Los dilemas del Islam: la reforma pendiente
Una
batalla de ideas se libra en el mundo musulmán. El empuje de los
salafistas acalla las voces de quienes abogan por una interpretación
moderna de la religión
Bernard Haykel
Catedrático de Estudios sobre Oriente Próximo - Universidad de Princeton.
Las
noticias acerca de la aterradora violencia en el mundo musulmán, de
Nigeria a Afganistán, y las que hablan de islamistas extremistas, de
Europa a Yemen, llevan a los occidentales a preguntarse cada vez con
mayor fuerza si el islam necesita una reforma. En otras palabras, si
podría beneficiarse de algo similar a la Reforma protestante en Europa,
que en último término condujo a la Ilustración y al Siglo de las Luces,
de los que todos somos herederos y beneficiarios. Lo que este
planteamiento olvida a menudo es que aquella reforma fue un periodo
largo y extremadamente violento que provocó la muerte de millones de
europeos, en especial durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).
Si bien es cierto que el deseo de una reforma para los musulmanes no
debería sugerirse a la ligera, lo cierto es que, en realidad, el islam ya está experimentando una reforma en la actualidad, y todos nosotros somos sus testigos.
Muchos
de los mismos rasgos que condujeron a los cambios en Europa hace cinco
siglos son evidentes hoy en el mundo islámico, en especial entre la
secta suní mayoritaria, que representa alrededor del 85% de los
musulmanes. Como entonces, la autoridad religiosa tradicional ha
experimentado una enorme pérdida de prestigio; centros de aprendizaje y
guías espirituales en otro tiempo venerables, como la Universidad Al Azhar en Egipto,
están dominados por los Gobiernos. Se han convertido en meros
portavoces que proporcionan cobertura religiosa a cualquier medida
ilegítima o impopular que la autoridad política desee. El clero de
formación tradicional ha perdido el prestigio social y la autoridad
moral que ejercía en el periodo premoderno. Mientras esto ocurría, han
tenido lugar otros dos cambios, de nuevo muy similares a los acaecidos
en la historia europea. El primero es la difusión de la alfabetización
masiva, de tal modo que en el mundo árabe actual muchos saben leer y, lo
que es más importante, se sienten capacitados como individuos para
interpretar las escrituras religiosas. El segundo cambio es la difusión
barata de materiales impresos e información, mucho más fácil ahora, en
la era de Internet y de las redes sociales.
El
efecto acumulativo de estos cambios ha conducido a una fragmentación de
la autoridad y a un auge de voces múltiples —y opuestas— acerca de qué
constituye una interpretación y una práctica correctas del islam. Como
consecuencia de todo ello, hay una batalla de ideas en marcha.
De
momento, los vencedores son los salafistas o wahabíes, musulmanes
suníes que defienden una interpretación literal del Corán y de las
tradiciones de Mahoma [plasmadas en los hadices, breves relatos en los
que se recogen palabras del profeta] porque constituyen las enseñanzasoriginales del
islam. Los salafistas, que no son siempre violentos o militantes, son
reformistas que desean en último extremo recuperar la autenticidad, y se
presentan como los verdaderos musulmanes, diferentes de otros
cuyas enseñanzas se han ido corrompiendo a lo largo del tiempo por la
adopción de influencias no musulmanas. Ese punto de vista es, por
supuesto, una proyección moderna sobre el pasado de un imaginario islam verdadero, que
sirve a los actuales objetivos sociales y políticos de los salafistas.
Uno de sus objetivos, sin embargo, es el de desacreditar otras
interpretaciones del islam, en especial las sostenidas por chiíes y
sufíes. Si se disculpa la analogía imprecisa, podríamos considerar a los
salafistas como unos calvinistas musulmanes de nuestros días, que
pretenden reformar el islam imponiendo una versión intransigente y
antihistórica de la fe.
Hay
otros reformistas musulmanes, del tipo que muchos europeos apreciarían,
que abogan por una interpretación tolerante y democrática del islam,
pero sus voces quedan enmudecidas por la crudeza de los salafistas. Para
empezar, esos musulmanes liberales tienen un temor justificado a estos
últimos, que son inmisericordes con sus adversarios. En segundo lugar, a
los musulmanes liberales se les suele ver como protegidos de los
Gobiernos, como el de Egipto, cuyo líder, el presidente general Abdelfatá al Sisi,
ha afirmado también que el islam está terriblemente necesitado de
reforma y de interpretaciones novedosas que contrarresten las de
salafistas-yihadistas. Los liberales son despachados por algunos como
defensores de los regímenes autoritarios o, aún peor, como agentes de
los valores y las maquinaciones occidentales. Como tales, su influencia
es limitada, por ahora al menos.
