México bárbaro
El país necesita una seguridad y una justicia que protejan la vida. De la solución de fondo que se dé a la alarmante debilidad del Estado de derecho depende la viabilidad de la democracia mexicana
- Los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala fueron asesinados
- Por Enrique Krauze para El País de Madrid.
- 10 de noviembre 2014
La espantosa masacre de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa
ha provocado una indignación social sin precedente desde 1968. Es una
reacción justificada y natural. Dada la historia remota y reciente de
Guerrero, la tragedia tenía fatalmente que ocurrir, lo extraño es que no
ocurriera antes y que las diversas instancias de gobierno no la
previeran y evitaran. No todo México es Guerrero, pero así lo parece
ahora.
Guerrero es un Estado rico en playas y recursos naturales (es nuestro
primer productor de oro), pero padece una honda marginación: el 70% de
sus habitantes vive en la pobreza. Su tasa de homicidios, cuatro veces
superior a la media nacional, es la más alta del país, y acaso lo ha
sido siempre. Guerrero fue ingobernable desde tiempos coloniales,
acogió muy tarde la presencia de la Iglesia (su primer obispado es de
1819, casi tres siglos después de la Conquista) y fue teatro destacado
de todas nuestras guerras nacionales.
En el Diccionario geográfico, histórico, biográfico y lingüístico del Estado de Guerrero,
de Héctor F. López, casi cada página refiere una querella entre
montescos y capuletos, resuelta no con espadas sino con machetes. Su
historia política ha sido una secuela de despojos, golpes, traiciones,
desafueros, desconocimientos, derrocamientos, divisiones dirimidas a
balazos y asesinatos. Desde el 27 octubre de 1849, fecha en que Guerrero
nació como Estado, hasta el año de 1942 en que López publicó su libro,
solamente un gobernador había terminado su período constitucional.
Nada de esto sospechaba yo cuando de niño emprendía con mi familia la travesía anual de vacaciones al edénico puerto de Acapulco.
De pronto, en 1960, mientras las celebridades de todo el mundo
inauguraban el Festival Internacional de Cine en Acapulco, recuerdo
nítidamente la terrible noticia: en Chilpancingo, capital del estado,
había ocurrido una matanza de campesinos. Para mí, y para muchos
mexicanos, fue el fin de la inocencia: la reaparición del subsuelo
violento de México, del México bárbaro.
Aunque el gobernador fue destituido, aquellos hechos impulsaron el
activismo de la izquierda, alentado a su vez por el reciente triunfo de
la Revolución cubana. El foco de ese espíritu revolucionario fue
precisamente la Normal Rural de Ayotzinapa. Fundada en los años veinte,
siguió los principios de la educación socialista y siempre mantuvo una
filiación marxista. De esa escuela surgió Lucio Cabañas, que con amplio
apoyo social declaró —igual que Genaro Vázquez Rojas— la guerra al
Estado mexicano.
En toda América Latina, el activismo revolucionario de Cuba enfrentó
al Ejército, al extremo de que, para 1970, ocho de los diez países
sudamericanos estaban gobernados por dictaduras militares. México era
una excepción, por el pacto no escrito establecido con Cuba desde 1959:
México fue el único país del orbe americano que se negó a romper
relaciones con Cuba, a cambio de lo cual Cuba se abstuvo de apoyar a los
revolucionarios mexicanos. Eso explica que, en los años setenta, el
presidente Echeverría (1970-1976) abriera las puertas del país a los
refugiados que huían del terror militar de Chile y Argentina, mientras
desataba el terror (sobre todo en el Estado de Guerrero) para acabar con
los focos guerrilleros. En esos años, Guerrero se volvió el estado más
militarizado de México. Tras una década de intensa violencia conocida
como la “guerra sucia”, y tras la muerte de los líderes guerrilleros, a
partir de los ochenta la zona se sumió en una engañosa calma, punteada
por nuevos hechos brutales, como la matanza de Aguas Blancas en 1995.
Con el nuevo siglo, un ominoso protagonista incrementó su presencia:
el narcotráfico. Guerrero era el Estado ideal: una geografía accidentada
(intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la
violencia, una sociedad resentida por las secuelas de la guerra sucia
y tan pobre —en algunos sitios— como las zonas más depauperadas de
África. Pero algo más atrajo irresistiblemente al crimen organizado: la
corrupción política. En muchos municipios de Guerrero (y del país) los
presidentes municipales y sus aparatos policíacos cobijan a los señores
del narco, se asocian con ellos o, en algunos casos (como en Iguala),
son ellos.
En Guerrero, el Gobierno estatal del PRD, que lleva casi diez años al
mando de la entidad, contempló este vínculo de la política con el
crimen sin inmutarse (eso en el mejor de los casos). El poder federal
fue, cuando menos, omiso e ineficaz. Y el Ejército, que tiene una base
importante cerca de Iguala, inexplicablemente dejó que la alianza
perversa asentara sus reales.
La alianza prosperó. Hoy Guerrero concentra el 98% de la producción
nacional de amapola. El presidente Obama citó recientemente un reporte
de la DEA sobre un incremento del 324% en los decomisos de heroína en la
frontera, entre 2009 y 2013. Buena parte proviene de Guerrero. No es
casual que Iguala haya sido el epicentro de la tragedia: una narcociudad exportadora de droga, gobernada por el crimen.
¿Y los estudiantes? Carecemos aún de información sólida, pero el
motivo de su horrendo asesinato —digno de los campos de exterminio—
parece haber sido este: con sus manifestaciones políticas, sus protestas
cívicas y su idealismo revolucionario, estorbaban al negocio y el poder
del presidente municipal y su esposa (ya capturados), aliados con el
grupo criminal Guerreros Unidos. ¿Por qué matarlos? Por “revoltosos”,
declaró uno de los asesinos.
Hace unos años en Monterrey un grupo de sicarios incendió el Casino
Royal y provocó 53 muertos. Esa masacre prendió todas las alarmas. La
sociedad, los empresarios, los medios colaboraron directamente en la
renovación integral de las policías, invirtieron en obras sociales y
educativas, fueron exigentes con el Gobierno estatal y, si no lograron
acabar con el problema, lo volvieron manejable. Algo similar ha ocurrido
en Tijuana y aún en Ciudad Juárez. Por sus niveles de marginación y
bajísimo nivel educativo, difícilmente se podrá replicar el modelo en
Guerrero.
México requiere un sistema de seguridad y de justicia que proteja lo
más preciado, la vida humana. La incesante marea del crimen no solo debe
detenerse, debe replegarse por la acción legítima de la ley. Cada día
que pasa, el ciudadano —decepcionado de todos los partidos, los
políticos y la política— se hunde más en el desánimo y la desesperación.
Por eso, el Gobierno está obligado a tomar todas las medidas posibles
para refutar a quienes —de manera injusta— acusan a México de ser un narcoestado.
De la solución de fondo a esta alarmante debilidad del Estado de
derecho depende —sin exagerar— la viabilidad de la democracia mexicana.
Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.
Link Original: http://elpais.com/elpais/2014/11/09/opinion/1415563537_370456.html