Trist(e)
El payaso que ha vilipendiado la imagen de México y de los mexicanos desde hace meses se la jugó en el intento de aparentar que en el fondo siente aprecio por los mexicanos que han emigrado a su país
Debemos a Nicholas Trist que la frontera entre México y Estados
Unidos, que se trazó en el Tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848, sea la
sinuosa herida de poco más de 3 mil kilómetros de largo que así pasen
los siglos parece no convertirse en cicatriz. El presidente
norteamericano James Polk –una vez tomada Veracruz, Chapultepec y el
Zócalo de la Ciudad de México—envió a Nicholas Trist a negociar el fin
de la guerra con México con el encargo de un feroz expansionismo que se
proponía fijar la frontera mucho más al Sur y debemos a la desobediencia
de Trist su renuencia a negociar los oprobiosos términos con los que el
presidente Polk quería trazar la línea a la altura de San Luis Potosí.
Cargado con una maleta donde los gringos ofrecían entre 20 y 30 millones
de dólares por la compra de California, Nuevo México y la franja
llamada de Las Nueces (habiéndose ya perdido Texas, Arizona, Nevada y
hasta Oregon), con el expreso deseo o antojo del presidente Polk de que
los tratados incluyeran también Baja California, Trist llegó a México y
cambió de parecer.
Nicholas Trist estaba casado con la nieta de Thomas Jefferson y había sido íntimo confidente del autor de la Declaración de Independencia,
secretario de su correspondencia personal e incluso, lo acompañó en su
lecho de muerte la noche del 4 de julio de 1826, al cumplirse el
centenario de dicha Independencia. Por su estrecha relación con el
prócer, Trist también apuntaló su oscura vocación de esclavista
empedernido y así se metió en no pocas turbulencias cuando fungió como
Cónsul en Cuba, armando un enredado entramado donde no sólo seguía
vendiendo esclavos negros del África en contra de los acuerdos
abolicionistas existentes entre Cuba, Reino Unido y otras naciones, sino
que además falsificó documentos de identidad donde pretendía hacer
pasar a los africanos como nacidos en Cuba y legítimamente contratados
para la zafra en campos de la isla, pero al ser enviado a México para la
negociación del fin de la guerra vivió una suerte de contrición, culpa
en tinta y en persona, al ver con sus ojos lo que era México y los
mexicanos.
Si vivimos con un mapa de lo perdido, lo hallado la
explicaciónse condensa en la frase que escribió Trist en una larga carta
de 65 páginas donde intentaba explicarle a su presidente: “Mi
sentimiento de vergüenza como americano fue mucho más fuerte que el que
pudieran sentir los mexicanos”. Por el desacato, Trist fue despojado de
sus honorarios, removido de su puesto y terminó su vida ocupando un
modesto puesto en Alexandria, Virginia, pero se le puede considerar un Gringo bueno,
pues la profunda vergüenza que le provocó la ambición del imperialismo
expansionista norteamericano se le metió en la conciencia no sólo por la
derrota del ejército mexicano y la apabullante presencia de las tropas
norteamericanas en México o por los enredos del general y presidente
Antonio López de Santa Anna en materia de bienes raíces, sino porque
toda esa desgracia no mermaba a su parecer la honra, integridad,
orgullo, celo e incluso patriotismo de los mexicanos con los que negoció
el mentado tratado.
Nada de eso se vivió hoy en la residencia oficial del presidente de
México. En la enésima muestra de estulticia o abierta imbecilidad hemos
presenciado la vergüenza –si no inexplicable, al menos insostenible—de
haber recibido como Jefe de Estado a un nefando empresario mentiroso
metido azarosamente a candidato de la presidencia de los Estados Unidos,
que no sólo aprovechó la ocasión para maquillar sus mentiras y elevar
su rating, sino que además dictó no propuestas sino demandas, entre las
que subrayó –sin objeción por parte del presidente de México—su
demencial bravata de levantar un muro sobre la frontera. Este triste
gringo no cambió su idea de México aunque intentó convencernos de lo
contrario.
