martes, 31 de enero de 2017

EL ”MURO MENTAL” DE UN REGENTEADOR DE HOTELES





La firme resistencia de México



Credit Mikey Burton

CIUDAD DE MÉXICO — Han transcurrido apenas nueve días desde que el presidente Trump asumió el cargo y ya tiene una minicrisis diplomática en sus manos. Primero, le exigió a México pagar por su muro a lo largo de la frontera común, el mismo día que los diplomáticos mexicanos se reunirían con los funcionarios de la Casa Blanca. Cuando el presidente de México, Enrique Peña Nieto, rechazó la idea sin pensarlo dos veces, Trump tuiteó que debería considerar cancelar la visita planeada a Washington el próximo martes, que es justo lo que Peña Nieto hizo.

Para México, la cancelación y el aumento de las tensiones con Estados Unidos son un asunto serio y triste.

Triste, porque ningún mexicano quiere la ruptura de los lazos bilaterales. Cinco presidentes consecutivos han buscado tomar un nuevo rumbo con nuestro vecino del norte, dejando atrás recelos y resentimientos del pasado. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que contó con el apoyo estadounidense durante la crisis financiera de mediados de los noventa; las negociaciones migratorias en 2001; la lucha extendida contra el narcotráfico; la cooperación en materia de seguridad y el fomento a una nueva disposición de los mexicanos según la cual ser vecinos ya no era visto como un problema, sino como una oportunidad: ahora, todo esto se encuentra en entredicho y está en riesgo.

Es un asunto serio porque, al vincularse con Estados Unidos, México ha colocado todos sus huevos en una canasta: América del Norte, el libre comercio, la democracia y el respeto a los derechos humanos. Los decretos del presidente Trump y sus opiniones en estos temas fundamentales hacen que esta decisión parezca un error.

Es por ello que hoy México enfrenta una decisión difícil, dada la asimetría entre ambos países: dar cabida a Trump y obtener el trato menos malo, o trazar una serie de líneas rojas o exigencias estadounidenses que son inaceptables para México y adoptar una contundente política de resistencia. Podría entonces intentar esperar a que Trump actúe, con la esperanza de que se le abran tantos frentes al mismo tiempo que la oposición a sus excesos dentro de su propio país crezca y los aliados de México en Estados Unidos y el extranjero acaben por reequilibrar la correlación de fuerzas desiguales.

A Peña Nieto no le quedó otra opción que cancelar el viaje. Sin embargo, él mismo se había puesto entre la espada y la pared debido a su indecisión previa.

Desde hace tiempo sabía que Trump insistiría en la renegociación. Sabía que había varías vías que podrían conducir a un resultado favorable para Canadá, Estados Unidos y México, pero que también habría consecuencias nefastas para México si el camino elegido de un TLCAN revisado requería deliberaciones interminables en las legislaturas de los tres países. Así, el tratado sería rehén de riñas bipartidistas, sin ninguna garantía de ser aprobado. La incertidumbre que eso implicaría podría posponer la inversión extranjera en México indefinidamente.

México debería haber dejado sus restricciones comerciales muy claras. Todo lo que se pudo haber hecho sin necesidad de aprobación legislativa en los tres países es juego limpio, pero nada más. De lo contrario, es mejor que Estados Unidos invoque el artículo 2205 del TLCAN, que establece que un país puede retirarse del tratado seis meses después de notificarlo.

Peña Nieto debería haber puesto otra línea roja similar en un tema más espinoso, quizá más importante: el muro. De nuevo, inexplicablemente, el presidente mexicano se puso contra una esquina al hacer hincapié solo en el pago del muro y no en su existencia misma. El meollo del asunto nunca debería haber sido quién pagaría por el muro, sino que este era un acto poco amistoso hacia un país amigo, que enviaba un desastroso mensaje a América del Norte. El verdadero problema es que generará incontables problemas sociales, culturales y ambientales a lo largo de la frontera; elevará el costo y el riesgo de los cruces no autorizados y atraerá aún más crimen organizado.

Ahora México debería establecer otro límite muy claro. Si Estados Unidos quiere construir un muro, nosotros usaremos todas las herramientas a nuestra disposición para retrasarlo y hacerlo más caro. Sin embargo, también señalaremos que más vale que el muro del presidente Trump sea efectivo, porque tendrá que evitar el ingreso, sin mayor cooperación mexicana, de drogas, migrantes, terroristas y “bad hombres”. Si Trump “rompe” el acuerdo fronterizo que ha prevalecido entre nuestros dos países desde hace casi un siglo, es “su problema” (según la regla Pottery Barn).

Por último, en lo que respecta a las deportaciones, México también debe anunciar su límite no negociable. También es poco amigable pedir más dinero y agentes que hagan cumplir la ley migratoria, castigar a las ciudades santuario y tratar de enviar a los supuestos criminales a México. En particular cuando uno recuerda que la misma política aplicada a El Salvador a finales de los noventa convirtió al país en el más violento del mundo.

México debe decir fuerte y claro que invitará a todos nuestros posibles deportados a exigir una audiencia tras su detención y a negarse a la deportación voluntaria; que vamos a proveer asistencia jurídica, de nuestro bolsillo, a todos los mexicanos indocumentados bajo arresto y que le negaremos el ingreso a toda persona de la cual autoridades estadounidenses no puedan probar que tiene la nacionalidad mexicana. Estas no son decisiones sencillas y no están exentas del riesgo de represalias. Sin embargo, tampoco lo son los aranceles del 20 por ciento a las importaciones de México, una propuesta que la Casa Blanca sugirió el jueves y que podría aprobar.

La ventaja más efectiva de México en este conflicto desafortunado e innecesario es la estabilidad que ofrece en el flanco sur de Estados Unidos. Washington debería dar gracias por sus logros. Durante un siglo, Estados Unidos ha sido cómplice de la corrupción mexicana, las violaciones a los derechos humanos y el gobierno autoritario. No obstante, también ha apoyado a México económicamente, se ha abstenido de buscar un cambio de régimen, además de tolerar la migración en masa del sur y, en general, tratar a México con respeto. Este toma y daca fue inmensa y mutuamente benéfico. Meterse con eso es más que temerario: es imprudente para ambos países.



