I.- En diversos artículos
recientes de nuestra publicación hemos tratado algunos de los múltiples
aspectos críticos que particularmente las últimas elecciones europeas y
la crisis de Ucrania han revelado. Además de las notorias dificultades
operativas de Bruselas en materia diplomática e incluso militar, se ha
señalado el creciente malestar “antieuropeo” que por lo general se
muestra bajo una creciente importancia de discursos de corte más bien
“nacionalista”.
Todo los analistas han
señalado que las elecciones mostraron una tendencia a la derechización
del electorado, impulsada por partidos de derecha, y hasta de extrema
derecha, de los cuales hay ejemplos variados, desde Hungría a Grecia,
para simplificar y no enfrascarnos en enumeraciones engorrosas.
Ese “anti-europeísmo” que
viene empaquetado de una retórica nacionalista rancia y anacrónica en
realidad no parecería merecer una atención mayor porque no nos parece
decisiva en los verdaderos problemas que aquejan a la construcción
europea. Las odas a “Marianne”, que Marine Le Pen borda para alimentar a
su electorado de “petits boutiquiers”, apestan a poujadismo de bajo
nivel. En un mundo donde todo lo verdaderamente relevante es
esencialmente global, reivindicar una vuelta atrás hacia “las raíces
nacionales” sólo es populismo barato destinado a juntar votos
despistados y exacerbar sentimientos anti-inmigrantes.
Por eso, ese relato es un
relato sin futuro. Y esa falencia, o mejor dicho esa impostura, ya ha
quedado demostrada reiteradas veces. El electorado de los países
europeos vota a esas derechas -(o a algunos partidos folklóricos, del
estilo del Partido Pirata sueco)- en las elecciones europeas que tienen
muy pocas consecuencias políticas directas en la vida de los ciudadanos y
retorna casi siempre a votar al centro -(o mejor dichos a los distintos
centros)- cuando se trata de las elecciones nacionales que son las que
efectivamente cuentan. Por lo menos hasta ahora eso ha sido así, con
diferentes acentos, más o menos marcados, en uno u otro sentido.
Aunque resulte un poco
tedioso repetirlo, el proyecto europeo nunca tuvo componentes
explícitamente anti-nacionales ni fue concebido como un proyecto de
“debilitamiento” del Estado nación. Todo lo contrario: cada paso en el
fortalecimiento del proyecto europeo significó un fortalecimiento de
todos y cada uno de los integrantes del proyecto, a menos que se insista
en hacer descansar la soberanía nacional en la defensa de folklorismos y
costumbrismos prescindibles.
Desde luego que hay
franceses escandalizados por el siempre creciente cosmopolitismo de su
sociedad y por la generalización de los McDonalds. Hay italianos del
Norte dispuestos a desenterrar sus prejuicios contra los “terrone”
instalados en Milán y temerosos de las olas de inmigrantes que llegan a
la Lampedusa. Al igual que madrileños prestos para criticar las
peculiaridades de los andaluces o gallegos insertados en la vida moderna
de la capital española o a sublevarse contra gitanos o marroquíes
ilegalmente ingresados al país.
Pero si se sacan cuentas, de 1950 a la fecha, prácticamente todos -(y no nos animamos a decir rotundamente todos
porque hay muchos recién llegados)- los países integrantes de la Unión
Europea han crecido como sociedades, como culturas, como economías, como
centros financieros o turísticos, etc., gracias a que sus
Estados nacionales han perdido muy poco de sus atributos históricos y la
pertenencia de estos Estados nacionales a la Unión Europea les ha
potenciado de manera notoria dentro del concierto europeo e
internacional de naciones.
Por lo tanto, quizás algo apresuradamente, es posible concluir que Europa no tiene nada que temer de un “revival” de nacionalismo en su versión más tradicional.
II.- Pero la cuestión se
torna mucho más compleja cuando entramos a considerar otro perfil de
“antieuropeísmo” que ni se presenta ni se visualiza como tal porque en
realidad se manifiesta, aparentemente, no contra Europa sino contra
algunos de los Estados que hoy forman parte de la Unión.
Se trata de verdaderos
ataques dirigidos al corazón de la construcción europea que aparecen,
ante los ojos del público, dirigidos contra distintas unidades estatales
que son parte del zócalo de la unidad europea. ¡Y hay hasta algunos de
estos movimientos que se pretenden fuertemente “europeístas”!
