian-controlled territory sandwiched between Lithuania and Poland. More than 300,000 well-trained troops are deployed in Kaliningrad, equipped with modern tanks, armored vehicles, and missile batteries, including a nuclear-capable short-range missile system—posing a significant military threat to Poland and the three Baltic states. 

A similar buildup has occurred farther south. Since the war in Ukraine began, Russia has sent additional brigades to the Ukrainian border and announced the creation of three new divisions that will face in a “southwest strategic direction”—in other words, toward Ukraine. In addition to deploying 30,000 troops to Crimea, Moscow has positioned 30 combat ships, five submarines, more than 100 combat aircraft, and more than 50 combat helicopters, as well as long-range antiship and antiaircraft missile and radar systems, on the strategically vital peninsula, giving Russia the ability to dominate the Black Sea region. It also has deployed thousands of troops to occupied areas in eastern Ukraine, Georgia, and Moldova—as well as some 5,500 troops to Armenia, which are there with the consent of the Armenian government in support of its claim to the disputed Nagorno-Karabakh region. Finally, Russia has enlarged its air and naval presence in Syria in order to better assist the endangered regime of Bashar al-Assad, effectively ending NATO’s uncontested control of the eastern Mediterranean, a strategically pivotal area that includes the Suez Canal. Although many analysts worry about the Russian threat to the Baltic states, the more dramatic shift has been in the Mediterranean, where Russia’s navy now boasts missiles that can threaten most of Europe. 

Russia’s enhanced military presence has been matched by increased military assertiveness. This trend started with the invasion of Ukraine but did not end there. In Syria, Russia has increased the tempo of its military operations in support of the flailing Assad regime and employed long-range missiles fired from naval vessels in the Caspian and Mediterranean Seas. It has flown fighter and bomber missions close to or even within the airspace of NATO member states and other European countries. It has deployed nuclear submarines armed with ballistic missiles from its northern ports to the Atlantic. And it has engaged in often dangerous air and naval activities, including buzzing NATO naval vessels and aircraft, flying military aircraft with their transponders turned off, and intentionally failing to monitor emergency communications channels. 

Meanwhile, the Russian military has significantly enhanced the scale and scope of its training exercises, launching many without any notice. In 2014, days before the invasion of Ukraine, a snap exercise mobilized 150,000 troops near the Russian-Ukrainian border; in September 2017, Moscow conducted its quadrennial Zapad exercise, mobilizing up to 100,000 troops in western Russia, Kaliningrad, and Belarus and requisitioning enough rail cars to transport 4,000 tanks and armored vehicles. At the same time, Russia is modernizing all three legs of its nuclear triad, building new long-range missiles, submarines, and bombers to maintain a nuclear force that is at least the equal of the U.S. arsenal.
MAXIM SHEMETOV / REUTERSRussian military helicopters outside Moscow, June 2015.
ALARM BELLS

Russia’s military buildup and posturing have provided Moscow with renewed confidence—a sense that Russia once again matters and that the world can no longer ignore it. In the Kremlin’s eyes, Russia is again a great global power and therefore can act as global powers do. Not surprisingly, the buildup has caused concern in the Pentagon. Calling Russia’s behavior “nothing short of alarming,” the chairman of the Joint Chiefs of Staff, General Joseph Dunford, concluded in 2015 that “Russia presents the greatest threat to our national security.” 
How should the United States and its European allies respond to this threat? To date, the combined NATO response has been impressive. But Washington and other NATO allies must work harder to thwart the challenge Russia poses to security and stability in Europe and beyond. 

For years, the NATO allies had been divided in their views of Russia, with some (such as France, Germany, and Italy) insisting that the alliance should seek a strategic partnership with Moscow, and others (such as Poland and the Baltic states) warning that Russia still posed a threat. The Russian invasion of Ukraine ended much of this internal debate, and NATO responded with actions designed to leave no doubt about its commitment to defend all its members against a possible Russian attack. The alliance created a new 5,000-member joint task force that can deploy within 48 to 72 hours, sent four multinational combat battalions to Poland and the Baltic states, and established command-and-control headquarters in all its eastern European member states, including new multinational headquarters in Poland and Romania. NATO has also increased the number of exercises it carries out in central and eastern Europe, made infrastructure investments to enable reinforcements to arrive at their destinations more quickly, and ramped up its naval and air presence in the Baltic Sea and the Black Sea. 