Uruguay: Un gobierno de irresponsables e improvisados. El ciudadano pagará, siempre, por sus infinitas ineptitudes.



Resultado de imagen de logo de OSE

 A propósito de la contaminación de la Cuenca del Rio Santa Lucía y de los riesgos que genera el consumo de agua en la ciudad de Montevideo

“El contaminado paga

Columna de opinión.

Existe un principio básico de la economía ambiental comúnmente conocido como “el que contamina paga”. En el reino del derecho, quien es responsable de un acto que causa una contaminación ambiental debe pagar por su reparación. Pero en el reino del revés, quien paga por el deterioro es quien sufre los efectos. Esto es lo que ocurre con la nueva tarifa de OSE, que los uruguayos estaremos pagando a partir de este año, donde se aplica el principio de “el contaminado paga”.
El principio contaminador-pagador tiene una larga historia y está relacionado con el concepto de “externalidad” en la economía. Cualquier actividad que desarrolle una unidad productiva y cause una externalidad negativa en otra -es decir, le genere un costo adicional o una pérdida- debe compensar económicamente por el daño ocasionado.
El principio contaminador-pagador no tiene como fin directo reducir los impactos ambientales o la contaminación, sino que procura transparentar el costo dentro del sistema económico. Lo que persigue es enviar una señal económica al mercado para inducir a los actores a tomar medidas preventivas que resulten menos onerosas que, por ejemplo, pagar un impuesto. Busca evitar la competencia desleal de quien se aprovecha de un recurso compartido, deteriorándolo. Quien quiera seguir contaminando podrá hacerlo, pero le saldrá más caro. Así funciona el reino del derecho. Pero no es lo que pasa en Uruguay.
El anuncio lo realizó el ministro de Economía y Finanzas, Danilo Astori, mediante un comunicado de Presidencia el 15 de diciembre: “en el caso de OSE vamos a tener un ajuste tarifario de 8,2%, también alineado con la inflación interanual”. Además de la actualización de tarifas, “vamos a tener un incremento adicional complementario de 7,3% sobre el cargo fijo de agua, de acuerdo a la capacidad instalada”. “Esto viene a cubrir lo que en principio iba a ser una tasa medioambiental que se pensaba poner en práctica a comienzos de este período de gobierno”, sostuvo.
La subgerenta comercial operativa de OSE, Alicia Rossi, explicó recientemente esto con mejor detalle (El País, 25/01/17), aclarando que las obras necesarias contemplan inversiones por 12,6 millones de dólares en el saneamiento de localidades de la cuenca del río Santa Lucía, para minimizar los aportes de nutrientes (como fósforo y otros) que aumentan la contaminación del río. Agregó que a fines de 2016 se terminó la construcción del cerco perimetral del embalse de Paso Severino, que costó un millón de dólares y que permitió controlar el ingreso de animales de productores de la zona, responsables de la contaminación, a la fuente de agua.
En el reino del derecho, quienes se hacen cargo de la reparación del daño son las unidades económicas (en este caso, los productores rurales) que obtienen un beneficio de su producción afectando a otros sectores económicos (en este caso, la provisión de agua potable). Pero en el reino del revés uruguayo, quienes se tienen que hacer cargo de la reparación son los clientes de la empresa que provee el agua potable, es decir, los contaminados.
Rossi es más transparente que el agua que vende: hay que realizar obras -y estas obras son costosas- para minimizar los aportes de nutrientes (como fósforo y otros que vienen con los agroquímicos) y evitar que los animales de los productores ingresen a contaminar la reserva de agua. En el reino del derecho, serían los productores quienes deberían hacerse cargo del costo de las obras por medio de una tasa medioambiental. Pero en el reino de Astori la tasa medioambiental la tienen que pagar quienes compran el agua. El ministro de Economía aplica eficientemente el principio de “el contaminado paga”.
El reino uruguayo es tan al revés que los insumos agropecuarios que causan esta contaminación no sólo no pagan por el deterioro ambiental sino que además están exonerados de otros impuestos, como el IVA, que los compradores del agua contaminada sí tienen que pagar.
La economía, tal cual se concibe en estas épocas, no está diseñada para conservar los recursos naturales. Esto es evidente. Pero si las pocas herramientas que la propia economía clásica se ha dado para intentar lidiar con los impactos ambientales se aplican al revés, los resultados serán inevitablemente malos. Conservar la buena calidad del agua va a requerir muchas otras medidas además de las señales al mercado. Pero por favor, al menos, que estas no operen en contra.”
Gerardo Honty

LA DIARIA  30 de Enero 2017

viernes, 27 de enero de 2017

An unworthy, (almost fascist) Group of Incompetent ruling Trump Foreign Policy

Who Will Rule Trump Foreign Policy?

by Jim Lobe

January 25,  2017

The most frightening commentary I’ve read in the run-up to the inauguration—and there have been many—appeared in a column identifying the four people whose foreign policy ideas were likely to be most influential with the then-president-elect. It was written by The Washington Post’s Josh Rogin and entitled “Inside Trump’s Shadow National Security Council.”

Those four people, according to Rogin, are chief strategist Stephen Bannon, who “has been working on the long-term strategic vision that will shape the Trump administration’s overall foreign policy approach;” chief of staff Reince Priebus; Trump’s son-in-law, Jared Kushner; and his national security adviser, Gen. Michael Flynn (ret.).

