LETRAS INTERNACIONALES No 191
//Política Internacional//
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ANTE LA DUDA, HAGA COMO LOS ALEMANES... |
*Por Théophile de Verne
De haber nacido 150 años más tarde, Karl Marx probablemente habría cambiado la formulación de su tan citada máxima por “la política es el opio de los pueblos”, o más correctamente, la “politización de lo político es el opio de los pueblos”.
Marx veía en la religión
la negación de la felicidad real del pueblo. Al referirse al opio de los
pueblos, plantea que la religión anestesia nuestra capacidad de acción y
de pensamiento, pero también posee un carácter terapéutico destinado a
reducir (y justificar) nuestro sufrimiento a través de una felicidad
ilusoria. Esta felicidad es ilusoria ya que, producto de la proyección
de nuestra propia miseria, recreamos la existencia de lo divino
concibiendo una versión alienada y falsa del individuo, es decir de un
individuo que se desconoce a sí mismo, negando su propia realidad y la
manera de alcanzar la felicidad. La religión estaría destinada a
justificar y perpetuar la injusticia social, a mantener el status quo y a
racionalizar “espiritualmente” la transformación del individuo en
objeto productivo. Luchar contra la religión sería luchar contra las
interpretaciones ilusorias y mentirosas que esconden la realidad del
mundo. Al mismo tiempo, luchar contra la religión sería luchar contra
las instituciones del mundo real que han creado a Dios como fundamento
normativo de su propia dominación. Es por eso que Marx plantea que al
rechazar la religión, rechazamos la felicidad ilusoria que ésta crea,
para intentar acceder a la felicidad verdadera. La religión no sería más
que la experiencia de algo irreal.
Este proceso de
emancipación de lo religioso puede ser doloroso y hasta necesitar de la
coerción y educación “forzada” del individuo, en particular en el siglo
XIX a través de la separación de Iglesia y Estado y el triunfo de las
fuerzas laicas. Negar la religión sería el primer paso hacia la crítica
del mundo real y la emancipación del individuo de las fuerzas que lo
dominan, que lo embrutecen y que le prometen un paraíso ilusorio contra
una penitencia terrenal bien funesta.
Si la religión era el opio
de los pueblos en el siglo XIX, entonces la politización de lo político
es su equivalente en el siglo XXI. Y resalto bien Lo político para
distinguirlo de La política que es, ella, politizada todos los días. La
distinción es relevante, ya que si el primer término hace referencia a
la naturaleza misma del poder, el segundo releva del conjunto de
prácticas, reglas e instituciones que regulan la actividad humana dentro
de la polis, es decir que regulan el uso del poder. Lo político es
aquello que radica en el centro de toda comunidad humana y constituye la
verdadera polis, es decir el poder.
Para los atenienses, este
poder debía estar uniformemente repartido entre el conjunto de los
ciudadanos, garantía necesaria contra la tiranía y la esclavitud. Si
para Aristóteles el Hombre es un animal político, es porque está en su
naturaleza, y es su derecho, participar en la gestión de esa comunidad
humana en condiciones de libertad e igualdad. Si lo político es entonces
la fundación ontológica de toda comunidad humana, la politización de lo
político aliena al ciudadano de su propia naturaleza, que es el
ejercicio de dicho poder. ¿Por qué? Porque la politización conduce a la
idolatría, a la negación de la razón y a la pérdida de espíritu crítico,
en definitiva hace de nosotros no ya animales políticos, sino corderos
sumisos que renuncian a su derecho a gobernarse.
La politización conduce a
lo que Marx denominaba como el “mundo invertido”; el marxismo hace
referencia a la inversión provocada por la revolución industrial, donde
no es el sistema productivo el que está al servicio del hombre sino el
hombre al servicio del sistema productivo. En el caso presente,
argumento que el mundo invertido politizado es una proyección falsa de
la realidad, al servicio de los políticos y del poder personal y no de
los ciudadanos y de lo político. Es la reducción del espacio político
constitutivo de la polis y del acceso de los ciudadanos a los mecanismos
de ejercicio, gestión y control del poder.
¿Qué entiendo por
politización? La politización tiene tres acepciones principales, las dos
primeras positivas, la última negativa. La primera hace referencia al
proceso de incorporación de una temática a la vida política,
estructurándola en un objeto político gracias a la red de actores e
instituciones capaces de construir clivajes particulares sobre la
materia, agrupar los intereses partidarios o ciudadanos y proponer
soluciones de política pública. Por ejemplo, en el Uruguay el consumo,
regulación y legalización de la marihuana se ha transformado en los
últimos años en un objeto político. La politización puede igualmente
representar un esquema cultural de movilización individual y
participativa motivado por la búsqueda de bienes colectivos de
naturaleza ética. La politización puede servir entonces para defender
grandes causas o promover cambios sociales y políticos drásticos. Los
ideales de la revolución francesa, la Carta de las Naciones Unidas o los
principios del marxismo son todos ideales políticos politizados que han
contribuido a cambiar el mundo.