La reacción del resto del mundo musulmán ante el ascenso violento de los radicales podría tardar años.
Este
proceso reformista en marcha puede durar años, incluso siglos, y su
desenlace final es totalmente impredecible. Lo que sabemos es que los
salafistas han tomado la delantera. Es previsible que el resto del mundo
musulmán les dé la espalda y reaccione ante su ascenso violento. Pero
esa reacción también podría tardar años.
Esta
reforma del islam sería de interés solamente académico si no tuviese
una dimensión política y combativa que ha adquirido ya categoría
mundial. ¿Cómo se explica la violencia política? Muchos musulmanes se
sienten política y militarmente débiles y humillados, y algunos desean
firmemente revertir esa situación recuperando la gloria y el poder que
los musulmanes disfrutaron en un pasado lejano. Granada y Al Andalus
desempeñan una función emblemática a este respecto, porque representan
la cumbre del poder pasado. Grupos salafistas como Al Qaeda y el Estado
Islámico consideran que el origen de la debilidad musulmana radica, por
una parte, en el abandono de las verdaderas enseñanzas de la fe
y, por otra, en los incansables ataques de los infieles contra los
musulmanes. Al fin y al cabo, Dios ha prometido en el Corán que a los
verdaderos creyentes se les dará el poder sobre la tierra (capítulo 24,
versículo 55), y en consecuencia el actual orden en el que dominan los
no musulmanes es una aberración que debe corregirse. Para ello, los
musulmanes deben purificar su fe, pero también luchar activamente contra
los no creyentes.
Para
los yihadistas salafistas, los enemigos infieles no son solo los países
y la civilización occidentales, sino también los despóticos Gobiernos apóstatas que
mandan en buena parte del mundo árabe e islámico, regímenes como el de
Riad, El Cairo y otros lugares. Para anular la decadencia islámica y
recuperar el poder, los yihadistas salafistas llaman a los musulmanes a
la lucha armada, un deber religioso abandonado por los musulmanes que
ahora debe retomarse. La yihad es la única forma de recuperar el poder
y, dado que el enemigo es tan abrumadoramente superior, todos los
métodos de resistencia y acción violentas están permitidos. De hecho,
los yihadistas salafistas ordenan a los musulmanes ejercer por su cuenta
actos de violencia siempre que se les presente la oportunidad. Dios
dará la victoria a sus creyentes, porque lo ha prometido en las
escrituras.
El Estado Islámico representa
la interpretación más extrema y violenta de esta visión literalista del
islam. Se centra en combatir a los enemigos, en especial a los chiíes,
porque los considera herejes capaces de destruir la fe desde dentro.
Pero el Estado Islámico también da la bienvenida a una guerra con
Occidente, porque considera que está librando una batalla apocalíptica
por el destino del mundo y busca la redención y la gloria que Dios les
ha prometido a los creyentes. Al mismo tiempo, sin embargo, esta
organización ha establecido un Estado de hecho, con ministerios,
tribunales y servicios sociales, todo a semejanza del régimen islámico
de los siglos VII y VIII, con un califa como líder. Esta forma de
gobierno es utópica y se presenta como un orden político virtuoso que
sigue las leyes y la guía de Dios.
El
Estado Islámico ha seducido a numerosos musulmanes que han emigrado a
su territorio. Lo que empuja a estos emigrantes es el deseo de hallar
una alternativa a la realidad política y social en la que se encuentran y
que dista mucho del ideal imaginado y ansiado. El Estado Islámico es la
manifestación más clara de la reforma que se está produciendo en la
actualidad, pero su realidad es brutal, como pronto han comprendido
algunos emigrantes, y su excesiva violencia es insostenible a largo
plazo, porque hace la vida imposible. En consecuencia, es improbable que
el Estado Islámico perdure mucho, pero la razón para su existencia —a
saber, el deseo de los musulmanes de reformar su religión, adquirir
poder y obtener el lugar que les corresponde en el mundo— seguirá
insatisfecha. Para que esto se resuelva, la reforma debe seguir su
curso, como lo hizo en Europa.