What is particularly striking about these four men is their collective lack of foreign-policy-making experience. I can’t see any in Bannon’s resume. Priebus, until he took over the Republican National Committee six years ago, was essentially a local Wisconsin political operative. Aside from occasional visits to Israel and his family foundation’s philanthropy for Israeli and settler institutions, Kushner has never, to my knowledge, expressed any particular interest in foreign policy although, according to Rogin, he has recently been meeting with “leading representatives from countries including Israel, Germany and Britain.” Although Flynn undoubtedly gained a lot of experience overseas, his entire career was devoted to military intelligence, not policy making. And, despite her lengthy resume compiled in the national security bureaucracies under various Republican presidents, Flynn’s hand-picked deputy, K.T. McFarland, worked virtually exclusively in communications and speechwriting — never in a policy-making role.

Is there any modern precedent for this total lack of experience in the top echelons of the White House, including the National Security Council?

No Experience, Lots of Opinions

The absence of foreign-policy-making experience however, does not mean that these individuals lack foreign-policy opinions. And, of course, in Washington, as a hoary, inside-the-Beltway maxim puts it: “Personnel is policy.”





Of the five individuals mentioned above, only three have particularly strong publicly expressed foreign-policy worldviews: Bannon, Flynn, and McFarland.


Of these, Bannon appears pre-eminent, at least for the moment. That became clear not only in the content and dark, almost apocalyptic tone of Trump’s “America First” inaugural address—which, according to the Wall Street Journal, was actually drafted by Bannon and alt-right fellow-traveller Stephen Miller—but also in Trump’s controversial interview last week with The Times of London and Das Bild.

The most comprehensive account of Bannon’s worldview is contained in his 50-minute interview at a conference held at the Vatican in 2014. In addition to the kind of populist ethno-nationalism with which his name and Breitbart News (of which he was former CEO) have now been associated, Bannon sees the world as a true “clash of civilizations” that pits “Islamic Fascism” against the “Judeo-Christian West.” His remarkable invocation in that interview of the “church militant” and the battles of Tours against the Arabs in 732 and Vienna against the Ottomans in 1638 as historical models to which the Judeo-Christian world should now aspire suggests a certain grandiosity (that would naturally appeal to Trump, too). To Bannon, global or other kinds of supra-national institutions that espouse universalist ideals and that get in the way of “strong nationalist movements …[that are] really the building blocks that built Western Europe and the United States,” are anathema. (You have to wonder how much modern European history Bannon has studied.) In the entire text, he never mentions human rights or democracy or other liberal values.

Along with his ideas about capitalism, Ayn Randism, traditionalism, and populism, it’s fair to say that Bannon thinks deep—if somewhat contradictory—thoughts. He’s also very, very far to the right—although he identifies as “center right”—and has what I would call proto-fascist inclinations. It’s no wonder that he’s fascinated by and identifies with Europe’s far-right nationalist and anti-European Union (EU) movements. But he also finds common ground with Putin and his promotion of the Russian Orthodox Church and Israel’s Likud Party. The latter’s roots, after all, lie in Ze’ev Jabotinsky’s Betar movement, which, despite its founder’s liberal convictions, has always harbored messianic nationalist, if not fascist tendencies.

The degree to which Trump has apparently absorbed and now echoes these ideas is reflected in his most recent public remarks. Compare, for example, Bannon’s defense of Putin—that “people …want to see the sovereignty for their country, they want to see nationalism for their country”—with what Trump said in defending Brexit in his interview with The Times and Bild. “People, countries want their own identity, and the U.K. wanted its own identity,” Trump stressed as he effectively urged other EU members to emulate Brexit, presumably as part of the Judeo-Christian civilizational struggle against Islam. He reiterated this theme in his inaugural speech Friday in the kind of messianic vision favored by Bannon: “We will reinforce old alliances and form new ones and unite the civilized world against radical Islamic terrorism, which we will eradicate from the face of the Earth” (emphasis added). In the same Times/Bild interview, Trump clearly tried to undermine confidence in German Chancellor Angela Merkel’s leadership, saying that he trusted her as much as Putin, at least for the time being—a rather striking assertion that must have sent blood pressures soaring in various foreign ministries, including the State Department. Trump also questioned the current relevance of NATO to similar effect in European defense ministries and the Pentagon.

Of course, these statements were presaged by Trump’s enthusiasm over Brexit itself and the fact that the first foreign “leader” to personally celebrate his election victory with him was none other than Nigel Farage. Farage, who Trump subsequently recommended as UK ambassador here much to the discomfort of the British prime minister, was subsequently seated in the special VIP section at Friday’s inauguration, along with leaders of the Israeli settlement movement. Bannon has made little secret of his admiration—and support—for the French National Front’s Marine Le Pen, another anti-EU European, pro-Putin leader (whose visit to Trump Tower two weeks ago likely included a tete-a-tete with Trump’s chief strategist). We’ll see whether the far-right, Islamophobic Dutch politician, Geert Wilders, shows up at the Tower at some point before this year’s elections in the Netherlands, while Czech President Milos Zeman, another Islamophobic Putin admirer, is set to visit the White House in April. Can Hungary’s Viktor Orban be far behind?

Bannon and Putin—and probably Netanyahu, too—clearly have Angela Merkel and the EU in their crosshairs as part of a larger effort to create what The Daily Beast’s called a “worldwide ultra-right” movement, or, perhaps more bluntly, a Proto-Fascist International. Aside from exterminating “radical Islamic terrorism,” such a coalition appears to be a central goal of Bannon’s “long-term strategic vision.” That makes Rogin’s final observation about Bannon’s role in the White House especially chilling. According to Rogin, Bannon’s mandate includes “connecting the Trump apparatus to leaders of populist movements around the world, especially in Europe.” Whatever is meant by “the Trump apparatus,” its intellectual leader is now sitting in the White House, just a few steps from the Oval Office.