Pero la acepción a la que
me refiero principalmente aquí, sin duda de manera reductora, es la
politización como una estrategia de maximización rentista del usufructo
del poder político y la cooptación (voluntaria) de una parte de la
ciudadanía a través de redes, aparatos y políticas públicas destinadas a
garantizar de manera privilegiada el acceso a los bienes públicos o a
privilegios corporativos. La politización negativa es también la pérdida
del espíritu crítico, anestesiado por la creencia casi religiosa y
dogmática en ideales difusos e intangibles. Aquí la politización puede
asimilarse o confundirse con la “partidización” de la política, del
poder y de la sociedad y, en referencia a varias teorías del
comportamiento político, reduce la imagen del individuo (y del votante) a
la de un agente poco racional, adoctrinado y desprovisto de una real
independencia de acción.
En resumen, dos tipos de
politización negativa emergen, la primera es el resultado de una
respuesta pragmática y materialista producto del ordenamiento y
regulación institucional de la política; la segunda es, como decía, el
equivalente religioso y opiáceo del que Marx hablaba, cambiando tan sólo
un dogmatismo religioso por un fanatismo ideológico. Las dos conducen a
reducir el campo de acción ciudadano y su control sobre la y lo
político.
¿Por qué este extenso
preámbulo? Porque considero que, en épocas electorales y de balotajes
inciertos en nuestras latitudes latinoamericanas, resulta interesante
reflexionar sobre el poder ciudadano y denunciar la politización extrema
de nuestras sociedades como una amenaza a la democracia, al pluralismo y
a la justicia.
Cuando la presidenta de
Brasil Dilma Rousseff denuncia negativamente la politización por parte
de la oposición del tema de la corrupción de Petrobras, en busca de un
rédito político y electoralista, en algo tiene razón. Tiene razón en que
la principal preocupación de la oposición en este tema no es ética,
sino electoralista. Pero donde el oficialismo se equivoca (como se
equivocan todos los oficialismos que lavan sus culpas y errores acusando
al diablo de reírse de la miseria ajena) es en que el gobierno es el
primer responsable de politizar negativamente este asunto. La corrupción
es un objeto político que debe ser politizado, en su acepción positiva,
es decir que debe discutirse públicamente, penarse (realmente) y
erradicarse a través de instrumentos de política pública, como por
ejemplo la regulación y la transparencia de los mercados, de los
contratos estatales, etc. Rousseff se equivoca en que su gobierno, como
todos los gobiernos brasileños (y unos cuantos latinoamericanos) desde
el retorno de la democracia, ha fallado a la hora de combatir realmente
este objeto político que es la corrupción. Rousseff puede ofenderse de
la inmoralidad de la oposición, puede criticar la estrategia
electoralista de su contrincante, pero no puede más que culparse a sí
misma y a sus antecesores por haber permitido la politización negativa
de este tema.
El problema más grave es
que en la mayoría de nuestros países la politización y partidización
extrema han conducido a la ciudadanía (a veces de manera consciente, a
veces de manera inconsciente) a renunciar a su rol de animal político.
No edificamos más nuestro entendimiento y nuestra valoración de las
acciones políticas en el altar de la defensa del mejor gobierno posible.
Hemos involucionado progresivamente desde el rol de ciudadanos libres
al de primates fanáticos y espumosos, capaces de negar la realidad y
escupir contra el viento sencillamente por el adoctrinamiento al que
hemos sido sometidos. Somos capaces de excusar lo inexcusable con la
misma facilidad que vilipendiamos el más inofensivo defecto. Nuestras
ortodoxias ideológicas son el amparo de una clase política a menudo
irresponsable e inimputable ¿En qué ayuda eso a construir una mejor
sociedad política? ¿En qué ayuda eso a enderezar a nuestros gobernantes y
a nuestra clase política? Si la razón de ser del ciudadano es
comportarse con la misma idolatría y ceguera que un barrabrava, entonces
bien lejos hemos caído del animal político del que hablaba Aristóteles.
La politización extrema de nuestras sociedades es el equivalente
opiáceo de una rally del Klu Klux Klan, es decir la muerte de la razón y el triunfo de la intolerancia y el fanatismo.