El caso más benévolo, y
que con razonable certeza no habrá de pasar a mayores, es el intento de
un sector de la clase política escocesa, con Alex Salmond a la cabeza, y
de la población de ese país de romper -(o quizás modificar
profundamente)- los lazos que unen a Escocia con Inglaterra en el seno
de Gran Bretaña y del Reino Unido. Se ha acordado entre Inglaterra y
Escocia la realización de un referéndum para mediados de septiembre de
este año pero, aunque las encuestas dan una cómoda mayoría al NO a la
independencia, el acontecimiento tiene algo de “leading case”.
Un hipotético triunfo del SI requeriría del inicio de negociaciones con
la Unión Europea para consagrar el ingreso del eventual nuevo Estado en
la órbita de Bruselas, probablemente de manera rápida, para el año 2016.
Decimos que el caso es
“benévolo” porque, además de que un resultado favorable a los
independentistas es más que remoto, en realidad las tensiones históricas
entre Escocia e Inglaterra, aunque existen, pertenecen más al pasado
que al presente. En realidad este está más poblado de tironeos, de corte
más bien folklórico, que de contenciosos de gran envergadura.
Mucho más complejo es el
intento del gobierno de Cataluña de llamar a un referéndum de corte
secesionista en el mes de noviembre y, por ahora, sin acuerdo alguno con
el gobierno de España. Aquí el escenario es realmente distinto e
infinitamente más complejo. El regionalismo secesionista catalán siempre
fue de una tenacidad agobiante, se ha ido radicalizando en su discurso
anti-español siempre de manera constante, y en términos de impacto sobre
el Estado español las realidades son otras.
Cataluña es la comunidad
española que más aporta al PIB del país, con cerca del 19% del producto
nacional global y ligeramente por encima de lo que aporta Madrid a ese
total. Es decir que de lo que se está hablando es de “independizar” algo
menos del 20% del PBI de un gran país europeo por lo que, como el
lector apreciará, el contencioso en juego aquí es de otra envergadura
que en el caso anterior.
Aunque estos conflictos no
son nuevos, es evidente que la crisis económica, las tensiones
culturales, religiosas y de todo tipo generadas por la creciente
inmigración han exacerbado el atractivo de este discurso
“independentista” que como vimos, no se presenta como “antieuropeo”
-(porque, en estos ejemplos, escoceses y catalanes se sienten
“oprimidos” por Londres y Madrid pero están como en su casa en
Bruselas)-. Pero, en la dinámica que llevan implícita, son infinitamente
más peligrosos para el equilibrio de Europa que los “nacionalismos
tradicionales” ya mencionados.
Entre otras cosas porque
si la nueva moda para adquirir proyección política europea -(y, con
suerte, mayor cantidad de fondos de la EU)-, el problema corre riesgo de
transformarse en epidemia. Los vascos arremeterían contra Madrid,
también Bélgica estallaría en una ridícula micro-galaxia de “países”
flamencos, wallones, germano-parlantes y quizás una región de Bruselas, o
Italia perdería al Véneto por un lado y buena parte del Norte se
independizaría de Roma. Y ello para no nombrar más que algunos casos
obvios.
En los últimos meses, la
Unión Europea ha comenzado a pronunciarse con cierta contundencia frente
a estas amenazas claras a su integridad. Hasta ahora por lo general,
Bruselas entendía estos problemas como lo que son: problemas de los
Estados miembros que ellos debían gerenciar.
Pero ante la
multiplicación de pretensiones “independentistas” azuzadas por la
crisis, y la evidencia que Bruselas no puede permitir el socavamiento de
sus fundamentos nacionales sin comprometer, precisamente, todas sus
proyecciones supranacionales, han comenzado a caer los pronunciamientos
europeos cada vez más claros. En lenguaje más que telegráfico, tanto las
autoridades alemanas como francesas han dejado claro que cualquier
movimiento de secesión es un evento “muy peligroso“ para la Unión y que,
en todo caso, toda futura relación de ese nuevo Estado secesionista con
Europa y Bruselas, debería contar, en primer lugar, con la aprobación
del país del cual la nueva entidad “nacional” acaba de escindirse.
En otros términos, las
dificultades futuras de Europa deben ser rastreadas más en los relatos
de algunos europeístas hiper-entusiastas que en las parrafadas
populistas de los nacionalistas trasnochados que acaban de lograr buenas
votaciones en las últimas elecciones.
LINK:http://www.ort.edu.uy/facs/boletininternacionales/contenidos/185/editorialjavierbonillasaus.html