As for the two senior advisers with actual foreign policy—if not policy-making—experience, Flynn and McFarland are far more likely to embrace Bannon’s vision than to oppose it. What unifies all three is an intense Islamophobia and Manichaeism befitting Fox News, as well as Breitbart. We have covered Flynn’s wacky worldview, particularly as expressed in his 2016 book, Field of Fight, co-authored by serial intriguer Michael Ledeen, at considerable length. Suffice to recall Flynn’s belief in the existence of “an international alliance of evil countries and movements that is working to destroy us,” an alliance that includes North Korea, China, Russia, Iran, Syria, Cuba, Venezuela, Nicaragua, and Bolivia (whose government, incidentally, just hosted the former First Daughter, Malia Obama on a lengthy trek through the Andes). The same alliance also includes al-Qaeda, Hezbollah, the Islamic State, and “countless other terrorist groups.” As Rogin reported Sunday, Flynn, who, like Bannon, also appears to admire Putin, is filling senior NSC positions with a phalanx of former military intelligence officers with whom he has worked closely in the past. The White House’s in-house foreign-policy shop will thus see the world rather narrowly—in Flynn’s words, through the sights of a “rifle scope.” Neither Flynn nor McFarland are likely to challenge Bannon’s broader strategic agenda. If anything, they may reinforce it.

Will Anyone Challenge Bannon?

Defense Secretary Gen. James Mattis (ret.), who obviously enjoys the support of the foreign-policy establishment, has already made it very clear that he strongly opposes key elements of Bannon’s radical worldview, particularly anything that would threaten NATO, the EU, and other multilateral institutions that have underpinned the post-World War II order. According to various accounts, Mattis has already clashed with the White House—meaning Bannon, Kushner, and Flynn—over appointments to key Pentagon positions. Tillerson’s views are much less well known, but the fact that his nomination was championed by Republican establishment stalwarts, including Robert Gates, Condoleezza Rice, Stephen Hadley, and James Baker, suggests that they believe he will exert a moderating influence, a notion bolstered by reports that he rejected the choice of far-right and Adelson favorite John Bolton as his deputy. Gen. John Kelly, the new head of Homeland Security, and UN Amb. Nikki Haley are also considered unlikely to support the White House’s far-right, Islamophobic agenda. All four cabinet members, as well as CIA director Mike Pompeo (a leading Iranophobe during his Congressional career), testified that they disagreed with at least some of the more controversial positions, ranging from torture to the Israel-Palestinian conflict and to Putin, espoused by Trump during the election campaign.

But none of these officials has so far gotten anywhere nearly as much face time with Trump himself as his White House aides. This despite the potentially momentous foreign-policy decisions already taken by the White House, including the abandonment of the Trans Pacific Partnership, the visa and immigration ban on seven predominantly Muslim countries, and the apparent green light Trump has given to Netanyahu for vast new settlement construction in East Jerusalem and the West Bank, thus overturning more than four decades of U.S. opposition. Proximity often translates into power.

Post columnist Ruth Marcus put the situation in a nutshell in a piece entitled “Can Trump’s Cabinet Save Him From Himself?”:
For every Mattis and Pompeo, for every John F. Kelly (the retired Marine general tapped to head the Department of Homeland Security, who testified that a border wall with Mexico “in and of itself will not do the job’’) and even Rex Tillerson (the former ExxonMobil chief executive nominated to be secretary of state, who testified that “the risk of climate change does exist”), there will be, in the West Wing, a Stephen K. Bannon as chief strategist and senior counselor and Michael T. Flynn as national security adviser. Their records suggest they will inflame Trump’s worst instincts, not restrain them.
Bannon and Flynn have been politically closer to Trump longer; they will be physically closer to him at the White House. Trump could continue to be swayed by the last person whispering in his ear. Or the stature, knowledge and experience at bureaucratic maneuvering of some Cabinet secretaries could, at least at times, avert bad decisions. How all this plays out will shape the course of the Trump presidency.
Of course, Priebus, whose job appears centered on reconciling differences between the Republican congressional leadership and Trump, could also exert a moderating influence. Kushner could as well, though the nomination of David Friedman as U.S. ambassador to Israel, his encouragement of the settlement movement in the West Bank, and the presence of settlement leaders as honored guests at the inauguration, as well as his own family’s history of philanthropic support for the settlement movement, suggests that, on Israel-related questions, Kushner is no moderate. And with no real background, let alone expertise, in foreign policy, both Priebus and Kushner are more likely to acquiesce in Bannon’s strategic designs than oppose them …unless other powerful figures in the administration and Congress—not to mention foreign leaders—make it very clear that the political and popularity costs to Trump will be “yuge.”

viernes, 20 de enero de 2017

Una patetica inauguración de mandato presidencial







Con Trump comienza una era de incertidumbre e improvisación entre Estados Unidos y América Latina




El presidente electo Donald Trump y su esposa Melania visitan el monumento a Abraham Lincoln en Washington este jueves. Credit Doug Mills/The New York Times
WASHINGTON — A pocas horas de que Donald Trump inicie su gestión como presidente número 45 de Estados Unidos, y a pesar del protagonismo que tuvo México durante su campaña, la volatilidad y la inexperiencia política del nuevo mandatario han llevado las expectativas de América Latina al mismo nivel que las del mundo entero: nadie sabe muy bien qué esperar de Trump ni qué resultará del choque entre sus pretensiones y la realidad.
Analistas y expertos consultados por The New York Times en Español coinciden al menos en un punto: es probable que nada cambie profundamente para la región en esta nueva etapa, pero el tono y la perspectiva de la relación entre América Latina y Estados Unidos no estarán marcados por las oportunidades, sino por las amenazas y la improvisación. Una particularidad que tendrá efectos concretos en países como México, uno de sus principales socios comerciales, donde cada rueda de prensa de Trump y hasta sus tuits han impactado en los mercados y han generado una caída histórica del peso mexicano frente al dólar.
Más allá de las múltiples promesas que el magnate de bienes raíces hizo en su campaña, el analista venezolano Moisés Naim sostiene que Trump se topará rápidamente con “el síndrome Guantánamo”, refiriéndose a que Obama luchó durante ocho años para cerrar la prisión en Cuba sin lograrlo: “Va a descubrir que cosas que a él le parecen obvias o que prometió en campaña no son posibles de hacer”.
Ricardo Ernst, profesor en la McDonough School of Business en Georgetown University, usa otra expresión para describir la misma expectativa: este presidente, dice, “podría ser caracterizado como un perro que ladra mucho pero que no necesariamente muerde”.
Aunque existe una preocupación compartida por la agresividad y la efervescencia del nuevo presidente, en términos generales Naim espera “más de lo mismo” de esta etapa, “pues la característica de la política de los presidentes y la Casa Blanca, de Washington en general hacia América Latina, es una de desdén amistoso”.
La región, dice, no compite ni siquiera como amenaza: “No tiene terroristas suicidas ni bombas atómicas, no tiene conflictos armados entre países, sus problemas no se irradian al resto del mundo como China, Europa, Irán. No logra calificar con sus problemas en la lista de los top ten”, y solo figura con asuntos de inmigración y drogas.
El gabinete designado por Trump, de hecho, será el primero desde la administración de Ronald Reagan en no incluir un solo latino entre sus miembros.