No niego la necesidad de
tener convicciones firmes ni de guiarse hasta cierto punto por preceptos
ideológicos fuertes, ni de defenderlos radicalmente si en ellos
creemos. Es justamente la defensa de estos principios lo que contribuye a
mejorar la calidad de la política, de las instituciones y del bien
general. Pero una defensa extrema puede conducir a limitar el pluralismo
y la búsqueda del compromiso, factores constitutivos de las democracias
modernas. La amenaza germina cuando nuestros principios se transforman
en falsas idolatrías y los hombres políticos en falsos dioses. Germina
cuando las ideas ya no son buenas o malas por su contenido sino por su
pertenencia a uno u otro lado del espectro político.
Para ilustrar brevemente
la idea de gestión responsable y compartida de la polis me gustaría
terminar con un ejemplo de madurez política de una sociedad ejemplar: el
caso de Alemania y su Gran Coalición. No es nada nuevo en la historia
reciente de Alemania la conformación de grandes coaliciones entre los
Demócrata-Cristianos de la CDU y los Social-Demócratas del SPD. La
última en fecha, el Gobierno Merkel III, conformado en diciembre de
2013, cuenta con casi el 80% del Bundestag. Paso por alto las
consideraciones relativas a la naturaleza del sistema parlamentario y
sus diferencias ciertas con el sistema presidencial. No niego tampoco
que los detractores apuntarán a que con este tipo de acuerdos se diluye
la capacidad de reforma y se corre el riesgo de cierto inmovilismo
político, o que en el caso concreto de la acción iniciada por Merkel, la
Canciller buscaba antes que nada evitar el posible bloqueo del gobierno
por el Bundesrat (cámara baja) en manos de la izquierda.
Sin embargo, creo
interesante resaltar aquí ciertos aspectos relevantes. En primer lugar,
la idea que una gran coalición va contra la creencia generalizada en la
ciencia política que a los partidos perdedores (de tipo mayoritario) no
les conviene participar en una coalición de gobierno donde son el
miembro minoritario. La lógica querría que, en caso de éxito del
gobierno, el principal rédito político lo obtenga el partido mayoritario
(en este caso la CDU) y, en caso de fracaso, el partido minoritario
quedaría obligatoriamente comprometido y “manchado” por su participación
en el gobierno, perdiendo así sus chances de posicionarse claramente
como oposición impoluta.
En otras palabras, y parafraseando al actual Presidente de la República, la oposición política estaría repleta de “almas podridas”
que lo único que desean es ver al gobierno fallar. Y bien, en el caso
alemán, los partidos políticos demuestran que no todos están
obsesionados por la “destrucción” del gobierno. La segunda reflexión es
que tal alianza política sólo es posible en aquellas sociedades donde, a
pesar de las diferencias ideológicas fuertes que pueden existir entre
la izquierda y la derecha, prima antes que nada la política del consenso
y la madurez ciudadana. Lo interesante del acuerdo de Gran Coalición es
que no sólo fue ratificado por las elites políticas, sino también por
la militancia del SPD, cuando 76% de los adherentes al partido votaron a
favor de la Gran Coalición (con un 78% de participación). Esto me lleva
a cuestionarme si la izquierda y la derecha alemana son tan diferentes
de la izquierda y derecha latinoamericana, francesa, inglesa o española.
Más allá de las etiquetas ideológicas adosadas al nombre de los
partidos, que sirven más que nada como balizas cognitivas, la izquierda y
la derecha modernas actúan principalmente como fuerzas centrípetas, las
posturas más radicales estando destinadas antes que nada, como dirían
los franceses, a un ejercicio “pour la galerie”. Creo realmente
que en sociedades democráticas, prósperas y pluralistas, es posible
encontrar mayores zonas de consenso que de conflicto entre estas dos
fuerzas. La pregunta relevante es entonces la de saber si nuestras
sociedades cumplen por lo menos con uno de estos requisitos.
En conclusión, me
atrevería a formular un breve consejo al conjunto de nuestras clases
políticas y ciudadanas (en las que me incluyo) y que, de ser escuchado,
mejoraría ciertamente la calidad de la política. Me atrevería a
demandarles que sean tan ilustrados como valientes (sobre todo lo
primero) y que se alejen de las querellas dogmáticas. Me atrevería a
demandarles (sobre todo a la clase política) que, en lugar de
adoctrinarnos sobre cómo vivir y qué pensar, y de pontificar al resto
del mundo sobre la excelencia de nuestras instituciones democráticas, de
nuestro diálogo ciudadano y de nuestro incomparable éxito en la
integración social, se inspiren en aquellos que llevan años edificando
una sociedad plural, tolerante y anti-demagógica. Les recomendaría
entonces que, ante la duda, hagan como los alemanes…
*Université Paris I, Panthéon-Sorbonne.
Link http://www.ort.edu.uy/facs/boletininternacionales/contenidos/191/politicauno.html
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