As the alliance’s strongest and most important ally, the United States has taken the lead in many of these activities. It heads the new combat battalion in Poland and has added an additional combat brigade, which deploys to Europe from the United States on a rotating basis. Beginning this year, it will also begin forward-deploying tanks and other heavy equipment for a combat division in order to allow for the rapid reinforcement of NATO’s eastern territories. Annual spending on this European reassurance initiative has risen from less than $1 billion two years ago to a budget request of nearly $5 billion for the coming fiscal year. Together, these steps amount to the largest reinforcement of NATO’s collective-defense efforts since the end of the Cold War. But they are not enough. 

The steps taken by NATO countries since 2014 to strengthen deterrence have halted the alliance’s decline in overall capabilities, but the response has been too slow and too limited. These steps must be backed by real improvements in the overall capability of NATO’s military forces, as well as significant investments in land, air, and naval infrastructure to enable the rapid reinforcement of the alliance’s eastern European member states. Unfortunately, for over a decade, most European countries have cut their defense spending and failed to invest sufficiently in maintaining, let alone increasing, their armed forces. Meanwhile, distracted by conflicts in Afghanistan and the Middle East, the United States has steadily reduced its overall military footprint in Europe. 

After Russia’s invasion of Ukraine, NATO leaders finally agreed to stop cutting defense spending, and all members committed to spending at least two percent of GDP on defense by 2024. That target is hardly onerous—in fact, it is too modest. In 2000, just a decade after the Cold War ended, European NATO countries were spending two percent of their combined GDP on defense; by 2014, that number had fallen to 1.45 percent. Given the magnitude of the threat and the pressing need to demonstrate every ally’s commitment to the collective defense of NATO’s territory, NATO should move more quickly and push all members to reach the two percent target by 2020 at the latest.

NO LONGER OBSOLETE

Speaking almost a decade after Putin lambasted NATO and the United States at the Munich Security Conference in 2007, Russian Prime Minister Dmitry Medvedev returned to the same podium last year to lament that “we have slid back into a new Cold War.” But the current confrontation is very different from the actual Cold War, an ideological clash that extended to every part of the world. Huge armies were deployed on either side of the Iron Curtain, many thousands of nuclear weapons were ready to launch at a moment’s notice, and proxy wars were fought as far away as Africa, Asia, and Latin America. Today’s confrontation lacks the intensity, scale, and ideological divisiveness of that earlier, deadlier conflict. 

Moreover, the biggest threat today is not a deliberate war, as it was then, but the possibility of miscalculation. One worry is that Russia might not believe that NATO would actually come to the defense of its most exposed allies—which is why strong statements of reassurance and commitment by all NATO countries, and not least the United States, are so vital. Improving the military capabilities and extending the forward presence of NATO forces are important signals of resolve, but they need to be backed by words that leave no doubt of the intention to use these forces to defend allies if they are attacked. That is why it was so important for U.S. President Donald Trump to publicly recognize the centrality of NATO’s Article 5 commitment to collective defense, which he did by noting, in April, that NATO is “no longer obsolete”—reversing his earlier claim that it was—and by explicitly stating, at a press conference in June, that he was “committing the United States to Article 5.”

Another possible miscalculation could come from the failure of NATO or Russia to understand the other party’s true motives and intentions. Doubts are fed by snap military exercises involving large numbers of troops near borders, a lack of transparency in deployments, and dangerous military activities that simulate attacks and threaten the safety of opposing forces. At a time of rising tensions, actions like these contribute to an uncertain climate and increase the possibility of accidents and escalation. 

Whatever the growing differences between Russia, the United States, and NATO, they all share one crucial common interest: avoiding a major war that no one wants. The most pressing priority is to encourage direct dialogue, at both the political and, especially, the military level. The NATO-Russia Council, forged in more optimistic times but still a body that brings Russia and all 29 NATO members together under one roof, is well suited to this task and can help devise rules and procedures that will reduce the likelihood of confrontation. Rising political tensions have sidelined the council and turned it into a venue for debating differences rather than finding common ground. Yet it provides a forum for discussing ways to increase transparency, build confidence, and ensure communication during crises, which are all necessary to avoid miscalculation and escalation.

Today, Russia poses a threat unlike any the United States and its allies have faced since the end of the Cold War. It is a challenge the United States and its European allies can meet only through unity and strength. If they fail to unite and bolster NATO’s defense capabilities, Europe’s future stability and security may well be imperiled.