Una relación transaccional

Si América Latina no ha sido históricamente una región prioritaria para Estados Unidos, Trump parece haber descubierto los beneficios proselitistas de vapulear a los latinos sin tener que pagar un alto costo político: inició su campaña calificando a los mexicanos como “violadores y criminales”, dijo que iba deportar a más de tres millones de inmigrantes, atacó al TLCAN como “uno de los peores acuerdos probablemente firmados en cualquier lugar”, prometió construir un muro y hacer que México pague por él y aseguró que el primer día de su presidencia se saldría del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica.



Activistas latinos protestan en contra del muro que prometió construir Donald Trump frente a la Convención Republicana en julio de 2016. Credit Whitney Curtis para The New York Times
Para Peter Hakim, presidente emérito y senior fellow de The Dialogue, será interesante ver si Trump deja de usar a México como parte de su retórica teatral y accede a sentarse a conversar seriamente sobre los temas importantes: “Si me hubieran preguntado hace una semana, diría que sí. Pero últimamente creo que va a mantener el teatro y las declaraciones explosivas, porque le han dado gran resultado”.


Para los analistas parece claro que la relación entre Estados Unidos y América Latina no responderá al diseño de una política exterior específica, sino más bien a la resolución de problemas domésticos —como la migración y la protección de fronteras— y a un espíritu transaccional.
Un rasgo problemático de la relación entre Trump y América Latina es el aumento de la desconfianza, dice Eric Farnsworth, vicepresidente de Americas Society/Council of the Americas. Después de años de una relación complicada, Estados Unidos y México habían llegado a un entendimiento sano basado en la confianza y el buen desempeño como socios comerciales.
Tal como ha demostrado la caída del peso mexicano, que ha sufrido una devaluación de alrededor de un 40 por ciento desde que comenzó la campaña hasta hoy, “es un riesgo perder la confianza”, sostiene Farnsworth, quien cree que Colombia, otro país que ha sido buen socio de Estados Unidos en la región, podría empezar a tener dificultades según cómo se implementen los acuerdos de paz con las Farc.
Estados Unidos comercia con México un promedio de 500 mil millones de dólares anuales. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), firmado en 1994, se convirtió en uno de los blancos de Trump, quien durante la campaña lo responsabilizó por la pérdida de trabajos en Estados Unidos y lo calificó como una victoria para México.
Aunque esta perspectiva difiere mucho de lo que viven los mexicanos, Ernst cree que el mundo actual exige una revisión del tratado, porque las condiciones sobre las cuales se firmó son muy distintas: “Independientemente de la dimensión política, ha llegado el momento de revaluar el tratado, para ver cuáles son las condiciones, motivaciones y necesidades del 2017”.
Aun así, para los analistas parece claro que la relación entre Estados Unidos y la región no responderá al diseño de una política exterior específica, sino más bien a la resolución de problemas domésticos —como la migración y la protección de fronteras— y a un espíritu transaccional que Trump ha hecho explícito también para el resto del mundo, basado en la pregunta “qué podemos ganar nosotros en esta relación”, como lo describe Farnsworth.

Dispararse en las piernas

Eduardo Velosa, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana de Bogotá, cree que la “reorganización” de América Latina y su nuevo “giro a la derecha” no representará incentivo alguno para el incremento o profundización de relaciones, al menos en el corto plazo. De hecho, algunos analistas ya han empezado a afirmar que este “vacío” que no aprovechará Estados Unidos sí será maximizado por China.
Ernst, por ejemplo, explica que si Trump insiste en salirse del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), un tratado que incluye a 12 países y representa el 33 por ciento del PIB mundial, el que saldrá favorecido será China.
“Es un tratado que busca, por diseño, dejar afuera a China para contrarrestar la fuerza económica del país asiático”, señala, y también es la puerta de entrada para un tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Europa. “Si estropeas el TPP, te disparaste en las piernas”, dice Ernst.



Las piñatas con la imagen de Donald Trump se volvieron muy populares en los barrios latinos de Estados Unidos, como este en el Mission District en California. Credit Justin Sullivan/Getty Images
La amenaza de salirse del TPP no sería la única forma de dispararse en las piernas que implican las promesas de Trump. Para Juan Carlos Hartasanchez Frenk, director sénior de Albright Stonebridge, una firma de consultoría de negocios en Washington, “un México más débil afecta a los Estados Unidos”. Si se aumenta el impuesto a las remesas, dice, los que más sufrirán el impacto son las familias pobres de México, “que si no tienen ingresos van a tener que buscar otras oportunidades y va a aumentar la migración”.