El payaso que ha vilipendiado la imagen de México y de los mexicanos
desde hace meses, el que ha insultado a millones de méxico-americanos,
se la jugó en el intento de aparentar que en el fondo siente aprecio por
los mexicanos que han emigrado a su país, que considera encomiable su
labor incansable y la importancia de su presencia, mientras que el
sorprendido presidente de México leía estadísticas halagüeñas en torno a
la relación bilateral, cifras dictadas por sus asesores en torno a los
números de la migración legal, la derrama económica, la balanza
comercial, el tráfico ilegal de millones de dólares y toneladas de
armamento que cruzan la frontera de allá pa’acá a contrapelo del trasiego y constante inundación ilegal de narcóticos de aquí pa’allá.
Todo esto sin rasgar el telón de fondo: el presidente de un país
hablaba en tribuna gemela, aunque con sólo una de dos banderas como
escenografía, a la par de un poderoso don Nadie, aunque el fantoche
invitado pueda ahora fardar sus habilidades en materia de política
exterior, pues es nada menos que él mismo quien va riéndose a carcajadas
en el avión privado con el que vuela de vuelta a su inmenso y poderoso
país. Trump entre risas y sonrisas al saber que miente mejor que nadie y
que siendo no más que un pinche gringo rico venido a menos logró ser
atendido, respetado, escuchado y considerado por el presidente de un
país al que se ha dedicado sincera e incansablemente a denostar.
La imprudente invitación corría el riesgo de la aceptación y así
sucede que de un día para otro la agenda del presidente de México se
puede acomodar o alterar para recibir a un monigote a quien el propio
presidente había comparado con Hitler. El resultado es una patética
puesta en escena donde ambos pretendieron convencer a nadie de la
cordialidad, entendimiento y mutua comprensión que evidentemente no
profesan, tal como no conocen en realidad la frontera que divide y une a
ambos países. Del indefinible copete rubio ya se sabía lo hueco, banal y
veleta, pero del engominado copete del presidente de México se confirma
la recurrente facilidad con la que tropieza quien acostumbra fiarse de
puras mentiras: desde el plagio de su tesis (considerada “hecho
consumado” o sobreseído por la nefanda universidad que se lo otorga)
hasta el rosario de falsedades que han hilado su trayectoria de
funcionario público, las ilegales propiedades de su cónyuge y
colaboradores, la pantomima que llaman auditoría o la burla de lo que
definen como transparencia, las falsas disculpas o el mentiroso perdón,
la aparente felicidad, la sobria lectura de párrafos que le escriben
otros para ser leídos en pantallas (que también fallan y por ende,
provocan confusiones geográficas o labiales), la retórica hueca, la
mínima estatura (no de altura física, sino de miras), todo envuelto
lloviznando el amargo sabor de la vergüenza sobre México y una inmensa
mayoría de mexicanos (y también de mexico-norteamericanos, por no
mencionar el ánimo con el que ambos señores están dispuestos a negociar
ante la migración centro y sudamericana que pasa por México en ruta a
los Naires).
Vergüenza, coraje, impotencia, odio, burla, sorna, saña,
incredulidad, desprecio e incluso, asco son quizá algunos de los
ingredientes que se han mezclado lamentablemente en la saliva colectiva
de un pueblo que normalmente canta al hablar, sonríe sin herir, habla y
de ser necesario, grita al defender o responder a bravatas y
provocaciones imbéciles; un pueblo que cruza porque construye puentes,
no muros ni la insinuación de su utilidad. México de honda honra intacta
por encima de la deshonra de sus gobernantes, la deshonesta caterva de
políticos; Íntegro a pesar de quienes no lo son y prometedor, incluso
por encima de las posibles promesas que se pactaron en privado o al
menos, eso da qué pensar quien no supo aprovechar la ocasión para frenar
en seco a quien se ufanaba hasta hoy en ser nuestro más grande enemigo.
Carcajada, chistes instantáneos, memes regalados y abierta burla son
también algunos de los ingredientes que se filtran en la saliva del alma
de México. Todo revuelto: el enojo con hartazgo y la risa aunque duela…
porque en el fondo este inesperado capítulo en nuestra particular
historia nacional de la infamia no es mera anécdota y hasta parece
apellido. Triste.
Jorge F. Hernández
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