Por ahora, lo único que parece haber ganado Trump con sus amenazas a los latinos son votos, y por eso Naim cree que como mandatario “tiene que hacer la escenografía de la pared” para cumplir con la promesa del muro: “No se puede dar el lujo de no hacerlo pero no será la gran muralla china por miles de kilómetros. Y tendrá que seguir haciendo todos los ruidos sobre tarifas, compañía por compañía para tratar de persuadirlos, pero todo serán actos simbólicos”.
En México, donde los actos simbólicos de Trump ya se han convertido en una realidad para el bolsillo de los ciudadanos —y sus amenazas se toman como una afrenta personal—, todo el mundo tiene una opinión sobre la era por comenzar.

El lunes por la tarde, en la zona sur de Ciudad de México, el barrendero Rubén Fernández, de 46 años, se preguntaba cómo “un hombre tan culto, porque sí ha tenido una vida de millonario desde que nació, puede ser tan racista”. Aunque, a fin de cuentas, Fernández cree que el nuevo presidente de Estados Unidos será funcional al gobierno mexicano: “Con todo el teatro de Trump, pues pueden culparlo. Van a subir todo y le van a echar la culpa. Yo creo que con el gasolinazo, los de México ya estamos pagando el muro”, comentó y siguió con su trabajo en el Parque de los Venados.

martes, 17 de enero de 2017

La estupidez del populismo nacionalista y proteccionista de Trump y los “brexitos” ha logrado que el dictador chino termine dandole lecciones al mundo




XI XINGPING JUEGA A LA APERTURA Y AL LIBERALISMO MIENTRAS TRUMP Y LOS BRITANICOS “SE PROTEGEN” TRAS MUROS y MEDIDAS NACIONALISTAS




Xi Xinping, el anti-Trump en Davos

 

·     El presidente chino defiende la globalización y advierte que “nadie ganará en una guerra comercial” 17/01/2017 13:46 | Actualizado a 17/01/2017 13:57


El presidente de China, Xi Xinping, se ha presentado esta mañana en el Foro Económico Mundia(WEF) de Davos como el gran defensor de la globalización, en un discurso inaugural abundante en alusiones a las actitudes proteccionistas y beligerantes de Donald Trump, quien precisamente toma posesión de la presidencia de Estados Unidos el viernes, el mismo día en que concluye la cita anual de políticos, financieros, empresarios y académicos en la estación invernal suiza.

Xi Xinping arrancó una primera salva de aplausos al afirmar que hay que “redoblar los esfuerzos para interconectarnos, comprometernos en el mercado libre y la inversión, la liberalización, y evitar el proteccionismo, que es como encerrarse en una habitación oscura”, tras lo cual sentenció: “Nadie ganará en una guerra comercial” y “ningún país debe seguir su propio y único camino”.
Nadie ganará en una guerra comercial

China “no solo se ha beneficiado de la globalización sino que ha contribuido –añadió Xi-. Los chinos sabemos qué cuesta alcanzar la prosperidad. No tenemos envidia del éxito de los demás, abrimos nuestros brazos a gente de otros países”. Esta frase levantó nuevos aplausos, y el líder chino profundizó: “Expandiremos el acceso al mercado a inversores extranjeros (...) China mantendrá sus puertas abiertas, no las cerrará. Y esperamos que otros países las mantengan abiertas a los inversores chinos”.
Además de desgranar los argumentos habituales en foros como Davos sobre la lucha contra la pobreza y la desigualdad -que sirven siempre para dar un tono moral y respetable a la reunión de los ricos del mundo-, y subrayar que el desarrollo es una lucha común, Xi Xinping no ahorró una alusión que todos pudieron entender estaba dirigida a Donald Trump: “Cuando se presentan dificultades no debemos quejarnos o echar la culpa a los demás”.
Dirigido a Trump

 “Cuando se presentan dificultades no debemos quejarnos o echar la culpa a los demás”.
XI XINPING
Presidente de China
No deja de ser paradójico que sea precisamente Xi Xinping quien defienda en Davos el liberalismo y la globalización. Él mismo subrayó que China ha llegado a ser la segunda economía mundial “porque el pueblo chino tiene el liderazgo del Partido Comunista”. Es la primera vez que un presidente chino acude a Davos (al frente de una nutrida delegación) y se debe a un intenso cabildeo previo en este sentido.
Pero ocurre que esta edición del WEF ha comenzado coja, marcada por el efecto Trump y por el Brexit. Tal como publica hoy el Financial Times, “los temas favoritos de Davos, globalización y armonía internacional, nunca han sido menos atractivos. La cuestión es cómo los asistentes –tanto del público como del sector privado- afrontan el cambio en la agenda internacional”.

Así, el jueves la primera ministra británica, Theresa May, explicará en Davos su visión del Brexit, aunque para entonces todo el mundo habrá atendido su discurso de hoy mismo. Ha habido dudas hasta el último momento sobre la asistencia de May. Por otro lado, Angela Merkel y François Hollande estarán ausentes. La última jornada del foro, el viernes, quedará algo deslucida porque la atención mundial estará centrada en la investidura de Donald Trump
La presencia estadounidense de alto nivel se limitará a sendos debates, hoy y mañana, con John Kerry y Joe Biden, que dejan respectiamente sus cargos de secretario de Estado y vicepresidente de EE.UU. ¿Y Donald Trump? Trump ha enviado a un representante, Anthony Scaramucci, un hombre de Wall Street que fue un importante recaudador de fondos durante la campaña electoral y que actúa ahora como asesor en relaciones con el mundo financiero. Scaramucci, que hablará esta tarde en Davos, ha dicho que Trump no le ha dado instrucciones al respecto.

Davos: el fin del “no hay alternativa”

 

·        “Como siempre, el imperio se colapsa desde el núcleo”, afirma Michael Lind, de New America ANDY ROBINSON


17/01/2017 00:43 | Actualizado a 17/01/2017 09:44

Al final de la novela La montaña mágica, de Thomas Mann, ambientada a principios del siglo XX, unas noticias alarmantes llegan al sanatorio de Schatzalp en los Alpes de Davos, perturbando la paz de los enfermos de la alta sociedad del viejo mundo. Se teme una guerra y el nacionalismo beligerante rompe las alianzas del mundo “globalizado” del sanatorio donde conviven rusos, alemanes, franceses, americanos y británicos. El joven héroe de la novela, Hans Castorp, presiente la catástrofe: “Tenía miedo; aquello no podía acabar bien (…) una gran tempestad barrería todo”.
Tras la irrupción de un nuevo nacionalismo económico –plasmado en la victoria de Donald Trump y del Brexit en el referéndum británico–, en el Foro Económico Mundial (WEF) que se celebra en Davos esta semana quizás se respirará un ambiente parecido en Schatzalp, ahora un hotel de lujo donde se alojan muchos de los 3.000 consejeros delegados de corporaciones multinacionales y ejecutivos bancarios.
Donald Trump, y la cada vez más probable salida del Reino Unido del mercado único europeo, han puesto patas arriba el modelo de globalización de Davos. Es más, el presidente electo no parece ni interesado en el foro. El único miembro de su equipo que asiste es el gestor de fondos Anthony Scaramucci. Fuentes del presidente electo dijeron a Bloomberg que Trump teme que su presencia en Davos “traicionase” a sus votantes.
En la campaña electoral, Trump tachaba a Hilary Clinton de “globalista”, un término que en Davos equivale a socio del club. Ayer el WEF concedió el estatus de young global leader (joven líder global) y global shaper (moldeador de opinión global) a 200 participantes. Pero detrás de la nomenclatura todo se empieza a cuestionar. “Nadie en Davos puede repetir ya aquello de que ‘no hay alternativa’”, dijo Michael Lind, el director conservador del think tank New America en Washington en una conversación telefónica . “Como siempre, el imperio se colapsa desde el núcleo”.
La prueba de la crisis –añade Lind– es el hecho de que el WEF se ha visto forzado a presentar a Xi Jinping, el premier chino que llega hoy, como el paladín de la globalización y de los acuerdos de comercio rechazados por Trump. “China es el ejemplo de la intervención del Estado, y de mercantilismo; no es exactamente Davos”. Es una de las muchas paradojas de la nueva era. Angela Merkel, por ejemplo, aprovechará la cumbre para defender la OTAN ante las críticas del presidente electo de EE.UU.
Davos siempre trata de cooptar a sus críticos: (la presencia de Guy Standing, el autor del libro El precariado. Una nueva clase social, es un ejemplo). Klaus Schwabb, el empresario suizo que creó el foro en 1971, advirtió de que “hay que escuchar a los populistas”. El WEF instó a sus invitados a reflexionar sobre “cómo responder mas eficazmente a la inseguridad y la desigualdad por el cambio tecnológico”. La desigualdad –con 8 hombres dueños de más riqueza que el 50% de la población del mundo, según Oxfam– es ya “el riesgo mas grande para la economía mundial”, según otro informe.
Lo curioso es que la tempestad que se acerca, trae mejores expectativas económicas. Los megarrecortes tributarios de Trump han impulsado la bolsa hasta niveles de récord. “En Wall Street vi a tipos celebrándolo en los ascensores”, dijo a la agencia Reuters Ian Bremmer, de Eurasia Group, otro incondicional de Davos.
Pero en el teleférico que sube a Schatzalp, hay más reservas: “La economía global va a fortalecerse (…), pero en Davos hay una mezcla de anticipación y ansiedad”, dijo Nariman Behravesh de la consultora global IHS.

martes, 10 de enero de 2017

CAN BE TRUMP A GUIDE FOR AMERICAN GLOBAL ROLE¨?






Understanding America's Global Role in the Age of Trump




JANUARY 3, 2017 | 08:07 GMT 


The New Year, of course, is a time when many reflect on the past and look toward the future. The past provides potential lessons and cautions for those who would seek to find tomorrow's solutions in yesterday's actions. In his 1994 book Diplomacy, former Secretary of State Henry Kissinger wrote: "The study of history offers no manual of instructions that can be applied automatically; history teaches by analogy, shedding light on the likely consequences of comparable situations. But each generation must determine for itself which circumstances are in fact comparable."

While Kissinger is explicit on the importance of studying and applying history to policy, he is as insistent that history not be misapplied, that the assessment of the past not lead to false conclusions for the present or the future. Today, the concept of "Peace Through Strength" popularized by President Ronald Reagan in the 1980s is emerging as a mantra of the incoming Trump administration, its advisers and supporters. The risk of raising iconic personalities and policies from American history is that lessons may inadvertently be misapplied. The concepts may be sound, but the interpretation and application in a different context may lead to wildly different results.

Peace Through Strength

"Peace Through Strength" was a cornerstone of the Reagan administration, an assertion that an economically and militarily strong United States was necessary to ensure peace and stability internationally by demonstrating the futility of challenging U.S. power. But times have changed, the world system is far different than it was during the Cold War, threats have evolved, and the mythos of Reagan has perhaps superseded the reality of history. It is worth considering what Peace Through Strength meant in the past, what it may mean in the present, and perhaps most important, just how one measures American strength in the modern era.

It is hard to reconcile some current policy proposals — rolling back free trade, increasing tariffs, pulling back on the U.S. global role and leaving allies to their own defense — with the underpinnings of the Reagan-esque Peace Through Strength, which encouraged free trade, an activist foreign policy and the strong support of distant allies. But it is also a very different moment in history.

Reagan came to office at a time of double-digit interest rates and chaotic oil markets, in a binary world of the U.S.-led West versus Soviet East, and on the heels of a major U.S. intelligence reassessment of the Soviet nuclear and conventional threat. The structure of the U.S. economy was still based on manufacturing with a strong export component, and the coming computer revolution was just beginning. Reagan even noted in his 1983 State of the Union address that "To many of us now, computers, silicon chips, data processing, cybernetics, and all the other innovations of the dawning high technology age are as mystifying as the workings of the combustion engine must have been when that first Model T rattled down Main Street, U.S.A.," a comment that seems rather quaint given today's technology-driven lives.

In the Soviet Union, Reagan had a single major foreign threat to contend with, and he coupled his push for missile defense systems (to negate the advantage in Soviet missiles) with calls for reductions in nuclear arms. Peace Through Strength was intended to deter conventional and nuclear attacks against the United States and its allies by the Soviet Union and its allies.

In his March 1983 Address to the Nation on Defense and National Security, Reagan explained Peace Through Strength as the application of a policy of deterrence. "Since the dawn of the atomic age, we've sought to reduce the risk of war by maintaining a strong deterrent and by seeking genuine arms control. 'Deterrence' means simply this: making sure any adversary who thinks about attacking the United States, or our allies, or our vital interests, concludes that the risks to him outweigh any potential gains. Once he understands that, he won't attack. We maintain the peace through our strength; weakness only invites aggression."

Two months earlier, in his State of the Union Address, Reagan had highlighted the dual economic and military components of a policy of Peace through Strength. "Our strategy for peace with freedom must also be based on strength—economic strength and military strength. A strong American economy is essential to the well-being and security of our friends and allies. The restoration of a strong, healthy American economy has been and remains one of the central pillars of our foreign policy." The dual concepts of a strong domestic American economy and a strong defense capability were tied together into a single strategy with a global focus.

The incoming U.S. administration has picked up on these two themes and revived the Peace Through Strength concept. The focus is on rebuilding the American economy through manufacturing, infrastructure development and tax reform, and on strengthening American defense in part through an expansion of nuclear capacity. But the conditions are different now. Manufacturing and exports are no longer as important to the U.S. economy, technology has created entire new sectors of economic activity, and trade patterns have expanded into massive networks spanning continents. Interest rates in double digits when Reagan took office are barely rising above record lows today, and oil prices remain hovering near lows, while U.S. domestic production is on the rise. Technology has advanced the tools of warfare and disruption into the cyber realm, reducing the speed and confidence of identifying the perpetrator and altering the perception of risk and reward for state powers as well as non-state actors.

And, of course, there is no Soviet Union. Rather than a single superpower adversary, the United States faces the emergence of several regional powers, none exactly an opponent, but each seeking to assert its own interests in the face of the single remaining global hegemon. The threat is seen less as a battle between nuclear-armed superpowers than as a struggle against non-state actors with a very different risk-reward calculus. It is not clear, for example, that a strong nuclear force will deter terrorist attacks by non-state actors and their sympathizers. Even the large-scale U.S. military response in Afghanistan after the 9/11 attacks did not stop the later emergence of the Islamic State or its promotion of militant attacks against American allies, interests and homeland.

Reagan's Peace Through Strength was more than simply about making America great: Reagan asserted America was already great but just faced some problems. His policy was about making America strong internally and externally so it could carry out its broader global mission of spreading democracy. Underlying Reagan's policies was the recognition that American exceptionalism derived not only from its being powerful, but from its responsibility to spread the American system to other countries. In the super hero trope, great responsibility came with great power.

Beacon vs. Missionary

Exceptionalism has long been a conceptual underpinning of American foreign and domestic policy. America's founding myths perpetuate the idea that this is a unique country, one that has refined a system of government and personal freedoms that are not merely the result of local conditions, but universal in application. The debate among American leadership, as Kissinger highlighted, has long centered on whether to be the light on the hill, semi-isolated but a shining beacon for others to emulate, or to be the active crusading missionary, taking a direct role in bringing American principles and systems to the world.

Reagan was no isolationist; he did not seek retrenchment or withdrawal from the global role of the United States. Instead, he promoted internationalism, free trade, active financial and defense support of allies, and a hands-on approach to world affairs. The Reagan administration sought through strength a greater capacity to fulfill what he saw as the U.S. role as the leader of the West, the bringer of democracy, and the guiding light to the world.

It is this broader mission that appears, at least on the surface, to be lacking in the incoming administration's expression of Peace Through Strength. America is exceptional, but exceptional and alone, responsible for itself but not others. The goal is to make America great, but it is unclear to what end. In part this may be the wide swing reaction to the perception that the current Obama administration often appeared to focus on the interests, concerns, or verbal preferences of others over those of the United States. In times of transition the pendulum often swings wide before it moves a back a little toward the center. Reagan's policies were a far cry from those of his predecessor, and Barack Obama shaped himself as the antithesis of what was derided as the cowboy-esque tendencies of the George W. Bush administration. In each case, though, the realities of the global system ultimately tempered at least some of the rhetorical and ideological differences, or at least their application.'

Perhaps the biggest challenge currently is simply understanding just how to measure American power in the modern world. During the Cold War, the intelligence community produced so-called "net assessments" and National Intelligence Estimates for the president and the administration to measure the net balance between different aspects of American and Soviet power and those of their alliance structures. These included economic, social, political and, of course, military comparisons, though the latter frequently defaulted to bean-counter comparisons of the numbers of systems rather than providing a holistic look at their overall effectiveness. The dissolution of the Soviet Union and the Communist bloc gave rise to a clear preponderance of U.S. economic, cultural, political and militarily power.

But that massive gap is narrowing, not necessarily due to a decline in overall U.S. strength, but rather to the rise of regional powers — notably China and the re-emergence of Russia, but also smaller regional groupings that have been growing economically and militarily. Many worldwide argue that the United States should no longer be the default global leader, that other countries have the right to take their turn at broader international leadership, and that U.S. ideals are not universal and so should not be asserted as such. The diffusion of global power is also creating a diffusion of global ideals. Global and domestic resistance to perceived over-globalization is strong, and the ability of the United States to assert its ideals and its right to lead the global system is increasingly challenged from without and within.

In relative strength, the United States is losing ground, particularly by measures from the beginning of the post-Cold War period. But that does not mean that any other single power will soon overtake the United States. The United States remains the single largest economy and the single most powerful military force in the world. The question is perhaps not whether the United States has strength, but how it intends to apply that strength, and whether the United States has vision beyond itself.